II
De un extremo al otro se estremeció la Colonia: la misión de Galvão había concluido en fracaso. El capitán presentó a Lobo la carta de Garro con negativa rotunda al pedido de bastimentos y con reconvenciones firmísimas. El gobernador bonaerense repetía intimaciones, sacaba a luz derechos de posesión sobre las tierras de San Gabriel, recordaba de mil modos que los portugueses debían irse, preguntaba con acidez por qué demoraban el desalojo. Sus gestiones sólo cesarían una vez lograda la liberación de sus tierras. Por las buenas o por las malas.
Salimos todos a recorrer callejas y callejones. Vi a los soldados calzando los arreos de guerra, formando bajo las órdenes de los sargentos, empuñando mosquetes, corriendo hacia las baterías, trasladando balas y sacos de pólvora. En una esquina oí hablar de que Garro ponía en pie de lucha las guardias de todos los presidios; en otra escuché rumores acerca de una flota castellana que no tardaría en arribar para cañonear a la población. Los más jóvenes decían que la gobernación entera de Buenos Aires, con auxilios de Lima y del Paraguay, arremetería contra las setecientas almas de la Colonia y despellejaría con saña, sin dar cuartel. Para el mediodía, nadie quedaba en ayunas. La alianza de los bonaerenses con los indios reducidos corría de boca en boca. Y enseguida los tres mil guaraníes fueron cinco mil, o más, y los cuatro mil caballos sumaron el doble. Parecía que escucháramos, con miedo y desazón, el estruendo de los cascos sobre llanos y lomas en torno a la península. Muchos predecían que las caballadas embestirían contra el cerco de palos, que derribarían los bastiones, que aplastarían la iglesia que era tan sólo un rancho levantado de apuro, y los demás ranchos, más blandengues aun, y que triturarían los cráneos de los hombres, de mujeres, de muchachos. Y de muchachas.
Corrí hasta donde había dejado a Irene. La hallé a la sombra del rancho grande, en compañía de las morenas y de las mulatas, olvidadas de cantos, músicas y repiquetear de panderos. Irene temblaba; y creyendo que le haría bien el sol, la llevé de una mano, apretándosela con fuerza, hasta donde el terreno estuviese libre de sombras. Pero los temblores no paraban, porque el aire, cuya crudeza comprobé entonces, había refrescado mucho. El otoño entraba con pie ligero. Había numerosas gotas de rocío en los pastos y humedad sobre el techo y las paredes. Las mujeres se cubrían con mantas y chaquetas y yo me eché sobre los hombros el cobertor con que Irene se abrigaba durante las noches. No recuerdo si estaba tibio todavía. Quise sentirlo así y me arrebujé pegando mis narices al cobertor. Si faltaba tibieza, sobraba perfume, el de Irene, imposible de definir, con mucho de yuyales, de flores, de piel recién lavada. No voy a hablar de perfume de princesa; no estoy en edad para esas fintas ni para envolverme con embustes. Sólo diré una cosa: era perfume de muchacha y pobre del que no lo haya conocido.