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Querido hermano:

Esta noche aquí, en Roma, ha nevado un poco, pero la nieve se ha derretido antes de llegar a las carreteras, a las aceras y a los monumentos. Qué pena. Aún no he visto Roma nevada. No es que camine mucho por la ciudad. Ya llevo tres años y medio aquí y aún no he visto nada. Me paso el día estudiando o en el laboratorio, por la tarde trabajo como ayudante en una farmacia y por las noches, cuatro horas en la oficina de telégrafos. El dinero de esos dos trabajos me llega apenas para pagar la carrera, la habitación compartida con una estudiante nerviosa de Bélgica y una sencilla comida dos veces al día: pan, leche, verduras, espagueti o arroz y una taza de café solo.

Ya sé que tampoco tu vida es fácil desde que papá perdió el juicio contra aquel bastardo y nuestra empresa Gaviota quebró. Lo sé a pesar de que casi no me escribes. Durante los dos últimos meses apenas has escrito dos brevísimas cartas diciendo solamente que has dejado los estudios universitarios y has encontrado trabajo y alojamiento en una vieja casa de Jerusalén. También me contabas en dos líneas lo de la boda de Yardena. La palabra soledad no aparece ni una sola vez en tus cartas, pero cada palabra tuya desprende un olor a soledad. También de pequeño eras siempre un niño singular: te quedabas inmerso en tu colección de sellos o subías tú solo a la azotea y te pasabas horas allí soñando. Llevo años intentando hablar contigo de ti, pero tú te escabulles y empiezas a hablarme de Ben Gurión o de las Cruzadas. Bueno, más que a hablar, a dar una conferencia. Esperaba que Yardena te sacará un poco de tu caparazón. Pero ese caparazón eres tú.

Imagino tu vida en el sótano de alguna casa oscura y a punto de derrumbarse, con tu inválido, que sin duda será un pesado enfermizo y caprichoso, un viejo medio senil que está todo el rato mandándote todo clase de encargos, comprarle sellos, llevarle el periódico o tabaco para su pipa, y tú te pasas casi todas las horas del día sirviéndole (¿de la mañana a la tarde?, ¿o también por las noches?) y, a cambio, él o sus familiares te pagan unos céntimos, porque han tenido la bondad de permitirte vivir en su casa. ¿Al menos no estarás pasando frío en ese invierno jerosolimitano?

Hasta hace algunas semanas, aún tenía la esperanza de que te casases con Yardena, aunque la verdad es que también ella me preocupaba. Una vez, hace dos años, cuando papá aún podía darme dinero para ir de vacaciones a Israel, un día fui a verte a Jerusalén, ¿te acuerdas?, y allí, en la habitación que tenías alquilada en el barrio de Tel Arza, conocí a Yardena. Me pareció completamente distinta a ti, todo lo distinta que puede ser una persona de otra. No precisamente distinta para mal. Tú eres como eres, y ella rebosa alegría, es bulliciosa, casi infantil. Tú te ponías a estudiar, y ella se ponía enfrente de ti a tocar la armónica sin tener ni idea de cómo se hacía. Tú, como siempre, ya estabas cansado a las nueve de la tarde y querías irte a dormir, y ella te hacía salir a la fuerza, al cine, a las cafeterías, a visitar a amigos comunes. Pese a todo, me pareció que encajabais bastante bien. Pensé que, tal vez, poco a poco iría sacando de tu interior a un Muli distinto, liberado, amante de la vida, incluso hedonista. Tal vez.

¿Por qué os separasteis Yardena y tú? ¿Qué es eso de «decidió volver con su antiguo novio y casarse con él»? ¿Qué pasó? ¿Os peleasteis? ¿La engañaste? ¿Yardena quería que os fueseis a vivir juntos y tú te negaste? ¿Ella quería casarse contigo? ¿O es que tú quisiste romper la relación y volver a tu habitual soledad? ¿También ella ha dejado los estudios? Pero, en el fondo, qué más me da a mí lo que ella haga. Lo que me importa es que tú has regresado a tu isla desierta. Y si ya habías decidido destruir tu carrera académica con tus propias manos, cuando estabas a punto de terminar el máster con sobresaliente, ¿no podrías haber vuelto a Haifa, por ejemplo, buscar un trabajo apropiado, estar cerca de papá y mamá, hacer nuevas relaciones o retomar alguna del pasado?, ¿igual que ha hecho Yardena?

Muli, recuerdo que cuando tenías once años y yo dieciséis, en una ocasión nos fuimos los dos solos a pasar el día a Tel Aviv. Mamá me dio dinero y dijo pasadlo bien. Papá tenía por entonces buenos ingresos de la empresa Gaviota. También papá nos animó: Marchaos. Al lado de Tel Aviv, nuestra Haifa solo es un pueblo adormecido. Volved esta noche a Haifa en el último autobús. O no volváis. Quedaos a dormir en Tel Aviv, en casa de la tía Edith. Voy a llamarla. Estará encantada de hospedaros.

Te recuerdo subiendo detrás de mí al autobús, para ir desde Hadar Hacarmel hasta la estación, con unos pantalones cortos color caqui, con tu eterna navaja colgada del cinturón, con sandalias, con un gorro de color caqui que mamá te obligó a coger para protegerte del sol. Recuerdo tu corta sombra cayendo sobre las paredes, porque, como siempre, ibas caminando junto a la pared. Un niño pálido, callado, introvertido. Cuando te pregunté si preferías ir a Tel Aviv en autobús o en tren, dijiste, ¿qué más da? Y luego dijiste: lo que tú quieras. Estabas inmerso en tus pensamientos. No en tus pensamientos, sino, al parecer, en un pensamiento único y constante que no querías compartir conmigo. Que no querías compartir con nadie.

Recuerdo que te dije por el camino (pese a todo fuimos en tren) que tenías que mostrar un poco de entusiasmo: un día de diversión en Tel Aviv, tenemos un montón de dinero, somos ricos, tenemos miles de posibilidades, ¿qué prefieres? ¿El zoológico? ¿La playa? ¿Ir en barca por el Yarkón? ¿Recorrer el puerto de Tel Aviv? A cada una de las posibilidades tú me contestaste: sí. Genial. Cuando te obligué a elegir, al menos a elegir por dónde empezar, me contestaste: me da igual. Y de repente empezaste a darme una conferencia sobre el sistema suizo de movilización de las fuerzas en la reserva, un sistema que nosotros estábamos copiando.

Esa tristeza tuya. A pesar de que algunas veces eres capaz de ser un hablador infatigable, de dar discursos y conferencias en toda regla, y hasta con apasionado entusiasmo, pero siempre conferencias y discursos. Nunca una conversación. Nunca disposición para escuchar.

Yo no soy igual que tú. Yo siempre tengo dos o tres amigas. En Haifa tuve un novio. Y después otro. Aharon. Te acuerdas de él. El monitor de los boy scouts. Y también ahora, en Roma, tengo a alguien. Un chico que nació y creció en Milán, traduce literatura española al italiano, Emilio, bueno, de hecho no es un chico, es un hombre divorciado de treinta y ocho años, es decir, siete u ocho años mayor que yo. Tiene una hija de diez años, Sofía, a la que llamamos Sonia, que ahora parece estar más unida a mí que a su propia madre. Su madre vive en Bolonia y tiene poca relación con ella. En vez de Miri, Sonia me llama Mari. Solo Emilio insiste en llamarme Miri. Cara Miri. Con una mano acaricia mi nuca y con la otra la nuca de Sonia. Como un punto de unión entre las dos.

No tenemos tiempo para vernos, salvo los fines de semana, porque yo estudio y, como ya te he dicho, trabajo en dos sitios. Emilio trabaja en casa, cuando le resulta más cómodo, normalmente por la mañana temprano. Le gustaría que nos viésemos cada día, y también Sonia sería feliz si me fuese a vivir con ellos. Pero ellos viven en la otra punta de Roma, lejos de la universidad, lejos de la farmacia y de la oficina de telégrafos. Y yo estoy inmersa en los estudios, en las prácticas de laboratorio y en mis dos trabajos. Solo los sábados por la tarde voy a casa de Emilio y me quedo con él y con la pequeña Sonia hasta el domingo por la tarde. El domingo siempre me levanto a las cuatro de la madrugada y les preparo comida para toda la semana. Después, los tres vamos al parque cercano a su casa o damos una pequeña vuelta en barca por el río o, cuando hace buen tiempo, salimos de la ciudad en autobús y hacemos un pícnic en un bosque de pinos, a la sombra de unas antiguas ruinas.

El domingo por la tarde, Emilio y Sonia me acompañan a mi trabajo en la farmacia y nos despedimos con un largo abrazo. Durante la semana, hablamos casi todas las tardes por teléfono. Yo no tengo teléfono en mi habitación, pero el dueño de la farmacia me permite usar el suyo.

Emilio sabe que no tengo dinero y que trabajo más de la cuenta. También conoce la razón por la que papá y mamá han dejado de costear mis estudios. Sabe perfectamente que vivo con muchas estrecheces. Y aunque la traducción le da unos ingresos muy escasos, se ha ofrecido varias veces a ayudarme con una pequeña aportación económica. Yo me he negado una y otra vez, y hasta me he enfadado un poco con él. No comprendo por qué me he negado. Y aún comprendo menos por qué me he enfadado. Al parecer, mis negativas lo han ofendido, pero no lo ha expresado con palabras. Igual que tú. Me gusta su generosidad. Siempre he creído que la cualidad más atractiva en un hombre, la cualidad más varonil, es precisamente la generosidad. Y tú, Muli, ¿no podrías buscar un trabajo de traducción, como Emilio, o dar clases particulares? El que hayas dejado los estudios ha sido una gran decepción para mamá, para papá y para mí. Siempre te he imaginado como estudiante, como académico, como investigador, como educador, como profesor, incluso algún día como un ilustre catedrático. ¿Por qué has traicionado todo eso? ¿Por qué, de pronto, lo has tirado todo por la borda? ¿Solo por la bancarrota de papá?

Si tuviese dinero, ahora mismo haría un breve paréntesis en mis estudios de Medicina, iría a Israel a pasar dos o tres semanas, iría a verte a Jerusalén, te sacaría de la tumba que tú mismo te has cavado, te sacudiría con todas mis fuerzas para que reaccionases, te buscaría un trabajo y te obligaría a retomar los estudios. Hasta ahora solo has perdido un semestre. Aún se puede arreglar. En aquel viaje a Tel Aviv, cuando tú tenías once años y yo dieciséis, estuvimos todo el día dando vueltas por las calles, entre escaparates que apenas mirábamos, empapados de sudor porque hacía un día bochornoso, tomamos dos gaseosas, nos comimos dos helados, entramos a mitad de una película francesa en blanco y negro, volvimos a Haifa mucho antes de que saliera el último autobús. No nos quedamos a dormir en casa de la tía Edith. Recuerdo que te pregunté qué es lo que querías, Muli, y tú dijiste que querías saber qué sentido tenía. Esa fue nuestra única conversación aquel día. A lo mejor hablamos un poco sobre otras cosas, sobre la gaseosa y el helado, por ejemplo, pero yo solo recuerdo aquella frase tuya: quiero encontrar qué sentido tiene. A lo mejor, Muli, ha llegado por fin el momento de que dejes de buscar la verdad que no existe y empieces a vivir tu vida.

¿Hay algo en ti que quiere un castigo? ¿Pero por qué exactamente te castigas a ti mismo? Escríbeme. No vuelvas a escribirme cuatro o cinco líneas, «estoy bien todo bien es invierno en Jerusalén tengo un trabajo sencillo varias horas al día y me paso el resto del tiempo leyendo y deambulando por la ciudad». Eso es más o menos lo que me dijiste en tu última carta. Escríbeme una carta de verdad. Escríbeme pronto. Miri.