11
Cada día, Gershom Wald se acomodaba en su silla tras el escritorio o en su diván y soltaba a sus interlocutores mordaces sermones por teléfono. Aderezaba sus opiniones con versículos y citas, con pullas y agudos juegos de palabras cuyos dardos iban dirigidos tanto contra sí mismo como contra su adversario. A veces le parecía a Shmuel que el señor Wald pinchaba y hería a quien conversaba con él con una aguja muy fina, con ese tipo de ofensas con las que solo las personas letradas pueden ser heridas. Decía, por ejemplo: «Pero querido, ¿por qué tienes que profetizar? Desde el día que se destruyó el Templo, la profecía ha recaído sobre tus hombros y sobre los míos[12]». O: «Aunque me machaques en un mortero no cambiaré de opinión[13]». Y una vez dijo: «Bueno, querido, sin duda alguna ni tú ni yo nos parecemos a ninguno de los cuatro hijos[14] de los que se habla en la Hagadá de Pésaj, pero a veces creo que sobre todo no nos parecemos al primer hijo». En esos momentos, el feo rostro de Gershom Wald se cubría de mordacidad y malicia, y su voz adquiría una alegre tonalidad de triunfalismo infantil. Pero sus ojos azules grisáceos bajo las espesas cejas canosas contradecían esa ironía y se cubrían de desapego y tristeza, como si no participasen en absoluto de la conversación y estuviesen fijos en algo terrible e insoportable. Shmuel no sabía nada de esos interlocutores que estaban al otro lado de la línea telefónica, excepto el hecho de que, al parecer, estaban dispuestos a soportar con paciencia los dardos de Wald y a perdonarle cosas que para Shmuel llegaban al límite de la mofa y la malicia.
Pensándolo bien, era bastante probable que esos interlocutores, a los que Wald se dirigía siempre como «querido» o «querido amigo», no fueran más que una persona, alguien no muy distinto al propio Gershom Wald, quizá también él un anciano inválido aislado en su despacho, y quizá también acompañado de un estudiante pobre que se ocupaba de él y que, exactamente igual que Shmuel, intentaba adivinar quién era el supuesto doble que estaba al otro lado de la línea telefónica.
Y a veces, el señor Wald se envolvía en silencio y tristeza, se tumbaba en el diván cubierto con la manta de cuadros escoceses, meditaba, se quedaba adormilado, se despertaba, le pedía a Shmuel que fuera tan amable de servirle un té y volvía a aislarse. Emitía una especie de sonido continuo e indeterminado, algo intermedio entre un retazo de canción y un carraspeo incontrolable.
Cada tarde, a las siete y cuarto, después del boletín de noticias, Shmuel le calentaba al anciano la papilla que había hecho la vecina Sara de Toledo. Shmuel añadía a la papilla un poco de azúcar moreno y canela en polvo. Había suficiente papilla para los dos. A las nueve y cuarto, después del segundo boletín de noticias de la tarde, ponía delante del anciano la bandeja de los medicamentos con seis o siete píldoras, cápsulas de varios tipos y un vaso lleno de agua del grifo.
Una vez, el anciano alzó la vista y examinó el cuerpo de Shmuel de arriba abajo y de abajo arriba, sin ningún tacto, como si estuviera observando un objeto sospechoso, o palpando con dedos rudos a su interlocutor, durante un buen rato, con avidez, hasta que posiblemente encontró lo que estaba buscando. Y entonces empezó a preguntarle sin miramientos:
—Pero, a pesar de todo, parece razonable suponer que tienes alguna chica en algún sitio, ¿no? ¿O algo parecido a una chica? ¿O que al menos la has tenido? ¿No? ¿Ninguna mujer? ¿Ninguna chica? ¿Nunca?
Y entonces se echó a reír, como si le hubiesen contado un chiste verde.
Shmuel murmuró:
—Sí. No. He tenido. He tenido ya varias. Pero…
—¿Y por qué te dejó la señora? No importa. Da igual. Te dejó. Pues, que le aproveche. Entonces, nuestra Atalia ya te está conquistando. Sin mover un dedo tiene el poder de conquistar a los desconocidos. Aunque le gusta mucho su individualidad. Atrae hacia ella a hombres a los que tiene fascinados y luego los aleja pasadas unas semanas, a veces incluso al cabo de una semana. Hay tres cosas que son incomprensibles para mí, y una cuarta que no entiendo, y la que menos es el camino del hombre en la doncella[15]. Una vez ella me dijo que los desconocidos la atraen mientras son más o menos desconocidos. Un desconocido que deja de serlo de inmediato empieza a agobiarla. ¿Sabes, por casualidad, lo que significa leratek, atraer? ¿No? Pero ¿qué es esto? ¿Es que ya han dejado de enseñaros en la universidad el origen y la evolución de las palabras?
—Yo ya no estoy en la universidad.
—No. Por supuesto. Tú ya has sido enviado desde allí hacia la oscuridad exterior, hacia el aullido y el chirriar de dientes. Pues el origen se encuentra en el Talmud de Jerusalén, en el arameo de la tierra de Israel, donde aparece la palabra ritka, que hace referencia a una parcela rodeada por un cercado, y de ahí viene el verbo leratek, es decir atar, amarrar con grilletes, inmovilizar con ataduras. Esas ataduras pueden ser sogas o correas. ¿Y padres? ¿Qué? ¿Tienes padres? ¿O los tuviste alguna vez?
—Sí. En Haifa. En Hadar Hacarmel.
—¿Hermanos?
—Una hermana. En Italia.
—Y el abuelo del que me hablaste, ese que sirvió en la policía del Mandato y al que nuestros fanáticos asesinaron porque llevaba uniforme inglés, ¿también ese abuelo procedía de Letonia?
—Sí. La verdad es que entró en la policía británica para pasar información a la resistencia. De hecho, era una especie de agente doble, un espía de la misma resistencia que lo asesinó. Decidieron que era un traidor.
Gershom Wald reflexionó un instante sobre eso. Pidió un vaso de agua. Pidió abrir un poco la ventana. Después señaló con tristeza:
—Cometió un gran error. Un grande y terrible error.
—¿Quién? ¿La resistencia?
—La chica. Esa que te abandonó. Eres un chico conmovedor. La propia Atalia me lo dijo hace unos días, y yo, como siempre, sé que tiene razón, porque es imposible que Atalia no tenga razón. Nació teniendo razón. Toda ella está hecha de razón. Pero la sempiterna razón es de hecho tierra quemada, ¿no?