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Una mañana, Atalia subió a la buhardilla y encontró a Shmuel sentado junto a la mesa garabateando en los papeles de la época en que aún esperaba terminar su trabajo sobre Jesús a ojos de los judíos y entregárselo al profesor Gustav Yom-Tov Eisenschloss. Se quedó en la entrada con una mano en la cintura, como una pastora de ocas en la pradera de la historia de Gershom Wald, una pastora de ocas plantada junto al río para vigilar a su rebaño. Llevaba un vestido de algodón liso de color melocotón con una fila de botones grandes por delante. Había decidido no abrocharse ni el primero ni el último botón. Llevaba un pañuelo de seda al cuello atado con un lazo y alrededor de las caderas un cinturón oscuro con una hebilla de nácar. Preguntó, como burlándose, qué le ocurría, porqué ese día se había levantado antes de que despuntara el sol (eran las once y cuarto). Shmuel dijo que los corazones rotos no dormían. A lo que Atalia respondió que lo cierto era lo contrario, era bien sabido que los de corazón roto huían siempre hacia el regazo del sueño. Shmuel dijo que también el sueño, como las mujeres, le daba con la puerta en las narices. Atalia dijo que precisamente por eso había subido ella hasta ahí, para abrirle una puerta, es decir, para informarle de que ese tarde venían a recoger al viejo en coche para llevarle a casa de sus amigos en el barrio de Rehavia y que, por tanto, Shmuel podía disponer de una tarde libre.

—¿Y tú? ¿También estás liberada esta tarde?

Ella giró la cabeza y fijó en él sus ojos castaños con un destello verdoso hasta que Shmuel se vio obligado a bajar la vista hacia el suelo. Atalia estaba muy pálida y su mirada, como si lo hubiese atravesado, parecía clavada en algo situado detrás de él, pero su cuerpo estaba vivo y latía y su pecho subía y bajaba al ritmo pausado de la respiración. Entonces precisó:

—Yo estoy liberada siempre. Y esta tarde también estoy libre. ¿Tienes alguna sugerencia? ¿Alguna sorpresa? ¿Algo tentador a lo que no me pueda resistir?

Shmuel propuso un paseo. Y después, ¿un restaurante? ¿O alguna película en el cine?

Atalia dijo:

—Tres propuestas aceptables. No precisamente en el orden que has dicho. Te invito al cine a la primera sesión, tú me invitas al restaurante, y lo del paseo, ya veremos. Estas noches son frías. Puede que solo volvamos andando a casa. Es decir, que nos acompañaremos el uno al otro. A Wald probablemente lo traerán de vuelta entre las diez y media y las once, y nosotros volveremos un poco antes para recibirlo. Baja esta tarde a la cocina a las seis y media. Estaré preparada y esperándote en la cocina. Y, si por casualidad me retraso, no te importará esperarme un rato, ¿verdad?

Shmuel murmuró gracias. Unos diez minutos estuvo asomado a la ventana intentando contener su alegría. Sacó del bolsillo el inhalador y aspiró dos veces profundamente, porque con tanta emoción le costaba respirar. Luego se sentó en su silla frente a la ventana y miró el patio, al que los pálidos rayos del sol daban un brillo mojado. Se preguntó de qué hablaría esa tarde con Atalia. En el fondo, ¿qué sabía de ella? Que era una viuda de unos cuarenta y cinco años, hija de Shaltiel Abravanel, el que intentó contradecir a Ben Gurión durante la guerra de la Independencia y fue expulsado de su puesto, y que ahora estaba ahí, en esa casa vieja y cerrada, con el inválido Gershom Wald, que decía de ella que era «su compradora». Pero ¿qué relación había entre ellos? ¿A cuál de los dos pertenecía ahora esa casa que tenía grabadas en el portón de hierro las palabras «Casa de Joaquín Abravanel, Dios le dé fuerzas para decir que el Señor es justo»? ¿Acaso Atalia, igual que él, no era más que una inquilina de Gershom Wald? ¿O Wald era el inquilino de Atalia? ¿Y quién era Joaquín Abravanel? ¿Y qué unía al anciano inválido y a esa mujer fuerte que se colaba por las noches en sus sueños? ¿Y quiénes fueron sus predecesores en la buhardilla y por qué desaparecieron? ¿Y por qué le hicieron firmar el compromiso de mantener su trabajo en secreto?

Shmuel decidió investigar todas esas cuestiones una por una y, con el tiempo, encontrar una respuesta clara a cada una de ellas. Y entretanto se duchó, se espolvoreó por la cara talco para bebés, se cambió de ropa e intentó en vano peinar un poco su encrespada barba. Esa barba siguió rebelde y salvaje incluso después de peinarla. Shmuel se dijo en voz baja: «Déjalo. Para qué. No tiene sentido».