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Pasados unos días, un sábado nublado y oscuro en que toda la casa situada al final del callejón Rabbi Elbaz estaba cavernosa y cubierta de sombras entre los espesos muros de cipreses, Shmuel Ash intentó subir a las nueve de la mañana las escaleras de caracol que llevaban a su buhardilla. Dejó las muletas a los pies de las escaleras, se agarró con las dos manos a la barandilla y, sobre una pierna, fue saltando de peldaño en peldaño, manteniendo la pierna escayolada en vilo, con la rodilla doblada para no darse con el siguiente peldaño. Pero, tras tres o cuatro peldaños, le entró un ataque de asma que le impedía respirar con normalidad. Desistió, se sentó dos o tres minutos a descansar en el tercer peldaño y volvió a bajar de un salto sobre una pierna. Allí cogió las muletas, se apoyó en ellas, regresó renqueando a su habitación provisional de la planta baja, se dejó caer sobre el sofá y aspiró a pleno pulmón del inhalador. Permaneció tumbado cerca de un cuarto de hora, discutiendo mentalmente con Shaltiel Abravanel: ¿por qué a ojos de Abravanel los judíos son el único pueblo en todo el mundo que no merece un estado propio, una patria, el derecho de autodeterminación, ni siquiera en una pequeña parte de la tierra de sus antepasados, ni siquiera un estado diminuto, más pequeño que Bélgica, incluso más pequeño que Dinamarca, ni siquiera un estado con tres cuartas partes de tierra desértica? ¿Es que se ha condenado a los judíos a la oscuridad hasta el final de los tiempos? ¿Por nuestros pecados fuimos expulsados de nuestra tierra? ¿Porque los judíos son los asesinos de Dios? ¿Es que también Abravanel opinaba que sobre los judíos, y solo sobre los judíos, se cierne una maldición eterna?
Y suponiendo que Shaltiel Abravanel tenga razón al pensar que todos los estados nacionales son una desgracia y una plaga, incluso aunque tenga razón al decir que pronto la plaga del patriotismo pasará y que todos los estados desaparecerán y serán abolidos del mundo, ¿acaso no es de justicia que también el pueblo judío tenga una casa pequeña con rejas y cerrojos, exactamente igual que todos los demás?, ¿al menos hasta que por fin se cumpla la profecía de un mundo sin estados?, ¿al menos mientras todos y cada uno de los pueblos tengan rejas en sus ventanas y cerrojos y candados en sus puertas? ¿Y sobre todo después de que un tercio de este pueblo fuera exterminado hace unos pocos años únicamente porque no tenía casa, ni puerta con cerrojo ni un palmo de tierra propia? ¿Ni tampoco ejército ni armas para defenderse? Llegado el día, cuando por fin todos los pueblos se alcen para derribar los muros que los separan, entonces claro que sí, entonces también nosotros iremos con mucho gusto a derribar los muros que construimos a nuestro alrededor y nos uniremos con júbilo y alegría a la celebración general. Sin embargo, por precaución neurótica, tal vez en esta ocasión nosotros no seamos los primeros en todo el mundo en prescindir de rejas y candados. Tal vez en esta ocasión seamos los terceros del mundo y los cuartos de nuestro barrio. Por seguridad. Y si de ser como todos se trata, prosiguió Shmuel, discutiendo mentalmente con el padre de Atalia, se plantea la pregunta de ¿dónde está en este mundo la tierra de los judíos si no es en la tierra de Israel, que es la única casa que alguna vez tuvieron en el mundo? ¿Una tierra en la que hay suficiente espacio para que los dos pueblos puedan vivir el uno al lado del otro de forma amigable y cooperativa? ¿Y tal vez algún día incluso vivan aquí los dos bajo la bandera de un socialismo humanista, de una economía compartida, de acuerdos de federación y de una misma justicia para todos?
Se le ocurrió contarle enseguida a Atalia lo que estaba pensando, y por tanto se levantó, se dirigió renqueando con las muletas hacia la cocina y la llamó dos o tres veces, pero Atalia no estaba allí ni tampoco oyó sus llamadas, pese a que le había asegurado que tenía un oído muy fino. Al acercarse cojeando hacia el fregadero para servirse un vaso de agua, Shmuel se dio con el pico de la mesa, se le escapó una de las muletas y estuvo a punto de caerse. En el último momento logró agarrarse al armario de la cocina y mantener el equilibrio, aunque tiró al suelo un tarro lleno de mermelada y otro tarro lleno pepinillos en vinagre que se hicieron añicos y se desparramaron por el suelo. Se sujetó con fuerza con la mano izquierda al pico de la encimera, se apoyó en una muleta e intentó agacharse, sin que el pie escayolado tocara el suelo, para recoger con la mano derecha los cristales rotos e intentar limpiar lo que se había ensuciado. Pero, al agacharse, perdió el equilibrio, la muleta sobre la que estaba apoyado resbaló en un charco de mermelada pegajosa y Shmuel se cayó de lado, rodó por el suelo y, en la caída, se golpeó el hombro con el pico de mármol de la encimera.
Sucedió por la mañana. El anciano estaba profundamente dormido, como todas las mañanas. Fue Atalia quien salió por fin de su habitación, con una bata azul de franela y el pelo oscuro recién lavado y mojado. Incorporó a Shmuel y, mientras ella palpaba con ambas manos su espalda y todo su cuerpo, este se apresuró a asegurarle que estaba bien, que en esa caída, para variar, no se había herido ni se había roto ningún hueso. Al minuto se retractó y se quejó de un dolor en el cuello. Ella se inclinó, tiró de él, lo levantó sobre la pierna sana, pasó su brazo por encima de sus hombros y así, apoyado en ella con todo el peso de su cuerpo y saltando sobre una pierna, lo condujo a la habitación y lo acostó en la cama de su padre. Sin signo de interrogación al final de la frase, dijo:
—Qué voy a hacer contigo.
Y después:
—Puede que contratemos a otro estudiante para que, desde ahora, cuide de vosotros dos.
Y como Shmuel estaba tan aturdido que no replicó, ella añadió:
—Te has puesto perdido. Mira. Estás completamente pringado de mermelada.
Se fue y desapareció y, al cabo de tres o cuatro minutos, volvió de la buhardilla de Shmuel con unos calzoncillos limpios, una camiseta de manga larga, unos pantalones anchos y un viejo jersey gris. Del cajón de la mesa sacó unas grandes tijeras y cortó de arriba abajo la pernera izquierda de los pantalones limpios que había traído, para poder ponérselos encima de la escayola. Luego se inclinó sobre Shmuel y le quitó toda la ropa, tal y como había hecho unos días antes, cuando fue a su habitación a lavarlo. Cuando él intentó taparse las vergüenzas con la mano, Atalia le retiró la mano bruscamente, como una doctora que al examinar a un niño pierde la paciencia, y dijo en tono seco:
—No me molestes.
Shmuel cerró los ojos con fuerza, como hacía siempre de pequeño cuando su madre lo lavaba en la bañera y él temía que el jabón le entrara en los ojos. Pero en esa ocasión, Atalia no trajo un paño empapado en agua jabonosa ni limpió su cuerpo, sino que le acarició lentamente el pecho peludo tres o cuatro veces, le pasó un dedo por los labios, se alejó de él un instante y le dijo: «Ahora no hables. No digas nada». Cogió un cojín de la cama y tapó con él la fotografía de su padre, que estaba justo enfrente de ellos y los observaba desde el escritorio, se quitó la bata de franela azul y la arrojó a sus pies y, antes de atreverse a abrir los ojos, Shmuel sintió cómo el cálido cuerpo de Atalia cubría su cuerpo y cómo sus dedos, sin preámbulos, lo agarraban y lo conducían hacia dentro. Y puesto que Shmuel llevaba varios meses sin tocar a una mujer, todo terminó casi antes de haber empezado.
Se quedó unos minutos con él, sus manos parecían buscar algo que se le había perdido en su mata de rizos, en su barba y en el pelo de su pecho. Al cabo de un rato apartó la mano, recogió del suelo la bata de franela, se cubrió con ella desde el cuello hasta los tobillos y ató y apretó bien el cinturón de la bata alrededor de su cintura. Salió y volvió con una palangana, una esponja y una toalla, lavó y vistió a Shmuel con movimientos enérgicos y lo tapó bien con la manta, cubriendo sus hombros y sus pies. Al final quitó el cojín con el que había sepultado antes la fotografía de su progenitor. Shaltiel Abravanel parecía pensativo y sereno. Sin echar ni un vistazo a esa fotografía, Atalia corrió las cortinas, apagó la luz, salió y cerró la puerta.
Shmuel se quedó tumbado con los ojos cerrados. De pronto se estremeció, se levantó, buscó las muletas y fue tras ella hacia la cocina. Sentía que debía decirle algo, rasgar el violento silencio que Atalia había impuesto sobre los dos, pero no sabía qué decirle. Mientras hervía el agua, Atalia salió y regresó con una escobilla de goma, una bayeta y un recogedor. Fregó y secó bien el suelo de la cocina. Luego se lavó las manos con agua fría y sirvió café para los dos. Cuando dejó las tazas de café sobre la mesa de la cocina, alzó la vista y miró a Shmuel con sorpresa, como si fuese el hijo pequeño de unos extraños al que habían dejado a su cargo y, más allá de compadecerse, no sabía muy bien qué debía hacer con él. Él rodeó los dedos de Atalia con la mano y se los llevó a los labios. Aún no sabía qué decir. Aún no se creía del todo que lo que acababa de ocurrir en la habitación de Shaltiel Abravanel unos minutos antes hubiese pasado de verdad. Estaba avergonzado por la febril precipitación de su cuerpo y porque no había lo logrado satisfacerla, ni siquiera había tenido tiempo de intentarlo. Todo había ocurrido en un instante, y un instante después ya se había separado de él y se había tapado con la bata de franela. En ese mismo momento, Shmuel deseó estrecharla entre sus brazos y amarla otra vez, de inmediato, incluso ahí mismo, en el suelo de cocina, o de pie, apoyados en la encimera de mármol, para demostrarle hasta qué punto ardía en deseos de devolverle al menos algo del bien que ella le había hecho en la habitación de su padre. Atalia dijo con calma.
—Miradlo.
Y añadió:
—Hay una fantasía así, que una mujer decide proporcionarle a un joven asustado su primera experiencia y después ella recoge toda la pudorosa y entusiasta gratitud de la que él la colma en abundancia. Una vez leí en alguna parte que una mujer que le proporciona a un joven su primera vez va directamente al paraíso. No, tú no, tú no, ya sé que tú has tenido novia. O novias. Yo no voy a ningún paraíso. No se me ha perdido nada allí.
Shmuel dijo:
—Atalia.
Y después dijo:
—Yo puedo ser para ti todo que tú quieras. Un joven virgen. Un ermitaño. Un caballero. Un salvaje hambriento. Un poeta.
Se asustó de esas palabras y se corrigió:
—Casi desde mi primer día aquí, yo…
Pero Atalia lo interrumpió:
—Basta. Cállate. Deja de hablar de una vez.
Ella retiró las tazas de café, las dejó en el fregadero, salió en silencio de la cocina y dejó tras ella una estela en la que además de su perfume de violetas había esta vez un toque nuevo y mareante. Shmuel se quedó allí solo otro cuarto de hora, completamente agitado y excitado, fuera de sí. Lo que crees que ha pasado, se dijo, ha pasado solo en tu imaginación. Solo lo has soñado. No ha ocurrido de verdad.
Cogió las muletas, se apoyó en ellas y, con especial cuidado, emprendió el camino de vuelta a la habitación de Shaltiel Abravanel. Se quedó allí un rato sobre una pierna mirando fijamente el mapa de los países de Levante. Luego posó la vista en el rostro delicado y pensativo del hombre con bigote de la fotografía que le recordaba algo al retrato de Albert Camus. Después se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y abrió las contraventanas para ver si había dejado de llover. La lluvia en efecto había cesado, pero un fuerte viento del oeste ponía a prueba los cristales de la ventana. Desde esa ventana hacia el oeste se extendían solamente campos abandonados azotados por el viento. Ahora ha llegado el momento de que te vayas de aquí. Sabes que las palabras bíblicas «su lugar no lo reconoce[56]» se refieren a todos los habitantes de esta casa, a los vivos y también a los muertos. Y también sabes cómo acabaron los que te precedieron en la buhardilla. ¿En qué eres mejor que ellos? ¿Cómo has arreglado el mundo durante todo este invierno?
De pronto se le encogió el corazón por Atalia, por su orfandad y su soledad, por el frío constante que la envolvía, por su amado que fue degollado como un cordero en la ladera de la montaña, solo, en la oscuridad de la noche, por el niño que ella no tendrá, por no haber logrado revivir, aunque solo fuese por unas semanas, un poco de lo que está muerto y enterrado en ella.
Al final de los campos vacíos, mojadas y desmoronándose en la oscuridad, estaban las ruinas del pueblo árabe abandonado de Sheikh Badr, sobre las que llevaban unos diez años levantando un inmenso Palacio de Festivales. El edificio se dejó a medio construir, luego se reanudaron las obras y, poco después, volvieron a quedar paralizadas durante mucho tiempo. Era un esqueleto gris, inacabado, imponente, estaba lleno de paredes a medio hacer, de anchas escaleras expuestas a la lluvia y de oscuras vigas de hormigón de las que sobresalían, como dedos de muertos, hierros oxidados.