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Una primaveral mañana de invierno en Jerusalén, un día bañado de azul, inundado de aromas a savia de pinos y a tierra mojada y envuelto por el canto de los pájaros, Shmuel Ash se levantó pasadas las nueve, se duchó, se espolvoreó un poco de talco para bebés por la barba y la frente, bajó a la cocina a tomar un café y a comer cuatro rebanadas de pan con mermelada de moras, se puso el abrigo, prescindió del gorro y del bastón con la cabeza de zorro y fue en dos autobuses al archivo estatal. Subió a paso rápido las escaleras, en diagonal, con la cabeza rizada y desgreñada dirigida hacia delante, por delante del cuerpo y de las piernas, cruzó precipitadamente el recibidor y buscó a alguien a quien poder preguntar. En el mostrador de información encontró a una mujer joven, de cabello claro, con los labios pintados de un rojo intenso y un generoso escote en la camisa. Alzó la vista hacia él, se sobresaltó un poco ante su aspecto de hombre de las cavernas y preguntó en qué podía ayudarlo. Shmuel, jadeando por culpa de la carrera por las escaleras, le comentó que sin duda ese era el día más bonito del año. Luego le dijo que era un crimen pasar un día así dentro de una oficina. Había que salir fuera de la ciudad, a las montañas, a los valles, a los bosques. Cuando ella le respondió que tenía razón, Shmuel le propuso con una tímida sonrisa que saliesen los dos juntos. En ese instante. Luego le preguntó dónde podía sentarse unas horas a leer los documentos de la Ejecutiva Sionista y los protocolos de las reuniones de la dirección de la Agencia Judía desde mediados del año cuarenta y siete hasta finales del invierno del cuarenta y ocho.

Como le pareció que estaba sediento, la recepcionista le preguntó si podía servirle un vaso de agua. Shmuel se lo agradeció y dijo sí, y luego cambió de idea y dijo: «No, gracias. No quiero hacerle perder tiempo». Ella le lanzó una sonrisa sorprendida y bondadosa y dijo:

—Aquí nunca tenemos prisa. Aquí el tiempo está detenido.

Luego lo envió al despacho del señor Sheindelevitch, situado en el sótano.

El señor Sheindelevitch, un hombre pequeño y enérgico, con el cuello desabrochado y una calva morena y pecosa rodeada por un anfiteatro de brillante pelo canoso, estaba sentado a su escritorio, delante de una antigua y pesada máquina de escribir, mecanografiando algo con extrema lentitud, con un dedo, como sopesando cada letra por separado. La habitación, situada por debajo del nivel del suelo, carecía de ventanas y estaba bañada por una débil luz amarillenta que procedía de dos bombillas desnudas. La sombra del hombre y la sombra de Shmuel caían sobre dos paredes distintas. En la pared de Shmuel estaban colgados los retratos de Herzl, Hayim Weizmann y David Ben Gurión, y en la pared de detrás del señor Sheindelevitch estaba colgado un gran mapa en color del Estado de Israel, con las líneas del armisticio del año cuarenta y nueve marcadas con una gruesa línea verde que dividía en dos la ciudad de Jerusalén.

Shmuel repitió su petición. El señor Sheindelevitch se quedó un buen rato mirándolo y, poco a poco, se fue dibujando en su rostro una sonrisa paternal, paciente, como si, a pesar de sorprenderse por esa extraña petición, reprimiese su expresión de sorpresa y disculpase la ignorancia de aquel hombre. Carraspeó, se tomó su tiempo, mecanografió otras dos letras en su antigua máquina de escribir, alzó la vista hacia Shmuel y respondió con una pregunta:

—¿El señor es investigador?

—Sí. No. De hecho sí. Estoy interesado en las dificultades que precedieron a la resolución sobre la fundación del Estado.

—¿En nombre de qué institución investiga el señor?

Shmuel, que no se esperaba esa pregunta, se quedó aturdido por un instante y después respondió algo inseguro:

—En el mío propio.

Y añadió en un repentino arranque de valor:

—¿No tiene cualquier ciudadano derecho a leer los documentos y a estudiar la historia del Estado?

—¿Y qué protocolos desea leer el señor?

—La Ejecutiva Sionista. La dirección de la Agencia Judía. Desde mediados del cuarenta y siete hasta la primavera del cuarenta y ocho.

Y añadió sin que nadie le preguntara:

—Estoy interesado en la decisiva discusión que precedió a la resolución sobre la fundación del Estado. Si es que realmente hubo tal discusión.

El señor Sheindelevitch se inclinó de pronto hacia delante, como conmocionado, como si le hubiesen pedido dar detalles de sus costumbres en la cama:

—Pero eso no es posible, señor. Eso es completamente imposible.

—¿Y por qué? —preguntó Shmuel, abatido.

—Ha hecho dos peticiones en una, y recibirá dos respuestas en una.

Entró en silencio una mujer mizrají de unos cincuenta años, con un largo vestido negro, una mujer delgada y de hombros caídos, portando una bandeja con dos vasos relucientes de té. Dejó un vaso delante del señor Sheindelevitch. El hombre le dio las gracias educadamente y preguntó al visitante:

—¿Al menos se tomará un té? ¿Para no irse de aquí completamente de vacío?

Shmuel dijo:

—Gracias.

—¿Gracias, sí? ¿Gracias, no?

—Gracias, no. En otra ocasión.

La mujer recogió su bandeja, se disculpó y salió de la habitación. El señor Sheindelevitch continuó donde lo había dejado, en voz baja, como endulzando un secreto:

—La documentación de la Ejecutiva Sionista no está aquí, señor. Está en el archivo sionista. Pero allí no encontrará nada salvo transcripciones de discursos, porque sus reuniones eran públicas. Respecto a los protocolos de las reuniones de la dirección de la Agencia Judía, los protocolos de los debates secretos, ese es material clasificado, estrictamente confidencial. Y seguirá siendo estrictamente confidencial durante cuarenta años más, según la ley de archivos y según la orden de protección de secretos de Estado. Si le parece bien —añadió el hombre sin sonreír—, está usted invitado a volver por aquí dentro de cuarenta años, puede que por entonces haya cambiado de idea y quiera tomarse un té conmigo. Espero que el té de la camarada Fortuna no se haya enfriado mientras tanto.

Se levantó, le tendió la mano y añadió con una pena que apenas podía ocultar cierto sarcasmo:

—Lamento mucho que se haya tomado la molestia de venir hasta aquí. También podría haberle dicho que no por teléfono. Mire, anote nuestro número de teléfono para que pueda llamar dentro de cuarenta años y no haga el camino en balde.

Shmuel estrechó la mano tendida hacia él y se dispuso a marcharse. Al llegar a la puerta, lo detuvo la fina voz del señor Sheindelevitch:

—Qué es lo que quiere saber. Todos y cada uno querían fundar un estado y todos y cada uno sabían que tendríamos que defendernos con la fuerza.

—¿También Shaltiel Abravanel?

—Pero él… —dijo el hombre y guardó silencio.

Mecanografió con el dedo otra letra en su máquina de escribir y añadió secamente:

—Pero él fue un traidor.