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Por la noche, en la cama, se acurrucaba con la manta, apagaba la luz, veía el resplandor de los relámpagos en la pared de enfrente y oía los puñetazos de la lluvia y las ondas de truenos como golpeando con cadenas de hierro el tejado cercano a su cabeza. Y es que su cama estaba situada en la parte más baja de la buhardilla, de modo que podía alargar el brazo, tocar el techo inclinado y saber que las yemas de sus dedos y las fuerzas de la naturaleza estaban separadas solo por cuatro o cinco centímetros de yeso y tejas.

La cercanía del frío, el viento y la lluvia lo sumergía en un profundo sueño, pero al cabo de media hora, una hora a lo sumo, se despertaba porque le parecía haber oído abajo el chirriar de una puerta o el sonido de pasos en el patio. Al instante saltaba hacia la ventana, atento como un ladrón, y miraba por las ranuras de la persiana para ver si ella estaba saliendo hacia la noche. O al contrario, si estaba cerrando la puerta tras regresar a casa. ¿Sola? ¿O no?

Esa posibilidad provocaba en Shmuel un arrebato de ira ciega mezclada con compasión por sí mismo y amarga animadversión hacia ella: ella y sus secretos. Ella y sus misteriosos juegos. Ella y los hombres desconocidos que tal vez deambulaban por la casa, que entraban y salían en noches de viento y lluvia. ¿O era ella la que salía a hurtadillas hacia ellos?

Pero ¿es que te debe algo? ¿Es que, porque tú le hayas contado todas esas historias desdichadas sobre tus desengaños, sobre tus abandonos y sobre pusilánimes hidrológicos, ella debe contarte a cambio la historia de su vida o los detalles de sus relaciones? ¿Por qué? ¿Qué tienes tú que ofrecerle? ¿Y qué derecho tienes a esperar de ella algo más que el sueldo convenido y que los acuerdos sobre la cocina y la colada a los que llegaste con ella el día en que viniste aquí?

Entonces volvía a la cama, se acurrucaba, escuchaba la lluvia o el profundo silencio entre chaparrón y chaparrón, se quedaba dormido unos minutos, se despertaba decepcionado o furioso, encendía la luz de la cabecera, leía tres o cuatro páginas sin entender lo que ponía, apagaba, daba vueltas, luchaba a oscuras por sofocar los tormentos de su deseo debajo de la manta, encendía, se incorporaba, oía el ruido de una moto nocturna a lo largo de las callejuelas vacías, lo inundaba una ola de furioso odio hacia ella, y también en cierta manera hacia su mimado anciano, se levantaba, caminaba por la habitación, se sentaba junto al destartalado escritorio o sobre el ancho alféizar de piedra de la ventana, como si la tuviera justo delante, veía su figura mientras se quitaba lentamente las botas y las medias, con el vestido un poco subido, con la línea de sus pantorrillas blanqueando en la oscuridad y sus ojos dirigidos hacia él y riéndose con sarcasmo: ¿Sí? ¿Perdón? ¿Querías algo de mí? ¿Qué es exactamente lo que necesitas esta vez? ¿La soledad agobia un poco? ¿O los remordimientos? Y de nuevo él corría hacia la ventana, hacia la puerta, hacia su pequeña cocina, se servía medio vaso de vodka barato y se lo bebía de un trago, como una amarga medicina, volvía a la cama, maldecía su deseo y la sonrisa irónica de Atalia, odiaba el destello verdoso de sus ojos castaños que se burlaban de él, completamente seguros de su poder, y su cabello oscuro que le caía sobre el pecho izquierdo, odiaba sus pies descalzos y sus rodillas que blanqueaban justo enfrente de él después de quitarse las medias. De nuevo la lluvia golpeaba las tejas justo encima de su cuerpo febril, y el viento torturaba las copas de los cipreses delante de su ventana, y Shmuel tenía que vaciar su deseo entre sus dedos y, al instante, lo inundaba una ola turbia de vergüenza y de asco y juraba que abandonaría esa casa, al anciano loco y a la mujer viuda, si es que realmente era viuda, que lo torturaba sin piedad. Se iría mañana o pasado. O como muy tarde a principios de la próxima semana.

Pero ¿adónde iría?

A las nueve o diez de la mañana se despertaba de nuevo, espeso y destrozado por haber dormido mal, con los ojos llenos de lágrimas de compasión por sí mismo, maldecía su cuerpo y su vida, discutía consigo mismo, levántate de una vez, desgraciado, levántate o la revolución empezará sin ti, e imploraba otros diez minutos, o cinco, se daba la vuelta, se dormía de nuevo, volvía a despertarse y ya era casi mediodía. Y a las cuatro y media tienes que estar ya en tu puesto en la biblioteca, y ella, la viuda negra, si por casualidad ha ido a la cocina a tomarse un té y se ha quedado allí un cuarto de hora, tú has vuelto a perdértela. Ahora por qué no te vistes ya de una vez y sales de la casa a por la comida que hará también las veces de desayuno, y de hecho también de cena, porque por la noche no cenarás nada salvo dos gruesas rebanadas de pan con mermelada y los restos de la papilla que la vecina Sara de Toledo le trae a Gershom Wald cada tarde, cumpliendo con el acuerdo modestamente remunerado al que llegó con ella Atalia Abravanel.