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Pero Shmuel Ash no llegó aquella noche a la cita con Atalia. Cuando iba a salir de la casa con sus andares alocados, con el gorro shapka en su cabeza desgreñada, el abrigo abrochado hasta el cuello, los pantalones a lo que les faltaba un botón, tropezó de pronto con el escalón de madera improvisado de la entrada de la casa. Más que tropezar, dejó caer todo su peso sobre el borde del escalón e hizo que se elevase como una palanca y lo lanzase hacia atrás. Cayó de espaldas contra la pared, se golpeó la cabeza contra el muro y luego contra las baldosas, hasta que quedó tendido de espaldas con el pie izquierdo retorcido debajo. Un intenso dolor le atravesó el tobillo. Primero sintió más dolor en el cráneo que en el tobillo. El gorro había salido disparado y había rodado por el pasillo. Tal y como estaba, tumbado todo lo largo que era, Shmuel se llevó la mano a la cabeza y, con la yema de los dedos, sintió cómo se iba formando un charco caliente de sangre debajo de su pelo. Permaneció un rato tumbado sin moverse y, sorprendentemente, descubrió que se estaba riendo. Estaba riéndose y gimiendo al mismo tiempo. A pesar del dolor, le hizo gracia la caída, como si le hubiese pasado a otro y no él, o como si hubiese hecho alguna travesura sorprendente y divertida. Cuando intentaba sin éxito levantarse y ponerse al menos de rodillas, se oyó a lo lejos el ruido de las muletas de Gershom Wald. El anciano, que había escuchado el golpe desde su habitación, apareció renqueando por el pasillo y enseguida vio el cuerpo retorcido, la sangre fluyendo de la maraña de pelo encrespado y formando un reguero sobre el suelo, y la torcedura del tobillo. Dio media vuelta, se apresuró en llegar con las muletas hasta el escritorio, llamó a emergencias y pidió una ambulancia. Después volvió cojeando por el pasillo, se agachó con dificultad, apoyándose en una sola muleta, se sacó del bolsillo un pañuelo de cuadros, lo puso sobre la cabeza ensangrentada de Shmuel y dijo:
—Esta casa no te trae suerte. De hecho, a ninguno de nosotros nos la trae.
Shmuel se rio:
—Ahora yo también necesitaré un par de muletas. O una silla de ruedas. Habrá cuatro muletas aquí. —Pero su risa se convirtió en un gemido de dolor.
Unos veinte minutos más tarde llegó un sanitario sin afeitar y con bata blanca acompañado de dos camilleros pequeños, oscuros y ágiles; ambos eran delgados y se parecían casi tanto como si fuesen gemelos, solo que uno de ellos tenía los brazos anormalmente largos, ambos estaban completamente calvos, solo que el de los brazos largos tenía un bulto en la parte izquierda de la calva. Los camilleros trasladaron a Shmuel a la ambulancia. Entretanto, no pronunciaron apenas ni una palabra. El sanitario se inclinó y, con el índice y el pulgar, le tomó el pulso a Shmuel en la muñeca, le cortó con unas pequeñas tijeras unos mechones de pelo, le desinfectó la herida sangrante de la cabeza y se la tapó con gasas y esparadrapo. Y como Shmuel había roto al caer el escalón de madera, los camilleros tuvieron que levantar la camilla en diagonal y subirla desde el pasillo hasta el rellano de la puerta. Primero pusieron los pies de la camilla sobre el rellano elevado, luego el del bulto subió desde el pasillo hasta el rellano de la puerta y tiró de los pies de la camilla hacia el umbral. Mientras, su compañero colocó el escalón de madera roto, agarró los dos asideros situados a ambos lados de la cabeza del herido y alzó la camilla, y juntos la sacaron por el pequeño jardín, atravesaron el portón desencajado y la metieron en la ambulancia centelleante, que estaba allí mismo, con el motor encendido y las puertas traseras abiertas en dirección al portón del jardín.
De camino, el sanitario envolvió la cabeza de Shmuel con una venda blanca en la que al instante se fue extendiendo una mancha de sangre. Unos minutos antes de las diez, lo llevaron a la sala de urgencias del hospital Shaarei Tzedek de la calle Yafo. Le pusieron una inyección para calmarle el dolor, le hicieron una radiografía del tobillo, encontraron una pequeña fisura, pero no fractura, se lo escayolaron y lo dejaron en observación en traumatología.
Al día siguiente, a las siete de la mañana, llegó Atalia con un jersey azul celeste, una falda azul oscuro y una bufanda roja, los grandes pendientes de madera se balanceaban en los lóbulos de sus orejas, el pelo le caía sobre el hombro izquierdo y tapaba en parte una pequeña horquilla plateada que parecía una concha. Se quedó un instante parada en la entrada de la habitación observando las ocho camas que había allí, cuatro a cada lado, dos de ellas vacías. Cuando su mirada se encontró con Shmuel, en vez de acercarse a él enseguida, permaneció un poco más junto a la puerta, mirándolo como si hubiera algo nuevo en él, algo desconocido hasta el momento. Sus bondadosos y tímidos ojos de almendra acariciaron la figura de Atalia con sumisión y modestia, y a ella se le encogió el corazón. Shmuel yacía cubierto por una sábana en la tercera cama de la izquierda. Su pie escayolado estaba destapado y en alto. Cuando ella se acercó, él cerró los ojos. Atalia se inclinó, le colocó con delicadeza la sábana y le acarició suavemente las barbudas mejillas. Tocó la venda que blanqueaba alrededor de su frente y le revolvió con los dedos los rizos de la cabeza.
Él abrió los ojos, acarició con cautela la mano que lo acariciaba, una mano que le pareció mucho más vieja que el rostro y que el cuerpo, y decidió sonreír. Pero en su rostro se dibujó una expresión de dolor y de complacencia.
—¿Duele mucho?
—No. Apenas nada. Sí.
—¿Te han dado algo para el dolor?
—Algo me han dado.
—¿No te ha hecho efecto?
—No. Apenas nada. Un poco.
—Voy a hablar con ellos. Enseguida te darán algo que te haga efecto. Mientras tanto, ¿quieres beber? ¿Agua?
—No importa.
—¿Sí o no?
—No importa. Gracias.
—Me han dicho que te has fisurado la articulación del tobillo.
—¿Me estuviste esperando anoche?
—Casi hasta las doce. Pensé que se te había olvidado. No pensé que se te había olvidado. Pensé que te habías quedado dormido.
—No me quedé dormido. Salí corriendo, temía llegar tarde, y me caí en el escalón.
—¿Saliste corriendo por la emoción?
—No. Tal vez. Sí.
Atalia posó una mano fría sobre la frente vendada de Shmuel y acercó tanto su rostro al de él que, por un instante, su nariz captó el sutil perfume de violetas y el olor de su aliento, que era una mezcla de olor a pasta de dientes y a champú. Luego ella se incorporó y se fue a buscar a un médico o a una enfermera para pedir algo que le calmara el dolor. Sentía que ella era la culpable de su lesión, aunque esa sensación no tenía ninguna lógica. Pese a todo, decidió quedarse con él hasta que lo devolvieran a casa al mediodía, después de la visita de los médicos. Una enfermera delgada y alta, con el pelo recogido en un pequeño moño sobre la nuca, le dio a Shmuel una píldora con un vaso de agua y dijo que a las diez llegaría el fisioterapeuta para enseñarle a utilizar las muletas, y después seguramente lo mandaría a casa. Él se acordó de pronto del hospital de Haifa donde lo ingresaron de pequeño tras la picadura del escorpión. Se acordó del contacto de la mano fría de su madre sobre su frente. Y alargó la mano y encontró la mano de Atalia, la agarró y entrelazó sus dedos con los suyos.
Atalia dijo:
—Siempre vas corriendo. ¿Por qué vas siempre corriendo? Si no hubieses corrido, no te habrías caído en el pasillo.
Shmuel dijo:
—Corría hacia ti, Atalia.
—No había ninguna razón para correr. El hombre al que tenía que observar en el bar de Fink ni siquiera apareció por allí. Estuve sola hasta cerca de medianoche, esperándote. Dos hombres jóvenes, uno después de otro, se acercaron a mi mesa e intentaron hacerse los interesantes, uno con un cotilleo sobre una actriz y el otro con algo confidencial sobre las actividades de uno de los servicios secretos. Pero los eché a los dos. Les dije que estaba esperando a alguien y que prefería esperar sola. Me tomé un gin-tonic, comí pistachos y almendras y seguí esperándote. No sé por qué te esperé. Tal vez te esperé porque estaba segura de que te habías perdido por el camino.
Shmuel no respondió a eso. Apretó los dedos de Atalia con los suyos buscando algo que decir. Y, como no se le ocurrió nada, se acercó a los labios la mano entrelazada a la suya y pegó los labios a los dedos de Atalia, no con un beso, sino tan solo con un roce. Y al instante paró.
Un poco antes de las diez, llegó un chico bajo, regordete, con la cara roja como si estuviera en carne viva, sin piel. Llevaba una arrugada bata blanca y una kipá negra sujeta con una horquilla que flotaba sobre su fino cabello. El chico levantó a Shmuel de la cama, lo puso de pie sobre una pierna y empezó a enseñarle a usar las muletas. Como Shmuel había tenido muchas ocasiones de observar a Gershom Wald, no le costó aprender a colocarse las muletas debajo de las axilas, a agarrar bien las empuñaduras y a avanzar con cuidado entre las camas con el pie escayolado suspendido en el aire. Atalia y el fisioterapeuta lo sujetaban cada uno de un lado. Un cuarto de hora más tarde, ya fue capaz de salir de la habitación acompañado por sus dos ángeles, caminar con sus muletas hasta el final del pasillo y volver con bastante agilidad. Después descansó un rato y volvió a dar otra vuelta, esta vez él solo. Atalia vigilaba a unos dos pasos por detrás, lista para sujetarlo en caso necesario. Shmuel dijo:
—Mira, camino yo solo.
Luego dijo:
—Pasarán varias semanas hasta que pueda volver a trabajar.
Atalia respondió:
—No hay ningún problema. Trabajarás esta misma tarde. Os sentaréis el uno enfrente del otro como de costumbre, el viejo hablará todo el rato y tú, por supuesto, le llevarás la contraria en todo. Yo os proporcionaré papilla y té y también daré de comer a los peces de colores en tu lugar.
Cuando regresaron al callejón Rabbi Elbaz en el taxi que pidió Atalia, ella cortó con unas tijeras la pernera izquierda de los pantalones de pana de Shmuel y lo ayudó a ponérselos encima de la escayola. Luego lo tumbó en la biblioteca, en el diván de mimbre de Gershom Wald, le ofreció un té y una rebanada de pan con queso y se fue a abrir, a ventilar y a arreglar para Shmuel la habitación de al lado, esa habitación de la planta baja que siempre estaba cerrada con llave, la habitación en la que Shmuel jamás había puesto un pie, la habitación de su padre. Puso una sábana, una manta y una almohada en el estrecho sofá. A su buhardilla él no podía subir mientras tuviese el pie escayolado. Casi desde el mismo día en que llegó a casa de Abravanel, Shmuel había deseado entrar en aquella habitación cerrada. Siempre había sentido que allí lo aguardaba una revelación. O una inspiración. Como si ese fuese el corazón sellado de la casa. Y resulta que ahora, gracias al accidente nocturno, la puerta se abría ante él. Se preguntaba qué sueños tendría allí por la noche.