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Pensó en el pequeño piso de sus padres en una callejuela de Hadar Hacarmel, el piso al que se mudó su familia cuando se incendió el barracón de Kiryat Mutzkin. El piso tenía dos habitaciones, la habitación grande, que hacía las veces de salón, de comedor y también de dormitorio de sus padres, y la habitación pequeña, donde vivía su hermana Miri, que era cinco años mayor que él. Su cama estaba en el pasillo, entre la entrada de la diminuta cocina y la entrada del servicio. En la cabecera de su cama había una caja pintada de marrón que le servía de armario para la ropa, de escritorio para hacer los deberes y también de mesilla de noche. A los once años, Shmuel era un niño delgado, algo encorvado, con unos ojos grandes y asombrados, piernas de cerilla y rodillas siempre magulladas. Solo con el paso de los años, después de licenciarse del servicio militar, se dejó crecer la mata desgreñada de pelo y la barba de hombre de las cavernas bajo la que se ocultaba su cara fina y alargada. No le gustaban ni la mata de pelo, ni la barba, ni la cara infantil de debajo, pero creía que la barba de salvaje ocultaba algo de lo que un hombre debía avergonzarse.

De pequeño contaba con tres o cuatro amigos, de los más pusilánimes de la clase, uno era un recién llegado de Rumanía y otro era un poco tartamudo. Shmuel tenía una gran colección de sellos, y le gustaba enseñársela a sus amigos mientras les hablaba del valor de los sellos, sobre todo de los más raros, y también de los diferentes países de los que procedían. Era un niño sabiondo y parlanchín, pero, cuando los demás hablaban, apenas era capaz de escuchar y se cansaba a las tres o cuatro frases. Presumía sobre todo de los sellos de los países que ya habían dejado de existir, Ubangui-Chari, el Imperio austrohúngaro, Bohemia y Moravia. Podía darles largas charlas a sus amigos sobre las guerras y las revoluciones que habían borrado a esos países del mapamundi, aquellos que habían sido invadidos primero por los nazis y luego por Stalin, y aquellos que pasaron a ser regiones de nuevos países que surgieron en Europa tras la Primera Guerra Mundial, como Yugoslavia y Checoslovaquia. Los nombres de países remotos como Trinidad, Tobago, Kenia, Uganda y Tanganica le producían cierta nostalgia. Se imaginaba zarpando hacia esas regiones lejanas y participando en las guerras de las valerosas resistencias que lucharon para liberarse del yugo del invasor extranjero. Hablaba ante sus amigos con fervor y pasión y, lo que no sabía, se lo inventaba. Leía cuanto caía en sus manos: libros de aventuras, libros de viajes, novelas policíacas, novelas de terror, y también historias de amor que no comprendía, pero que le producían un extraño placer. Además, cuando tenía unos doce años, decidió leer completa la Enciclopedia Hebrea, tomo tras tomo, entrada tras entrada, por orden alfabético, porque le interesaba todo y, hasta las cosas que no entendía, lo fascinaban. Pero cuando llegó hacia la mitad de la letra Álef se cansó y lo dejó.

Una vez se fue con su amigo Menahem, el joven cuya familia procedía de Transilvania, a deambular un sábado por la mañana por uno de los barrancos llenos de vegetación de las laderas occidentales del monte Carmel. Se calzaron unas botas, se calaron unas gorras y se pertrecharon cada uno de un bastón, una cantimplora y una mochila que contenía mantas para levantar una tienda, pan, huevos duros y patatas para asarlas en una hoguera. A las cinco y media, poco antes del amanecer, ambos se pusieron en camino, atravesaron el barrio, bajaron al barranco, y hasta cerca de las once estuvieron subiendo por la ladera escarpada y enumerando pájaros cuyos nombres ninguno de los dos sabía. Excepto los cuervos, que daban vueltas graznando entre las grietas de la montaña y que les eran conocidos. Shmuel lanzó varios gritos estridentes hacia el barranco y aguardó la respuesta del eco, porque en su casa estaba prohibido alzar la voz.

A las once, tras varias horas caminando bajo el ardiente sol, ya se habían puesto rojos y estaban empapados de sudor salado. Shmuel señaló un repecho entre dos encinas y propuso hacer un alto, descansar y luego levantar allí una tienda, encender una hoguera y asar patatas. Por los libros, conocía las encinas de grandes copas de los países europeos, pero ahí, en las laderas del Carmel, las encinas ni siquiera eran árboles, sino unos matorrales que apenas daban sombra. Estuvieron un buen rato luchando con las estacas y las mantas, intentando levantar una tienda, pero los palos se negaban a clavarse en la tierra, a pesar de que utilizaron una piedra a modo de martillo y fueron alternándose, uno sujetaba el palo y el otro golpeaba con la piedra. Shmuel se agachó para coger una piedra grande y, en ese mismo instante, salió de su pecho un grito desgarrador. El escorpión le había picado en la mano, en la muñeca. El dolor era punzante, atroz, y también el pánico. Y como, al principio, Shmuel y Menahem no comprendieron lo que ocurría, Shmuel creyó que tal vez se le había clavado una esquirla de un cristal roto, y Menahem le cogió la mano, que empezaba a hincharse, e intentó encontrar y extraer la espina o la esquirla de cristal. Luego vertió agua de la cantimplora sobre el lugar de la picadura, pero el dolor, en vez de cesar, fue en aumento y, como Shmuel se retorcía y gritaba de dolor, Menahem le propuso que lo esperase sentado sobre la manta mientras él iba corriendo a pedir ayuda. De repente, Shmuel vio un escorpión amarillo reptando lentamente entre las hojas secas, el escorpión que le había picado, o puede que fuese otro escorpión. Empezó a temblar de arriba abajo porque estaba seguro de que se iba a morir. Una ola de terror y desesperación lo envolvió e hizo que empezara a correr barranco abajo, sujetándose la mano ardiente con la otra, corría y se caía, corría y sus pies tropezaban con montones de piedras y con ramas secas. Una o dos veces quedó tendido en el suelo y al instante se levantó y siguió corriendo con todas sus fuerzas, con la respiración muy acelerada, y su amigo Menahem corría tras él y no lograba alcanzarlo, porque el miedo y el dolor dieron alas a Shmuel.

Y como Menahem no sabía cómo podía ayudar, de pronto empezó a pedir socorro, gritando con voz aterrada, como si él fuese el herido, y así siguieron corriendo los dos por la pendiente rocosa, Menahem corriendo y gritando y Shmuel corriendo delante, aumentando la distancia entre ellos y templando de arriba abajo, pero sin gritar.

Al final llegaron a una carretera nueva que no conocían y se detuvieron, jadeantes y conmocionados. Al cabo de unos minutos pasó por allí una mujer que los recogió en su coche y los llevó a urgencias, y allí los separaron, a Shmuel le pusieron una inyección y a Menahem le dieron un vaso de agua fría. Shmuel se desmayó con la inyección y, cuando se despertó, vio a su padre y a su madre inclinados sobre él con las caras casi pegadas, como si por fin reinase entre ellos una calma efímera. Y se sintió orgulloso de sí mismo por haberles procurado esa calma.

Ambos le parecieron de pronto débiles y confusos, no dejaban de mirarlo con ojos aterrados, como si ahora ellos dependiesen de él y como si fuese él quien tuviese que ocuparse de ellos en aquel preciso instante. Tenía la mano vendada, el dolor había cesado un poco y su lugar lo ocupó una especie de amable arrogancia que lo llevó a murmurar: «No es nada, solo es una picadura de escorpión, nadie se muere por eso». Cuando salieron de su boca las palabras «nadie se muere por eso», sintió como una leve decepción, porque ya se había imaginado a sus padres de duelo por él y arrepintiéndose amargamente por todo el daño que le habían hecho desde que era pequeño. Unas horas más tarde, el médico de turno le dio el alta y le prescribió que descansase en casa, que comiese poco y bebiese muchos líquidos. Sus padres llamaron a un taxi, llevaron a Menahem a su casa y continuaron hasta la suya.

En casa lo acomodaron en la habitación pequeña, en la cama de su hermana, y trasladaron a Miri al rincón de Shmuel en el pasillo, entre la puerta de la cocina y la puerta del servicio. Durante dos días lo colmaron de sopa de pollo caliente, higaditos de pollo con puré de patata y arroz blanco y pudin con sabor a vainilla, y pasados dos días le dijeron «Ya está, basta de mimos, esta noche volverás a tu cama y mañana regresarás a la escuela». Y también llegó el turno de las reprimendas y los reproches. Su amigo Menahem fue a visitarlo, se sentía culpable, avergonzado, como un gusano, como si él hubiese picado a Shmuel, y hasta le regaló un sello muy raro y muy caro, un sello que Shmuel llevaba mucho tiempo deseando, un sello nazi con la cruz gamada y un retrato de Hitler. Al cabo de unos días desapareció la inflamación, le quitaron la venda, pero Shmuel no olvidaría jamás el cálido gozo que lo embargó junto con el miedo a morir, ni el secreto placer que le produjo la imagen de sus padres y de su hermana llorando sobre su tumba y arrepintiéndose por todo el mal que le habían causado desde su más tierna infancia. Recordaría siempre también a las dos guapas chicas de su clase, Tamar y Ronit, de pie junto a su lápida y abrazadas entre lágrimas. Y recordaría el contacto de la mano de su hermana Miri sobre su frente y su cabello. Ella se inclinó y lo acarició cuando estaba tendido en su cama y en su habitación como no lo había acariciado nunca antes ni volvería a acariciarlo jamás. En su familia se tocaban poco los unos a los otros. A veces recibía de su padre un fuerte bofetón y muy rara vez su madre posaba por un instante sus fríos dedos sobre su frente. Puede que solo para comprobar si tenía fiebre. Jamás había visto a sus padres tocarse, ni siquiera para quitarse una miga del chaleco, sin embargo, durante toda su infancia había sentido que su madre cargaba constantemente con una especie de resentimiento contenido, mientras que su padre ahogaba un tenso rencor. Sus padres apenas hablaban entre ellos y, cuando hablaban, lo hacían únicamente sobre aquello que había que solucionar. Fontanero. Formularios. Compras. Cuando su padre le hablaba a su madre, su boca se crispaba hacia abajo como si tuviese dolor de muelas. No sabía cuáles eran las causas del resentimiento de su madre y del rencor de su padre y, en el fondo, tampoco quería saberlo. Desde que tenía uso de razón, desde los dos o tres años, sus padres ya estaban alejados el uno del otro. Aunque casi nunca alzaban la voz ni reñían en su presencia. Algunas veces vio a su madre con los ojos rojos. A veces, su padre salía a la terraza a fumarse un cigarro y permanecía allí solo durante quince o veinte minutos y, cuando volvía, se sentaba en su silla y se ocultaba detrás del periódico. Sus padres eran personas educadas que sabían controlarse y no alzar la voz. Durante toda su infancia y su juventud, Shmuel se había avergonzado de ellos, y siempre estaba enfadado con ambos sin saber por qué: ¿por su debilidad? ¿Por su constante resentimiento?, ¿ese resentimiento de los inmigrantes que se dejan la piel por agradar a gente desconocida? ¿Por el cariño con el que no lo colmaban porque carecían de él? ¿Por la hostilidad contenida que reinaba casi siempre entre ellos? ¿Por su tacañería? Es cierto que siempre se ocuparon de cubrir todas sus necesidades: a pesar de su afán de ahorro, nunca le habían faltado ropa ni libros, un álbum ni un catálogo para su colección de sellos, una bicicleta por su bar mitzvá, incluso le costearon la carrera universitaria hasta que se arruinaron. Y, a pesar de todo, no podía querer ni a su padre ni a su madre. Lo asqueaba la mezcla de sumisión y amargura que mostraron durante toda su vida. El pasillo bajo y opresivo en el que lo instalaron durante toda su infancia y juventud. La mansedumbre de su padre, que siempre estaba recitando eslóganes del partido en el poder y los angustiosos silencios de su madre. Se pasó toda su infancia traicionándolos a los dos una y otra vez e inventándose unos padres completamente distintos, unos padres cariñosos y fuertes, sensibles, profesores de la universidad politécnica o intelectuales acomodados de la parte alta del Carmel, unos padres ingeniosos y llenos de afecto y de encanto, unas personas capaces de despertar en él, y también en los demás, respeto, amor y veneración. Jamás habló de eso con nadie, ni siquiera con su hermana. Ella lo llamaba de pequeño niño adoptado, niño abandonado, y decía: «A ti te encontramos en los bosques del Carmel». A veces su padre la corregía: «Pero qué bosques ni que bosques, lo encontramos en una callejuela junto al puerto». Su madre murmuraba tímidamente: «No fue así. Lo que pasó fue que los cuatro nos encontramos por pura casualidad». Shmuel estaba siempre enfadado consigo mismo por estar enfadado con ellos y siempre se culpaba a sí mismo de una oculta deslealtad. Como si perpetuamente hubiese sido un espía infiltrado en su familia.

Respecto a su hermana Miri, una joven bella, esbelta y castaña, desde que cumplió catorce o quince años estuvo rodeada de montones de chicas risueñas y de chicos altos, algunos eran dos o tres años mayores que ella y uno era oficial de infantería.

La picadura del escorpión la llevó Shmuel en su memoria como uno de los pocos recuerdos dulces de su infancia. Se pasó todos aquellos años encerrado siempre entre las paredes del lúgubre pasillo donde dormía, unas paredes renegridas por culpa de la lámpara de queroseno, que ardía allí cuando se iba la luz, y un techo bajo y enmohecido. Y durante dos o tres días fue como si se hubiese abierto una grieta en una de las paredes y por esa grieta hubiese aparecido algo que Shmuel no dejaría de añorar durante su adolescencia; e incluso ahora, de adulto, al acordarse de la picadura del escorpión, le embargaba un nebuloso deseo de perdonar al mundo entero y de amar a todo aquel que se encontrase por el camino.