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A veces volvía a subir a su habitación, pasaba dos o tres horas leyendo, primero junto a la mesa y luego tumbado de espaldas en la cama, hasta que el libro se le caía sobre la espesa barba y los ojos se le cerraban con el sonido del viento en la ventana y de la lluvia en los canalones de la casa. Le agradaba pensar que la lluvia caía y caía a poco más de unos centímetros de su cabeza, ya que el tejado de la buhardilla estaba tan inclinado que, desde la cama, podía tocarlo con los dedos.
Al mediodía se espabilaba, se ponía el ajado abrigo de estudiante, una trenca que se abrochaba con unas presillas parecidas a cuerdas y grandes botones de madera. Se calaba una especie de gorro llamado shapka. Refugiados de Europa del este habían traído con ellos sombreros rusos de ese tipo. Salía a caminar un rato cuando escampaba. Rodeaba el nuevo edificio del Bet Haam o continuaba hacia el este por la calle Shmuel Hanaguid, a lo largo del muro de piedra del monasterio de Ratisbona, pasaba por delante de la sinagoga Yeshurun y volvía hacia el barrio de Shaarei Hesed por la calle Keren Kayemet y la calle Ussishkin. Algunas veces, sin pedirle permiso a Atalia, se llevaba el bastón de zorro y caminaba golpeando con él los adoquines o los portones de hierro. Confiaba en no encontrarse por el camino con algún conocido de su época de estudiante, para no tener que dar explicaciones, ¿por qué había desaparecido de pronto como si se le hubiese tragado la tierra? ¿Dónde se había metido? ¿Qué hacía exactamente ahora? ¿Y por qué deambulaba de esa guisa por las calles invernales, vestido como un fantasma? ¿Y qué hacía con ese espléndido bastón con un zorro de plata en el mango?
No tenía ninguna explicación. Tampoco ninguna excusa. Y además había firmado un papel en el que se comprometía a no contar a nadie nada sobre su nuevo lugar de trabajo.
Pero, de hecho, ¿por qué no? Al fin y al cabo él acompañaba a un anciano inválido varias horas al día, es decir, hacía una especie de trabajo social a media jornada a cambio de alojamiento gratis, comida gratis y un pequeño estipendio mensual. ¿Qué era exactamente lo que Gershom Wald y Atalia tenían que ocultar al mundo exterior? ¿Qué sentido tenía ese secretismo? En más de una ocasión, movido por la curiosidad, había deseado hacerles un montón de preguntas, pero la pena contenida del señor Wald y la actitud fría y distante de Atalia habían acallado sus preguntas aun antes de formularlas.
Una vez vio o le pareció ver en la calle King George, junto al Bet Hamaalot, a Nesher Shereshevski, el experto en recogida de aguas pluviales. Mientras se bajaba su shapka para taparse media cara, Shmuel se sonrió y pensó que ese invierno le estaba proporcionando al querido Nesher Shereshevski muchas aguas pluviales que recoger. Puede que un día de estos Nesher Shereshevski venga también a la casa del callejón Rabbi Elbaz para comprobar el agua acumulada en el pozo con la tapa de hierro del patio.
Otra vez, en la calle Keren Hayesod, casi se da de bruces con el profesor Gustav Yom-Tov Eisenschloss, y solo gracias a la corta vista del profesor tras sus gafas con cristales de culo de botella, consiguió Shmuel Ash escabullirse hacia uno de los patios.
Al mediodía se sentaba en un pequeño restaurante húngaro de la calle King George y pedía siempre goulash caliente y picante con dos rebanadas de pan blanco y, de postre, macedonia de frutas. A veces cruzaba rápidamente el parque Gan Haatzmaut, corriendo como un fugitivo, con la cabeza encrespada persiguiendo a la barba, el cuerpo inclinado en diagonal hacia delante y persiguiendo a la cabeza, y las piernas aceleradas detrás del tronco como si temiesen quedarse atrás. Se metía sin darse cuenta en los charcos, las ramas de los árboles le rociaban la frente con gotas afiladas y punzantes, y él seguía avanzando casi a la carrera, como si le estuviesen persiguiendo. Hasta que llegaba a la calle Hillel y, desde allí, continuaba hacia Nahalat Shiva, se detenía jadeando y resoplando delante de la casa donde vivía Yardena antes de casarse, y miraba con el cuello del abrigo levantado hacia la entrada, como si Atalia y no Yardena fuese a aparecer de repente por allí. Entonces se sacaba el inhalador del bolsillo y aspiraba profundamente tres veces.
Jerusalén estaba tranquila y pensativa aquel invierno. De cuando en cuando repicaban las campanas de las iglesias. Un suave viento del oeste atravesaba los cipreses, agitaba las copas y agitaba el corazón de Shmuel. A veces un francotirador jordano aburrido lanzaba un disparo solitario hacia los campos de minas o hacia la tierra de nadie que separaba la ciudad israelí de la ciudad jordana. El solitario disparo parecía acrecentar aún más el silencio de las callejuelas y el peso grisáceo de los altos muros de piedra que encerraban zonas inaccesibles donde Shmuel no sabía lo que se ocultaba, monasterios, orfanatos o tal vez instalaciones militares. En lo alto de aquellos muros brillaban fragmentos de cristal, a los que muchas veces se añadían también bobinas de alambre de espino oxidado. Una vez, pasando por la sombra del muro que rodeaba la leprosería del barrio de Talbiya, se preguntó cómo sería la vida detrás de ese muro y se respondió que tal vez no fuese muy distinta a su vida de recluso en la buhardilla de techo bajo de la última casa al final del callejón Rabbi Elbaz al final de Jerusalén junto a los pedregales abandonados.
Al cabo de unos quince minutos, daba media vuelta, atravesaba el barrio de Nahalat Shiva y regresaba a casa dando un rodeo, por la calle Agron, hasta que por fin aterrizaba junto al portón de hierro caído de la casa de piedra baja y llegaba, jadeando y resoplando, con un ligero retraso, a su turno de trabajo en la biblioteca del señor Wald. Llenaba y encendía la estufa de queroseno, daba de comer a la pareja de peces de colores de la esfera de cristal, y preparaba el té para los dos. Y se intercambiaban las páginas del periódico Davar. Debido a las lluvias del invierno, un viejo edificio de Tiberíades se había desplomado y dos inquilinos habían resultado heridos. El presidente Eisenhower advertía de las intrigas de Moscú. En Australia se había descubierto un pequeño pueblo de indígenas que no habían oído nada de la llegada del hombre a la luna. Y Egipto estaba llenando sus arsenales de moderno armamento soviético.