30
El martes, un día que la lluvia dio una tregua, Shmuel madrugó, se levantó a las nueve de la mañana, metió su desgreñada cabeza debajo del grifo y dejó que el chorro de agua fría eliminase los restos del sueño. Luego se vistió, bajó a la cocina, se untó una rebanada de pan con queso y se tomó dos vasos de café solo. Antes de las diez, se fue a la parada de la calle Keren Kayemet y tomó un autobús hacia la Biblioteca Nacional de Givat Ram. En esa ocasión, dejó el bastón con mango de cabeza de zorro enseñando los dientes en su habitación. Una bibliotecaria diminuta, con gafas, con un semblante compasivo y bondadoso, aunque sobre el labio superior tenía un fino bigote, le indicó la dirección de la sala de lectura de la hemeroteca. Allí pidió nueve volúmenes mensuales de diario Davar: desde junio de 1947 hasta febrero de 1948. Se acomodó en su silla, puso sobre la mesa varias hojas que había llevado consigo y un bolígrafo que había cogido del escritorio de Gershom Wald, y empezó a revisar con paciencia los volúmenes de los periódicos, ejemplar tras ejemplar, hoja tras hoja.
Además de él, en la sala de lectura solo había otra persona, un hombre mayor y afilado, con perilla, orejas de soplillo y quevedos con montura dorada. Shmuel se percató de que ese hombre apenas tenía cejas. Estaba hojeando un grueso volumen de un semanario cuyo nombre Shmuel no pudo distinguir, pero observó que se trataba de un viejo semanario extranjero y también que el hombre estaba tomando notas frenéticamente en pequeñas hojas de papel mientras se mordía sin cesar el labio inferior.
Al cabo de una media hora, Shmuel encontró por fin una pequeña noticia relacionada con el miembro de la Ejecutiva Sionista y de la dirección de la Agencia Judía Shaltiel Abravanel. La noticia estaba escondida en la parte baja de una página interior de Davar y en ella se decía que, el dieciocho de junio de 1947, Abravanel pidió comparecer ante la Comisión Especial que la Organización de las Naciones Unidas había enviado para aclarar la cuestión del futuro de Palestina. El deseo de Shaltiel Abravanel era exponer ante la Comisión una opinión minoritaria, de hecho, una opinión individual, sobre el conflicto entre judíos y árabes. Ofrecer una solución original para alcanzar la paz. La dirección de la Agencia Judía rechazó su petición argumentando que la Agencia Judía y la Ejecutiva Sionista debían hablar ante la Comisión Especial para Palestina con una sola voz y no con varias voces contradictorias. En la noticia se decía también que Abravanel sopesó la idea de pedir comparecer ante la Comisión a pesar de la decisión de la Agencia Judía, pero que decidió acatar la disciplina impuesta por la mayoría, tal vez porque le insinuaron que, si se atrevía a comparecer ante la Comisión por su cuenta, no volvería a formar parte de las principales instituciones de la sociedad judía.
Shmuel Ash copió esa noticia en una hoja de papel que dobló y se guardó en el bolsillo de la camisa. Luego continuó hojeando los ejemplares de septiembre y octubre, se detuvo a leer los detalles referentes a la Comisión que había sido enviada por la ONU para dividir Palestina en dos estados, uno judío y otro árabe, y siguió adelante buscando otras referencias a la historia de Shaltiel Abravanel. Sin embargo, no encontró ninguna publicación que constatara que hubiera un debate público o que Abravanel apelara a la opinión de la comunidad judía o árabe.
Al cabo de unas tres horas, de repente le entró hambre, pero decidió que, mientras el hombre de la perilla siguiese trabajando con tanto ahínco en la mesa de enfrente, tampoco él dejaría sus pesquisas. Se mantuvo firme en su determinación unos veinte minutos. Al cabo de veinte minutos desistió y se fue a la cercana cafetería de la Fundación Kaplan, la cafetería donde solía matar el hambre cuando aún era estudiante. Esperaba no encontrarse allí con ninguno de sus antiguos compañeros. Si le hacían preguntas, ¿qué podría decirles?
Ya era la una y media de la tarde y pidió un bocadillo de queso curado, un yogur y un café. Luego, como seguía teniendo hambre, pidió otro bocadillo y otro yogur y otro café de postre y, esta vez, se compró también un bollo para acompañar el café. Cuando terminó, le entró un sopor que le hizo relajarse en la silla, parpadear y cerrar los ojos. Permaneció así unos quince minutos en un rincón de la cafetería, con el mentón barbudo caído sobre el pecho, y entonces, luchando contra el sueño y reuniendo la poca fuerza de voluntad que le quedaba, se levantó, regresó a la sala de lectura de la hemeroteca y se sentó en el mismo sitio de antes. El hombre sin cejas de la perilla y los quevedos dorados aún seguía allí sin moverse, tomando notas febrilmente sobre pequeños pedazos de papel. Al pasar junto a él, Shmuel observó que el título del volumen de los semanarios del hombre estaba en letras cirílicas y que también las notas que había tomado estaban al parecer en ruso. Pero no se detuvo, sino que volvió a pedir los volúmenes de Davar que aún no le había dado tiempo a revisar, regresó a su sitio y siguió hojeando los periódicos página a página.
Cuando llegó a las semanas anteriores a la resolución de la Asamblea de las Naciones Unidas del 29 de noviembre casi olvidó el propósito que lo había llevado hasta allí y devoró los periódicos con pasión, ejemplar tras ejemplar, artículo tras artículo, como si el resultado de la trascendental votación de la Asamblea de las Naciones Unidas todavía pendiese de un hilo y cada voto fluctuante pudiese decantar la balanza de un lado o de otro. Reflexionó sobre la visión que tenía Wald de la grandeza histórica de Ben Gurión y, en ese momento, le pareció que era una visión multilateral. A las cuatro y media recordó las obligaciones que tenía, devolvió los volúmenes de Davar a la bibliotecaria, recogió sus papeles, olvidó el bolígrafo y corrió, jadeando, hacia la parada del autobús para poder estar antes de las cinco en su puesto junto a Gershom Wald. Cuando estaba corriendo hacia la parada del autobús, tuvo un ataque de asma y dejó de correr, sacó del bolsillo de su abrigo el inhalador, aspiró profundamente varias veces y llegó a la parada menos de un minuto después de que se hubiera ido el autobús. Tenía que esperar al siguiente autobús.
Desde el autobús corrió casi sin fuerzas hacia la casa.
Sudoroso y jadeante llegó a las cinco y veinte a la casa del patio enlosado del callejón Rabbi Elbaz, encontró a Gershom Wald inmerso en una de esas mordaces y sarcásticas conversaciones telefónicas que entablaba a veces con sus amigos, esperó a que terminase la conversación y se disculpó por haber llegado tarde.
—Yo —dijo el inválido—, como ya sabes, no me voy a escapar a ninguna parte. Como está escrito, dichosos los que moran en tu casa[35]. Bueno. Y tú, si se me permite preguntarlo, ¿has estado persiguiendo a alguna de las gacelas o cervatillas del campo? A juzgar por tu cara, creo que la gacela ha logrado escapar.
Shmuel preguntó:
—¿Un té? ¿Un trozo de pastel?
—Muchacho, siéntate. El oso por naturaleza camina despacio, y tú has corrido solo para complacerme. No había ningún motivo para correr. El profeta Amós dice en un poema de Bialik: «A caminar despacio he enseñado a mi ganado[36]». Estoy contento contigo aunque llegues tarde. Los soñadores siempre se retrasan. Pero, como está escrito, no anuncian sueños ilusorios[37].
Después, el anciano volvió a hablar durante un buen rato por teléfono con uno de sus interlocutores, citó, bromeó, se burló y volvió a citar. Cuando terminó de hablar, volvió a dirigirse a Shmuel y le preguntó por sus profesores de la universidad. Estuvieron unos quince minutos charlando sobre uno de los profesores de la universidad que se enamoró de una joven estudiante cuyos padres eran viejos amigos del profesor. A Wald le gustaban los cotilleos y Shmuel tampoco les hacía ascos. Después, Shmuel preguntó de repente:
—Shaltiel Abravanel. El padre de Atalia. Su suegro. ¿Qué podría contarme sobre él?
Wald se quedó pensativo. Se acarició las mejillas con la mano y luego observó por un instante esa mano, como si la respuesta a la pregunta de Shmuel estuviese escrita en ella. Al final dijo:
—También él era un soñador. No se ocupaba de Jesús de Nazaret ni de la actitud de los judíos hacia Jesús, pero, a su modo, también él, igual que Jesús, creía en el amor universal, en un amor de todos los seres humanos hacia todos los seres humanos. Pedid y se os dará, buscad y encontrareis, llamad y se os abrirá, porque todo el que pide recibe y el que busca encuentra y al que llama se le abre. Yo, querido, no creo en un amor de todos hacia todos. El amor es limitado. Una persona puede amar a cinco hombres y mujeres, tal vez a diez, a veces incluso a quince. Y eso, solo muy de vez en cuando. Pero si llega alguien y me dice que él ama a todo el tercer mundo, o que ama a Latinoamérica, o que ama al sexo femenino, eso no es amor, sino retórica. Palabrería. Eslóganes. No hemos nacido para amar a más de un pequeño puñado de personas. El amor es algo íntimo, extraño y lleno de contradicciones, pues muchas veces amamos a alguien por amor propio, por egoísmo, por codicia, por deseo físico, por deseo de dominar al amado y esclavizarlo, o al contrario, por el placer de ser esclavizados por el objeto de nuestro amor, y además, el amor se parece mucho al odio y está más cerca de él de lo que la mayoría de las personas imaginan. Por ejemplo, cuando amas a alguien u odias a alguien, en ambos casos ardes constantemente en deseos de saber dónde está, con quién está a cada instante, si se encuentra bien o mal, qué hace, qué piensa, qué teme. Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso, ¿quién lo conocerá[38]?. Eso dijo el profeta Jeremías. Thomas Mann escribió en alguna parte que el odio no es más que amor al que se le ha añadido el signo matemático de menos. Los celos son la prueba de que el amor se parece al odio, pues en los celos se mezclan el amor y el odio. En el Cantar de los Cantares, en un mismo versículo, se nos dice que «fuerte como la muerte es el amor, duros como el sepulcro los celos[39]».
»El padre de Atalia soñaba con que los judíos y los árabes podrían amarse unos a otros tan solo con que desapareciese la falta de entendimiento entre ellos. Pero en eso se equivocaba. Entre judíos y árabes no hay ni nunca ha habido ninguna falta de entendimiento. Al contrario. Desde hace ya decenas de años reina entre ellos un entendimiento total y absoluto: los árabes de aquí se aferran a esta tierra porque es su única tierra, no tienen ninguna otra, y nosotros nos aferramos a esta tierra exactamente por el mismo motivo. Ellos saben que nosotros nunca renunciaremos a ella y nosotros sabemos que ellos no renunciarán a ella jamás. El entendimiento mutuo está, por tanto, perfectamente claro. No hay ni nunca ha habido ninguna falta de entendimiento entre nosotros. El padre de Atalia era de esas personas que piensan que cualquier disputa del mundo no es más que falta de entendimiento: algo de orientación familiar, un poco de terapia de grupo, una gota o dos de buena voluntad, y al instante todos seremos hermanos del alma y la disputa habrá terminado para siempre. Él era de esos que creen que todo lo que deben hacer los litigantes es conocerse los unos a los otros, y al instante empezarán a quererse. Solo tenemos que tomarnos juntos un café fuerte y dulce y entablar una conversación amistosa, y al instante saldrá el sol y los enemigos caerán llorando los unos en brazos de los otros, como en una novela de Dostoievski. Sin embargo, querido, yo te digo que dos hombres que aman a una misma mujer, dos pueblos que reclaman una misma tierra, aunque se tomen juntos ríos de café, esos ríos no apagarán su odio ni lo ahogarán las aguas caudalosas. Y te digo más, pese a todo lo que acabo de decir, dichosos los soñadores y maldito aquel que les abra los ojos. Es cierto que los soñadores no nos salvarán, ni ellos ni sus discípulos, pero sin sueños y sin soñadores, la maldición que se cierne sobre nosotros sería mil veces más pesada. Gracias a los soñadores, también nosotros, los sensatos, tal vez estemos algo menos petrificados y desesperados de lo que estaríamos sin ellos. Y ahora, por favor, sé tan amable de servirme un vaso de agua y, por favor, no olvides dar de comer a los peces del acuario. ¿Qué verán los peces cuando miran a través de la pared de cristal hacia la habitación, hacia las estanterías de libros, hacia el cuadrado de luz de la ventana?
»También tu Jesús era un gran soñador, tal vez el mayor soñador que haya existido jamás. Pero sus discípulos no eran soñadores. Ellos estaban ávidos de poder y al final, como todos los ávidos de poder del mundo, se convirtieron en unos sanguinarios. No te molestes en responderme, ya sé lo que vas a decir y puedo recitar tu respuesta de principio a fin, e incluso de fin a principio. Bueno. Ya hemos hablado bastante por hoy, ahora quiero leer tranquilamente a Gógol. Una vez cada dos o tres años vuelvo a leer a Gógol. Él sabía casi todo lo que hay que saber sobre la naturaleza humana. Sabía partirse de risa. Pero tú no lo leas. No. Tú lee a Tolstói. Va mucho más contigo. Por favor, acércame el cojín que está en el sofá. Sí. Ese. Gracias. Por favor, pónmelo detrás de la espalda. Te lo agradezco. Tolstói es maravilloso para lectores soñadores.
A la mañana siguiente, Shmuel Ash consiguió despertarse otra vez a las nueve, y a las diez y media ya estaba en la sala de lectura de la hemeroteca y había encontrado el ejemplar de Davar del día treinta de noviembre del cuarenta y siete. Un titular con letras gordas proclamaba: «Próximamente se establecerá el Estado hebreo», y con legitimidad porque «la Asamblea de la ONU ha decidido por mayoría de más de dos tercios el establecimiento de un Estado judío libre en Eretz Israel». Debajo de ese titular ponía: «La tierra será dividida en dos Estados independientes, uno judío y otro árabe, que tendrán relaciones económicas y una moneda común. Jerusalén y Belén estarán bajo un control internacional». Y debajo de esa noticia venían los detalles del proceso de votación en la Asamblea General y la lista de los países que lo apoyaron, que se opusieron y que se abstuvieron. Al leer esa noticia, a Shmuel lo embargó una intensa emoción y sus ojos se llenaron de lágrimas, como si los acontecimientos descritos en el periódico se hubiesen producido en aquel mismo instante. Se percató de que el hombre del día anterior, el hombre sin cejas de la perilla y los quevedos, lo estaba observando con curiosidad. Pero, cuando sus miradas se encontraron, el desconocido se apresuró a bajar la vista hacia sus papeles, y también Shmuel apartó la mirada.
Tras saciar el hambre con tres bocadillos de queso curado, yogur y dos tazas de café en la cafetería de la Fundación Kaplan, regresó a su sitio en la sala de lectura, en la que ahora, además del de la perilla, se encontraba también una mujer joven, vestida con un pichi y el pelo recogido en un moño trenzado, que parecía una pionera de kibutz. Tal vez fuera una estudiante. O tal vez una joven profesora. Le resultó vagamente familiar. Se acercó, se inclinó hacia ella y le preguntó en voz baja si necesitaba ayuda. La profesora sonrió con tristeza y le respondió en voz baja:
—Gracias, estoy bien.
Shmuel se disculpó por haberla molestado y volvió a su mesa y a los volúmenes de Davar de los meses de diciembre de 1947 y enero y febrero de 1948. Una media hora antes de que se le acabase el tiempo y tuviese que irse corriendo a su puesto en casa de Wald, encontró de pronto otra noticia relacionada con Shaltiel Abravanel. Esa noticia, como la anterior, estaba oculta en la parte baja de una página interior del periódico, la página tres, debajo de una noticia sobre el llamamiento de la organización de la Haganá a todos los propietarios de vehículos de carga para que fueran a inscribirse a las oficinas de la Guardia Nacional. La fecha del periódico era el veintiuno de diciembre de 1947. En la noticia se decía que el camarada Sh. Abravanel había sido depuesto el día anterior de sus cargos en la Ejecutiva Sionista y en la dirección de la Agencia Judía debido a desacuerdos con sus compañeros en ambas instituciones. También se informaba de que el propio Abravanel se había negado a responder a la pregunta del periodista de Davar sobre la razones de su destitución. Tan solo se comunicaba en una breve nota que dicho periodista tenía conocimiento de que, en opinión del camarada Abravanel, el camino que habían elegido el camarada Ben Gurión y otros tantos conducía sin remedio a una guerra sangrienta entre los dos pueblos, una guerra sangrienta en la que no estaba nada claro quién saldría victorioso, y que se podía entender como una apuesta temeraria en la que estaban en juego la vida o la muerte de seiscientos mil judíos de Eretz Israel. En opinión de Abravanel, eso decía el periódico, aún existía algún resquicio para lograr un compromiso histórico entre los dos pueblos que vivían en esta tierra. El corresponsal de Davar añadía que Shaltiel Abravanel, conocido abogado y arabista, había estado en la cúpula de esas dos instituciones cerca de nueve años.
A las tres y media se levantó el hombre de la perilla, cerró el volumen que estaba leyendo, recogió su montón de notas cirílicas y se marchó. Shmuel continuó un rato más hojeando las páginas de Davar, aunque, de hecho, estaba esperando a que saliera la mujer joven para poder seguirle los pasos y, tal vez, iniciar una pequeña charla con ella. Pero dieron las cuatro y las cuatro y cuarto, y la joven seguía inclinada sobre sus papeles sin moverse. Shmuel recordó las obligaciones que tenía y se puso en camino a toda prisa.