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Una tarde, Gershom Wald le habló de un batallón de cruzados que salió a mediados del siglo XI de la región de Aviñón hacia Jerusalén, para redimirla de los infieles y encontrar en ella el perdón de los pecados y la paz espiritual. Ese batallón pasó por bosques y llanuras, por aldeas y pueblos, montañas y ríos. Diversas calamidades les ocurrieron a los portadores de la cruz por el camino, enfermedades, disputas, hambre y luchas sangrientas con bandas de salteadores de caminos y con otros batallones armados que también habían emprendido el camino a Jerusalén en nombre de la Cruz. En más de una ocasión se equivocaron de ruta, en más de una ocasión fueron golpeados por las epidemias, los hielos y las privaciones, en más de una ocasión tuvieron una desgarradora añoranza del hogar, pero en todo momento tuvieron presente la imagen de la prodigiosa Jerusalén, una ciudad que no era de este mundo, una ciudad en la que no había maldad ni sufrimiento, sino una eterna paz celestial con un amor profundo y diáfano, una ciudad bañada por una luz perpetua de compasión y caridad. Así prosiguieron su viaje, pasaron por valles desérticos, subieron por montañas nevadas, atravesaron llanuras azotadas por vientos y deprimentes regiones de colinas peladas y abandonadas. Poco a poco fueron perdiendo el ánimo. La desilusión, el agotamiento y el desconcierto empezaban a devorar el campamento; algunos huyeron por las noches y cada uno se encaminó hacia su casa, algunos perdieron el juicio y a otros los atacó la desesperación y la desidia a medida que iban comprendiendo que la añorada Jerusalén no era una ciudad, sino un puro anhelo. Y a pesar de todo, aquellos cruzados continuaron avanzando hacia el este, hacia Jerusalén, caminando por el barro, el polvo y la nieve, arrastraron sus pies cansados siguiendo el curso del río Po y hacia la costa norte del mar Adriático hasta que una tarde de verano, cuando se estaba poniendo el sol, llegaron a un pequeño valle rodeado de altas montañas en una de las regiones interiores de la tierra conocida hoy como Eslovenia. Aquel valle les pareció el oasis de Dios, su santa morada; estaba lleno de manantiales, de campos y praderas verdes, coronado por bosques frescos, por viñedos y huertos frondosos. Y allí había un pequeño pueblo construido alrededor de un pozo, con una plaza pavimentada con baldosas de piedra, y con silos y graneros de tejados inclinados. Rebaños de ovejas descendían por la pendiente y había ocas deambulando entre vacas que soñaban relajadamente diseminadas por la pradera. Tranquilos y pacíficos les parecieron los campesinos del pueblo, y las jóvenes, de cabello negro, eran sonrientes y de prominentes curvas. De modo que aquellos portadores de la Cruz debatieron y, al final, decidieron llamar Jerusalén a ese valle bendito y terminar allí su agotador viaje.

Por tanto, levantaron un campamento en una de las laderas, frente a las casas del pueblo, dieron de beber y de comer a sus cansados caballos, se sumergieron en las aguas del arroyo y, después de descansar en aquella Jerusalén de las penalidades del viaje, empezaron a construirla con sus propias manos: levantaron unas veinte o treinta cabañas modestas, entregaron una parcela de tierra a cada hombre, pavimentaron caminos, construyeron una pequeña iglesia con un bonito campanario. Con el tiempo, desposaron a jóvenes del pueblo situado en el valle, engendraron hijos que, cuando crecieron, chapoteaban a placer en las aguas del Jordán, correteaban descalzos por los bosques de Belén, subían al monte de los Olivos, bajaban a Getsemaní, al valle de Cedrón y a Betania o jugaban al escondite entre los viñedos de En Gedi. «Y así viven hasta el día de hoy», dijo Gershom Wald, «una vida de pureza, una vida de libertad en la ciudad santa y en la tierra prometida, y todo sin derramar más sangre inocente y sin luchar sin tregua con infieles y enemigos. Viven en su Jerusalén en paz y tranquilidad cada uno bajo parra y su higuera[24]. Hasta el fin de los tiempos. ¿Y tú? Si te marchas de aquí, ¿adónde piensas ir?».

—Me está proponiendo que me quede —dijo Shmuel sin tono interrogativo al final de la frase.

—Acaso no la amas ya.

—Quizá un poco, solo su sombra, no a ella.

—Tú vives siempre entre sombras. Como esclavo que anhela una sombra[25].

—Sombras. Quizá. Sí. Pero no tan esclavo. Aún no.