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Al salir de la casa situada en el callejón Rabbi Elbaz, recordó que debía pisar con extremo cuidado el endeble escalón de madera. Cerró la puerta de hierro y se quedó un rato mirándola. Era una puerta de dos hojas hecha de metal verde que tenía una cabeza de león ciego a modo de aldaba. En medio de la hoja derecha ponía en letras en relieve: «Casa de Joaquín Abravanel, Dios le dé fuerzas para decir que el Señor es justo». Recordó el día que llegó, cómo se detuvo ante esa puerta y dudó durante un rato si llamar o dar media vuelta. Por un instante se preguntó si habría alguna forma de regresar a aquella casa. Ahora no. Ahora no. Tal vez algún día. Tal vez dentro de unos años. Tal vez cuando consiguiese escribir el evangelio según Judas Iscariote. Aguardó junto a la puerta dos o tres minutos, sabía perfectamente que nadie le iba a pedir que volviese, pero a pesar de todo esperaba esa llamada.
No hubo ninguna llamada, tan solo ladridos de perros a lo lejos que procedían de las ruinas de Sheikh Badr. Shmuel dio la espalda a la puerta, cruzó el patio enlosado con baldosas de piedra y salió a la calle sin intentar cerrar el portón oxidado que, de todos modos, siempre estaba entreabierto. Ese portón llevaba clavado allí muchos años. No había nadie que lo arreglase. Tal vez tampoco tenía ya ningún sentido. En el hecho de que el portón llevase tantos años hundido encontró Shmuel una especie de confirmación de que a pesar de todo llevaba razón. Pero ¿en qué llevaba razón? Para eso no tenía respuesta. Encima del portón vio el arco de hierro con letras insertadas que decían: «Venga a Sion el redentor de Jerusalén en nuestros días 5674 (1914)».
Llevó el petate cargado al hombro durante todo el camino hasta la estación central de autobuses y el bastón agarrado con la otra mano. Debido al peso y a un ligero dolor en el pie, avanzaba despacio, cojeando un poco, cambiándose de vez en cuanto el petate de hombro y el bastón de mano. En la esquina de la calle Betzalel, de pronto vio a su maestro, el profesor Gustav Yom-Tov Eisenschloss, dirigiéndose hacia él con un maletín en una mano y una redecilla llena de naranjas en la otra. Estaba enfrascado en una conversación o en una discusión con una mujer mayor que también le resultó familiar a Shmuel, pero no conseguía acordarse de qué la conocía. Debido a esas dudas, Shmuel no se acordó de saludar a su maestro hasta que los dos ya habían pasado por delante de él. Se dijo que el profesor con sus gruesas gafas seguro que no lo había reconocido debajo del enorme petate, y aunque lo hubiese reconocido, ¿qué podían decirse ahora el uno al otro? ¿Cómo vieron generaciones de judíos a Jesús de Nazaret? ¿Cómo lo vio Judas? ¿De qué manera podía ese tema serle de utilidad a alguien?
En la estación de autobuses, estuvo unos diez minutos haciendo cola delante de la ventanilla equivocada. Cuando llegó su turno, el hombre que estaba en la ventanilla le comentó que esa era solo para soldados con vales de viaje y para civiles con orden de unirse al servicio en la reserva. Shmuel se disculpó, esperó más de otro cuarto de hora junto a otra ventanilla y, por un instante, se preguntó si no sería mejor ir directamente a Haifa, a casa de sus padres. Ahora que su hermana estaba en Roma, no tendría que dormir en el tiznado pasillo. Puede que esta vez le dieran la habitación de Miri, con la bonita ventana que daba a la bahía. Pero en ese momento sus padres le parecían unos extraños, como si ambos fueran solo un vago recuerdo, como si, durante aquel invierno, el anciano inválido y la mujer viuda lo hubiesen adoptado y desde ahora solo les perteneciese a ellos.
Cuando compró el billete, se dio cuenta de que faltaba una hora para la salida del próximo autobús a Beersheva. Por tanto, se cargó sobre el hombro izquierdo el petate y también el bastón, para tener la mano derecha libre. En el quiosco compró dos rosquillas saladas y se tomó un vaso de gaseosa, y de pronto le entró una necesidad imperiosa de llamar a Gershom Wald y decirle que lo quería. ¿Lograría pronunciar esas dos palabras, aunque fuera de lejos, por teléfono, sin que el anciano le perforara con una de sus miradas irónicas? ¿O sería la propia Atalia quien descolgaría el teléfono y él, sin vergüenza alguna, le imploraría que le permitiese volver hoy mismo a su buhardilla y le prometería de todas las formas posibles que de ahora en adelante…? Pero de ahora en adelante qué, de eso no tenía ni la menor idea. Iba a colgar de nuevo el auricular en el teléfono que estaba sujeto a la pared. Pero, en vez de colgarlo, se giró y se lo dio a un soldado delgado y pálido que aguardaba pacientemente detrás de él.
Mientras estaba sentado en un banco polvoriento con el petate entre las piernas y observando a la multitud de soldados armados que corrían entre las dársenas, se le ocurrió aprovechar el tiempo escribiéndose unas líneas a sí mismo, para no olvidar. Pero no encontró en sus bolsillos ni libreta ni bolígrafo. En vez de eso, redactó mentalmente una breve carta al primer ministro y ministro de Defensa Ben Gurión. Después la descartó y le pidió a una pequeña soldado que vigilase un momento sus pertenencias. Entonces volvió a acercarse al quiosco, se tomó otro vaso de gaseosa y compró dos rosquillas, una para él, para el camino, y otra para la soldado que estaba vigilando sus cosas.
Shmuel Ash dejó Jerusalén a las tres de la tarde en un autobús de la compañía Eged en dirección a Beersheva. Hacía unos meses había oído hablar de una nueva ciudad que se estaba construyendo en el desierto al borde del cráter de Mitzpe Ramon. Nadie conocía esa nueva ciudad. Tenía pensado encontrar allí un sitio donde dejar su petate y su bastón y salir a buscar trabajo de vigilante nocturno en las obras, o de conserje en la escuela pública, o incluso de bibliotecario o de ayudante de bibliotecario en la biblioteca. Seguro que estaban levantando allí una pequeña biblioteca. No había ninguna población que no tuviese una biblioteca. O, si no, un centro cultural.
Cuando encontrara un rincón donde posar la cabeza, se pondría a redactar una carta a sus padres y otra a su hermana, e intentaría explicarles adónde lo llevaba la vida. Puede que escribiese unas líneas a Yardena y tal vez también al callejón Rabbi Elbaz. No tenía ni idea de lo que podía decirles, pero esperaba que, con el tiempo, en ese nuevo lugar descubriese qué había salido a buscar.
Mientras tanto, estaba sentado él solo al final del autobús, en medio de la última fila vacía. Llevaba el pesado petate apretado entre las piernas, porque no había conseguido de ninguna manera meterlo en el portaequipajes situado encima de los asientos. Solo había logrado meter allí el bastón con la cabeza de zorro tallada, y encima había dejado la trenca y el gorro shapka, aunque sabía perfectamente que se los olvidaría allí cuando llegase el momento de apearse del autobús al final del trayecto.
El autobús dejó atrás las lúgubres casas de piedra del final de la calle Yafo, pasó por delante de la gasolinera situada a la salida de la ciudad y por la bifurcación hacia Givat Shaul y, un momento después, se dirigió hacia las montañas. Una ola de cálida alegría envolvió de repente a Shmuel. La imagen de las montañas peladas, los jóvenes bosques y el gran cielo que se extendía encima de todo aquello hicieron que sintiese como que por fin despertaba de un sueño demasiado largo. Como si hubiese pasado todo el último invierno en la celda de aislamiento de una prisión y ahora saliese en libertad. De hecho, no solo el último invierno y no solo la casa del callejón Rabbi Elbaz. Todos los años de estudio en Jerusalén, el campus, la biblioteca, la cafetería, las aulas, su antigua habitación en Tel Arza, Jesús a ojos de los judíos y Jesús a ojos de Judas, Yardena, que se comportaba con él siempre como si le hubiese tocado una graciosa y divertida mascota, pero algo ridícula y que creaba desorden a su alrededor, y Nesher Shereshevski, el aplicado hidrólogo que se había buscado, toda esa ciudad que se encoge siempre sobre sí misma como esperando un golpe en cualquier momento, esa Jerusalén con sus deprimentes bóvedas de piedra, con los mendigos ciegos y las viejas devotas consumidas que se pasan horas y horas sentadas sin moverse y secándose al sol sobre pequeños taburetes en la entrada de oscuros sótanos. Los hombres envueltos en los mantos de oración pasando casi a la carrera como sombras encorvadas, yendo y viniendo de callejuela en callejuela de camino a la penumbra de las sinagogas. El espeso humo del tabaco en los cafés de techo bajo llenos de estudiantes con jerséis gordos de cuello alto siempre arreglando el mundo y quitándose sin cesar la palabra de la boca. Los montones de basura y de trastos que llenan a rebosar los descampados entre los edificios de piedra. Las altas murallas de piedra que encierran monasterios e iglesias. La línea de barricadas, las alambradas de espino y los campos de minas que rodean por tres partes la Jerusalén israelí y la separan de la Jerusalén jordana. Las ráfagas de disparos por las noches. Esa ahogada desesperación siempre inmóvil y opresiva.
Le resultaba agradable abandonar Jerusalén y sentir que a cada instante se iba alejando de ella.
Por la ventanilla del autobús se veían las verdes laderas de las montañas. Era primavera y a los lados del camino habían brotado flores silvestres. Abierta de par en par, ancestral, indiferente, envuelta en una gran tranquilidad le parecía la tierra montañosa que se extendía fuera de la ciudad. Una pálida luna diurna flotaba encima entre jirones de nubes, sin abandonar la ventanilla del autobús. Pero qué haces tú aquí a estas horas, le preguntó Shmuel sorprendido. En la zona de Shaar Hagai, la carretera serpenteaba entre las colinas boscosas donde, doce años atrás, en primavera, Mija Wald estuvo desangrándose y agonizando solo entre las rocas, durante toda la noche, hasta que se desmayó y, al amanecer, murió abandonado y exangüe. Gracias a su muerte he recibido de regalo este invierno en su casa, en el seno de su familia, con su padre y con su mujer. Él ha sido quien me ha regalado este invierno. Que yo he desperdiciado. A pesar de que allí tenía tiempo libre y soledad en abundancia.
Junto al quiosco del desvío de Hartuv, el autobús hizo una parada de diez minutos. Shmuel se apeó para orinar y para comprar otra rosquilla, y volvió a tomarse un vaso de gaseosa. El aire era cálido y húmedo. Dos mariposas blancas se perseguían con movimientos de danza. Shmuel aspiró una y otra vez aquellos olores de primavera, a pleno pulmón, con bocanadas tan profundas que le hicieron sentirse un poco mareado. Cuando regresó a su asiento, se percató de que nuevos pasajeros habían subido al autobús. Eran habitantes de los pueblos cercanos. Algunos llevaban ropa de trabajo y estaban bronceados, a pesar de que la primavera acababa de empezar hacía dos o tres días. Algunos llevaban herramientas de trabajo o cestas con aves vivas, huevos y quesos caseros. En la fila situada delante de él, dos mujeres jóvenes entablaron una animada y divertida conversación en un idioma que Shmuel no entendía. En la parte delantera del autobús se sentó un grupo de estudiantes o tal vez de cadetes del movimiento juvenil que volvían de una excursión. Los chicos y las chicas empezaron a cantar a voz en grito canciones de guerra y de hoguera. El conductor, un hombre regordete de mediana edad y vestido con ropa color caqui arrugada, también se puso a cantar. Con una mano sujetaba el volante y con la otra golpeaba al ritmo de la canción con el picabilletes sobre el cuadro de mandos que tenía delante. Por la ventanilla pasaban uno tras otro pueblos nuevos que se habían levantado después de la guerra. Eran pueblos blancos con tejados rojos, con cipreses jóvenes en los patios y con largas techumbres de cinc de establos y gallineros. Entre un pueblo y otro, hasta donde llegaba la vista, se extendían campos de árboles frutales, campos de trigo y de cebada y parcelas de alfalfa.
En el desvío de Qastina, el autobús volvió a hacer una parada de diez minutos. Subió y bajó gente, y también Shmuel se apeó y deambuló entre las dársenas polvorientas que apestaban a humo de tubo de escape. Por un instante le pareció que en aquellos lugares lo estaban esperando desde hacía tiempo, que incluso se hallaban sorprendidos por su demora y aguardaban a que se explicase o se disculpase. Compró en el quiosco un periódico, pero ni siquiera le echó un vistazo. En vez de mirar el periódico, alzó la vista para comprobar si la pálida luna seguía acompañándolo. Pensaba que esa luna pertenecía a Jerusalén y que lo lógico era que se quedase allí y dejara de seguirlo. Pero la luna seguía flotando entre los jirones de nubes, solo que estaba aún más pálida que antes. El conductor tocó el claxon para recoger a sus viajeros. Shmuel regresó a su sitio y no quitó ojo de los huertos ni de los campos de frutales que pasaban delante de él por la ventanilla y que se extendían hasta los pies de las montañas. Todo aquello lo alegró y todo aquello lo reconfortó. A ambos lados de la carretera había plantados eucaliptos que tenían una función militar, ocultar el movimiento de vehículos en las carreteras a los aviones enemigos. A medida que se alejaban hacia el sur, iba disminuyendo el número de pueblos nuevos, los pueblos de la región de Lakhish, y solo los vastos campos seguían extendiéndose a lo largo del camino hasta ser sustituidos poco a poco por pequeñas colinas peladas. También esas colinas estaban coloreadas de verde gracias a las lluvias del invierno, pero Shmuel sabía que era un verde efímero y que, en unas cuantas semanas, las colinas volverían a estar áridas y tostadas por el sol, y tan solo matorrales espinosos golpeados por los vientos del desierto seguirían agarrados a ellas con uñas y dientes.
Cuando el autobús llegó al atardecer a la estación de Beersheva, Shmuel dejó sobre el asiento el periódico que no había leído, se cargó el petate al hombro, recogió del portaequipajes el abrigo, el bastón y el gorro, compró un vaso de gaseosa, se lo bebió casi de un trago y fue a enterarse de cuándo y de dónde salía el autobús hacia la ciudad nueva construida al borde del cráter de Mitzpe Ramon. En la ventanilla de información le dijeron que el último autobús para Mitzpe Ramon ya había salido y que el próximo no saldría hasta el día siguiente a las seis de la mañana. Sabía que debía seguir preguntando algo más, pero no se le ocurrió qué preguntar. Por tanto, se fue de allí cojeando ligeramente, con el petate en el hombro izquierdo y el abrigo y el bastón en la mano derecha, se alejó de la estación y deambuló un rato por aquella pequeña ciudad que apenas conocía. Al final de las calles nuevas se veían grandes extensiones de desierto. Colinas de arena bajas y planas sobre las que estaban diseminadas algunas tiendas negras de pastores beduinos.
Los pies lo llevaron de calle en calle, todas iguales, calles de viviendas horrendas, hileras e hileras de bloques uniformes, con el yeso descascarillado, edificios alargados como cajas de tres o cuatro plantas que se desgastaban en una noche. En los patios se amontonaban trastos metálicos y trozos de muebles viejos. En uno de esos patios había una higuera algo enferma, y Shmuel, al que le gustaban los higos, se detuvo un instante junto a ese árbol y buscó con los ojos dos o tres frutos tempranos. Que no tenía ni podía tener, porque ninguna higuera da frutos a comienzos de la primavera, antes de la fiesta de la Pascua. Shmuel arrancó una hoja de la higuera y prosiguió con su carga calle abajo, a paso lento. A lo largo de las aceras, delante de los edificios, se arrastraban caravanas de cubos de basura, la mayoría sin tapa. En la calle estrecha, unos niños pequeños perseguían a voz en grito a un gato naranja que huía de ellos y que fue tragado por el espacio negro situado bajo los pesados pilares de hormigón sobre los que se apoyaban esos bloques de viviendas. Cardos y maleza crecían en los descampados. Aquí y allá se veía chatarra retorcida y oxidada. La mayoría de las contraventanas estaban cerradas y en los portales de los edificios había viejas bicicletas y algunas sillitas de niño atadas con cadenas.
Por la ventana del segundo piso se asomó una mujer joven y guapa con un vestido veraniego de colores, tenía el cabello largo y alborotado, sacó medio cuerpo fuera, sus tersos pechos se aplastaron contra el alféizar de la ventana, y tendió una camisa mojada en la cuerda. Shmuel la miró desde abajo. Agradable, delicada, amable e incluso simpática le pareció aquella mujer. Decidió dirigirse a ella, pedirle perdón, pedirle consejo, ¿adónde podía ir?, ¿qué debía hacer? Pero, mientras estaba buscando las palabras apropiadas, la mujer terminó de tender la camisa, cerró la ventana y desapareció. Shmuel permaneció inmóvil en medio de la calle vacía. Se quitó el petate del hombro. Lo dejó sobre el asfalto polvoriento. Sobre el petate puso con cuidado el abrigo, y también el bastón y el gorro. Y se preguntó.