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Gershom Wald dijo:

—Yo estoy muy lejos de todos esos que pretenden arreglar el mundo, pero ese hombre no es así, él es un gran realista. Él fue el único que percibió a tiempo la pequeña brecha de la historia y, en el momento oportuno, logró hacernos pasar a través de ella. No él solo. Claro que no. De no ser por mi hijo y sus compañeros, estaríamos todos muertos.

Shmuel dijo:

—Con la Operación Sinaí, su Ben Gurión ató a Israel a la cola de dos potencias colonialistas condenadas a la decadencia y la degeneración, Francia e Inglaterra, y así solo consiguió hacer más profundo el odio árabe hacia Israel y convencer definitivamente a los árabes de que Israel era un cuerpo extraño en la región, un instrumento en manos del imperialismo mundial.

Wald dijo:

—Tampoco antes de la Operación Sinaí tus árabes le tenían mucho cariño a Israel, e incluso…

Shmuel interrumpió al anciano:

—¿Y por qué iban a querernos? ¿Por qué cree que los árabes no tienen derecho a enfrentarse con todas sus fuerzas a unos extraños que llegaron aquí de pronto como de otro planeta y les quitaron su tierra, campos, pueblos y ciudades, las tumbas de sus antepasados y la heredad de sus hijos? Nosotros nos decimos que solo vinimos a esta tierra para reconstruirla y reconstruirnos a nosotros mismos, para redimir la heredad de nuestros antepasados, etcétera, etcétera, pero dígame si existe un solo pueblo en el todo mundo que habría recibido con los brazos abiertos una invasión repentina de cientos de miles de extranjeros, y luego de millones, que aterrizaron aquí desde lugares lejanos con el extraño argumento de que los libros sagrados que traían con ellos les prometían a ellos y solo a ellos toda esta tierra.

—Por favor, ¿serías tan amable de servirme ahora otro vaso de té? ¿Podrías de paso servirte otro a ti? Tú y yo no vamos a hacer cambiar a Ben Gurión de opinión tanto si nos tomamos un té como si no. Shaltiel Abravanel, el padre de Atalia, intentó en vano convencer a Ben Gurión, en el año cuarenta y ocho, de que aún era posible llegar a un acuerdo con los árabes sobre la marcha de los británicos y el establecimiento de un condominio para árabes y judíos si aceptábamos renunciar a la idea del Estado judío. Bueno. Por eso fue expulsado de la Ejecutiva Sionista y de la dirección de la Agencia Judía, que de hecho era el gobierno judío oficioso a finales de la época del Mandato británico. Algún día, tal vez Atalia se apacigüe y te cuente toda esa historia. Yo mismo, lo confieso y no me avergüenzo, me puse en ese debate del lado del implacable realismo de Ben Gurión y no del lado de las ideas infundadas de Abravanel.

—Ben Gurión —dijo Shmuel mientras iba a la cocina a poner agua a calentar—, Ben Gurión tal vez fuera de joven un líder de los obreros, una especie de tribuno popular, pero hoy está a la cabeza de un Estado nacionalista y santurrón, y no deja de esparcir a su alrededor una especie de fraseología bíblica vacía sobre la restauración y la materialización de las profecías.

Y desde la cocina, mientras preparaba el té, alzó la voz y añadió:

—Si no hay paz, algún día los árabes nos vencerán. Es solo una cuestión de tiempo y de paciencia. Y los árabes tienen tiempo hasta decir basta y también una paciencia infinita. Ellos no olvidarán la humillante derrota del cuarenta y ocho, ni tampoco las intrigas que urdimos contra ellos con Inglaterra y Francia hace tres años.

Shmuel le acercó el té y Gershom Wald se lo tomó enseguida, casi hirviendo, mientras que Shmuel esperó pacientemente a que se enfriara un poco.

—Hace un año o dos —dijo Shmuel—, leí un artículo titulado «Los límites de la fuerza o el soldado número once». He olvidado el nombre del autor. Pero aún recuerdo lo que se decía en el artículo: cuando Stalin invadió Finlandia, a finales de los años treinta, el comandante finlandés, el mariscal de campo Von Mannerheim, se presentó ante el presidente de Finlandia, Kallio, e intentó tranquilizarlo: cada soldado finlandés puede vencer a diez mujiks rusos. Somos diez veces mejores que ellos, diez veces más cultos que ellos, y también estamos diez veces más motivados para proteger nuestra patria atacada. El presidente Kallio reflexionó un instante sobre eso. Al parecer se encogió de hombros y dijo, quizá a sí mismo y no al mariscal: Quién sabe, tal vez sea así, tal vez realmente cada soldado finlandés valga como diez soldados soviéticos, todo eso por supuesto está muy bien, pero ¿qué haremos si Stalin envía contra nosotros a once y no a diez? Y ese, decía el artículo, ese es el problema silenciado del Estado de Israel. Los árabes llevan ya más de diez años hablando encendidamente todo el día de nuestra aniquilación, pero hasta la fecha no han invertido en nuestra aniquilación ni una décima parte de sus fuerzas. En la guerra de la Independencia lucharon menos de ochenta mil soldados de los cinco ejércitos árabes contra ciento veinte mil judíos, hombres y mujeres, movilizados entre una población total de seiscientos mil. ¿Y qué haremos si un día de estos llega el soldado árabe número once? ¿Qué haremos si los árabes lanzan contra nosotros a un ejército de medio millón? ¿O de un millón? ¿O de dos millones? ¿Acaso Nasser no está bien equipado ahora con abundante armamento soviético y hablando abiertamente de un nuevo enfrentamiento? ¿Y nosotros qué? Ebrios de victoria. Ebrios de fuerza. Ebrios de retórica bíblica.

Gershom Wald dijo:

—¿Y qué nos propone su señoría? ¿Ofrecer la otra mejilla?

—Ben Gurión se equivocó al abandonar la política de no alineamiento y dejar a Israel en una relación de vasallaje y servidumbre con las potencias occidentales, y no precisamente con la más fuerte de las potencias occidentales, sino con las que están en clara decadencia: Francia y Gran Bretaña. En el periódico de hoy se habla otra vez de decenas de muertos y heridos en Argel. Resulta que el ejército francés emplazado allí se niega tajantemente a abrir fuego contra los ciudadanos franceses que se han sublevado. Francia se precipita en estos momentos hacia una guerra civil y Gran Bretaña, avergonzada, está acabando ahora de replegar los restos de su imperio. Ben Gurión nos ha embarcado en una alianza con barcos que se hunden. ¿Le apetece que, en vez de otro té, sirva para los dos una copita de coñac? ¿En honor a su Ben Gurión? ¿No? ¿Le apetece entonces tomarse ya su papilla? ¿Aún no? Dígamelo cuando le apetezca y se la calentaré.

Gershom Wald dijo:

—Gracias. Me ha gustado mucho todo eso que has dicho sobre el soldado número once. Si aparece de repente en el campo de batalla, sencillamente tendremos que repelerlo también. Si no, no seguiremos aquí.

Shmuel se levantó y empezó a caminar por la habitación entre las estanterías de libros:

—Hasta cierto punto, se puede comprender a un pueblo que durante miles de años ha conocido bien el poder de los libros, el poder de las oraciones, el poder de los mandamientos, el poder del estudio y el de la memorización, el poder del fervor religioso, el poder del comercio y el poder de la intermediación, pero que solo ha conocido el poder de la fuerza en su espalda golpeada. Y resulta que, de pronto, tiene en la mano una fuerte maza. Tanques, cañones y aviones a reacción. Es natural que se embriague de poder y tienda a creer que con el poder de la fuerza podrá lograr todo lo que se le pase por la mente. En su opinión, ¿qué es lo que no puede lograrse por la fuerza?

—¿Cuánta fuerza?

—Toda la fuerza del mundo. Imagínese la fuerza conjunta de Estados Unidos, la Unión Soviética, Francia y Gran Bretaña. ¿Qué no podría lograrse con una fuerza así?

—Creo que con una fuerza así se puede conquistar todo lo que a uno se le pase por la mente. Desde la India hasta Etiopía[28].

—Eso es lo que usted cree. Eso mismo creen los judíos de Israel, porque no tienen ni idea de cuáles son los límites de la fuerza. Lo cierto es que toda la fuerza del mundo no podría convertir a un enemigo en aliado. Se puede convertir a un enemigo en esclavo, pero no en aliado. Con toda la fuerza del mundo no podría convertir a una persona fanática en una persona tolerante. Y con toda la fuerza del mundo no podría convertir a quien está sediento de venganza en un amigo. Y resulta que justamente esos son los problemas actuales del Estado de Israel: convertir a un enemigo en aliado, a un fanático en moderado, a un vengativo en amigo. ¿Con esto quiero decir que no necesitamos el poder militar? Ni mucho menos. Algo tan simplista como eso no se me pasaría por la mente. Yo sé igual que usted que la fuerza, nuestro poder militar, es lo que a cada instante, también en este instante en el que estamos discutiendo, nos separa de la muerte. El poder de la fuerza puede evitar de momento nuestra aniquilación. Siempre y cuando recordemos siempre, a cada instante, que en nuestro caso la fuerza solo puede evitar. No arreglar ni solucionar. Solo evitar el desastre por un tiempo.

Gershom Wald dijo:

—¿Perdí a mi único hijo solamente para retardar un poco el desastre que, según tú, no hay forma de evitar?

De repente, Shmuel deseó levantarse y acercar hacia su pecho la cabeza grumosa, a medio pulir, del hombre que estaba sentado enfrente de él, e incluso decirle una palabra de consuelo. Pero no hay consuelo en el mundo. Se contuvo y decidió guardar silencio para no añadir más dolor al dolor. En vez de responder, se aproximó a dar de comer a los peces de colores del acuario. Y luego se dirigió hacia la cocina. Esta vez, en vez de papilla, Sara de Toledo había llevado ensalada de patatas con mayonesa y hortalizas. Gershom Wald comió en silencio, como si hubiese agotado por ese día todos sus tesoros de versículos y citas. Continuó callado hasta cerca de las once, momento en que Shmuel sirvió una copita de coñac para cada uno sin esperar la aprobación del anciano. Entonces se despidió de él, se comió la ensalada de patatas con mayonesa sobrante, fregó los platos y subió a la buhardilla. El padre se quedó sentado junto a su escritorio, anotó algo en un pedazo de papel, arrugó el papel, lo arrojó con rabia a la papelera y volvió a escribir. Un profundo silencio envolvía en ese momento la casa. Atalia había salido. O tal vez no. Tal vez estaba sentada en completo silencio en su habitación, en la que Shmuel jamás había puesto un pie.