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—Lo llamaban traidor —dijo Wald— porque siempre se relacionaba amigablemente con árabes. Iba a verlos a Katamón, a Sheikh Jarrah, a Ramala, a Belén y a Beit Jala. Con frecuencia los hospedaba aquí, en su casa. Venían periodistas árabes de todas clases. Políticos. Líderes sindicales. Profesores. Lo llamaban traidor también porque, en el año cuarenta y siete e incuso en el cuarenta y ocho, cuando las batallas de la guerra de la Independencia estaban en todo su apogeo, él siguió afirmando que la decisión de fundar un Estado judío era un trágico error. Bueno. Es mejor, decía él, que el Mandato británico que se desintegra sea sustituido por un Mandato internacional o un gobierno provisional bajo tutela americana. Es muy probable, dijo, que a cien mil supervivientes del Holocausto, que han sido desplazados a los campos de tránsito diseminados por Europa, se les autorice a emigrar a Eretz Israel, incluso los americanos apoyan una única oleada inmigratoria de esas características, y la población judía aquí pasará de seiscientos cincuenta mil a tres cuartos de millón. Así se solucionará la trágica situación de los judíos desplazados. Después será mejor que paremos un poco. Dejaremos que los árabes digieran paulatinamente, a lo largo de diez o veinte años, nuestra presencia aquí. Entretanto, tal vez se restablezca la calma, siempre y cuando nosotros dejemos de demandar ostentosamente un estado hebreo. La principal oposición árabe, eso afirmaba Abravanel, no se dirige hacia la empresa sionista existente, que fundamentalmente es un puñado de ciudades pequeñas y varias decenas de pueblos a lo largo de la llanura costera, su oposición surge del miedo al poder de acumulación de los judíos y a sus ambiciones expansionistas. Tras muchos años de conversaciones con sus amigos árabes de aquí y de los países vecinos, él llegó a la conclusión de que los árabes tenían miedo sobre todo de lo que ellos veían como superioridad de los judíos en educación, en tecnología, en ingenio y en motivación, una superioridad que, al final, los llevaría a expandirse y a controlar todo el territorio árabe. Ellos tienen miedo, eso afirmaba siempre, no tanto del pequeño embrión sionista, sino del gigante depredador oculto en él.

—¿Qué gigante? —dijo Shmuel en voz baja—. Menudo chiste. En medio de ellos, nosotros no somos más que una gota en el mar.

—No lo ven así los árabes, según decía Abravanel. Los árabes no creen ni por un instante en las buenas palabras sionistas, aparentemente un puñado de judíos que vinieron aquí buscando tan solo un pequeño refugio, un rincón diminuto como la palma de una mano donde ponerse a salvo de sus perseguidores de Europa. Hubo un primer ministro de Iraq, Adnan Pachachi, que declaró en el año cuarenta y siete que, cuando el número de judíos de Palestina llegase al millón, no habría en toda Palestina quien pudiese hacerles frente. Cuando su número llegase a los dos millones, no habría en todo Oriente Medio quien pudiese hacerles frente. Y si los judíos llegaban a los tres o cuatro millones, ni todo el mundo musulmán podría con ellos. Esos temores, decía Shaltiel Abravanel, el terror a los nuevos cruzados, la creencia mágica en la fuerza satánica de los judíos, el miedo árabe a las secretas maquinaciones de los judíos para destruir las mezquitas de la explanada del Templo y construir en su lugar el Templo y crear un imperio judío desde el Nilo hasta el Eúfrates, esos temores son el origen de la ardiente oposición de los árabes a esa realidad que va tomando forma de un palmo de tierra para los judíos entre la costa y las montañas. Ese miedo árabe, creía Shaltiel Abravanel, aún está en nuestras manos aplacarlo si actuamos con paciencia, con buena voluntad, con esfuerzos infatigables para dialogar con los árabes, con la creación de un sindicato de trabajadores común, con la apertura de los asentamientos judíos a habitantes árabes, con la apertura de nuestros colegios y de nuestra universidad a alumnos árabes y, sobre todo, abandonando la pretenciosa idea de fundar un Estado judío separado, con un ejército judío y un gobierno judío, y con atributos de soberanía que pertenezcan única y exclusivamente a los judíos.

—En sus ideas —dijo Shmuel con tristeza— hay algo que al corazón le encantaría aceptar, aunque en el fondo son ideas edulcoradas. Yo en cambio creo que a los árabes, más que darles miedo del poder de los judíos en el futuro, les tentó la debilidad de los judíos en el presente. ¿Nos tomamos ahora un té? ¿Y también unas cuantas galletas? Y usted, dentro de poco, también tiene que tomarse el jarabe y dos pastillas.

—Lo llamaban traidor —prosiguió Wald sin reaccionar al ofrecimiento de té— porque la pequeña posibilidad que se vislumbró a mediados de los años treinta para las aspiraciones de fundar aquí un Estado judío independiente, aunque solo fuera en una pequeñísima parte de esta tierra, esa mínima posibilidad hizo que nos diese un vuelco el corazón. También a mí. Abravanel, por su parte, no creía en ningún estado. Tampoco en un estado binacional. Tampoco en un estado compartido por árabes y judíos. La idea de un mundo dividido en cientos de estados con pasos fronterizos, alambradas de espino, pasaportes, banderas, ejércitos y sistemas monetarios separados, le parecía una idea desquiciada, arcaica, primitiva, criminal, una idea desfasada y que muy pronto desaparecería del mundo. Él me decía, para qué tenéis que establecer aquí deprisa y corriendo, a sangre y fuego, otro estadito liliputiense, a costa de una guerra sin fin, cuando dentro de muy poco todos los estados del mundo desaparecerán y, en su lugar, habrá comunidades de hablantes de diferentes lenguas que vivan unos al lado de otros y unos en medio de otros sin esos juguetes letales como soberanías, ejércitos, fronteras y armas destructivas de todas clases.

—¿Intentó difundir sus ideas? ¿En las instituciones? ¿En los periódicos? ¿Entre el pueblo?

—Lo intentó. En círculos pequeños. Tanto entre los árabes como entre los judíos. Iba al menos dos veces al mes a Ramala y a Belén, a Yafo, a Haifa y a Beirut. Participaba en círculos privados en los salones de intelectuales procedentes de Alemania del barrio de Rehavia. Bueno. Es mejor que no intentemos fundar aquí ni un Estado árabe ni un Estado judío, afirmaba: vivamos aquí los unos al lado de los otros y los unos en medio de los otros, judíos y árabes, cristianos y musulmanes, drusos y circasianos, ortodoxos, católicos y armenios, un grupo de comunidades vecinas sin fronteras separadoras. Tal vez se vaya diluyendo gradualmente el temor árabe ante lo que ellos ven como las ambiciosas maquinaciones de los sionistas para judaizar toda esta tierra. En nuestros colegios, los niños estudiarán árabe y en sus colegios, los niños estudiarán hebreo. O mejor aún, decía, creemos colegios conjuntos. Treinta años de instigación británica mediante el sistema de divide y vencerás llegarán de una vez por todas a su fin. Y así, no en un día ni en un año, creía Abravanel, tal vez surjan los primeros brotes de confianza e incluso de amistad personal entre árabes y judíos. De hecho, ese tipo de brotes ya existían en los años del mandato británico, en Haifa, en Jerusalén, en Tiberíades, en Yafo y otros lugares. Muchos árabes y judíos mantenían relaciones profesionales y, con frecuencia, los unos visitaban a los otros con sus familias. Como Abravanel y sus amigos. Y es que estos dos pueblos tienen muchísimo en común: a lo largo de la historia, los judíos y los árabes, de dos formas diferentes, han sido las víctimas de la Europa cristiana. Los árabes han sido humillados por las potencias colonialistas y han sufrido opresión y explotación, y los judíos han sufrido durante generaciones y generaciones escarnio, ostracismo, persecución, expulsión, matanzas y, finalmente, un genocidio sin precedentes en la historia del mundo. Dos víctimas de la Europa cristiana, decía Shaltiel, ¿acaso no existe una profunda base histórica para que haya una relación de empatía y de entendimiento entre ellos?

—Es hermoso —dijo Shmuel—, algo ingenuo. Optimista. Todo lo contrario a lo que decía Stalin sobre la cuestión nacional. Pero sugerente.

Se levantó, encendió la luz y fue cerrando todas las contraventanas, que chirriaron. Cuando abrió las ventanas para tirar de las contraventanas hacia dentro, penetró en la biblioteca un aire jerosolimitano, frío y seco, que le cortó la respiración. Shmuel tocó con los dedos el inhalador que llevaba en el bolsillo, pero no lo utilizó. Gershom Wald continuó:

—Si los judíos se empeñan en proclamar tras el fin del Mandato británico el establecimiento de un Estado judío independiente, advertía Abravanel, ese mismo día estallará una guerra sangrienta entre ellos y todo el mundo árabe, y tal vez entre ellos y todo el mundo musulmán. Medio millón de judíos frente a cientos de millones de musulmanes. En esa guerra, vaticinaba Abravanel, no vencerán los judíos. Incluso aunque ocurra un milagro y logren derrotar a los árabes en uno, dos, tres o cuatro asaltos, al final el islam impondrá su superioridad. Será una guerra de generaciones y generaciones, porque cada victoria judía no hará más que profundizar y redoblar el terror de los árabes ante el potencial satánico de los judíos y ante sus aspiraciones cruzadescas. Esas cosas, u otras por el estilo, me decía Shaltiel aquí, en esta habitación. Antes de que ocurriera todo. Antes de que yo perdiera a mi único hijo en las montañas de Jerusalén la noche del dos de abril. Él hablaba de pie, junto a la ventana, de espaldas a la oscuridad de fuera y, normalmente, no de cara a mí, sino a ese cuadro del pintor Reuven Rubin. Le gustaban muchos los paisajes de esa pintura. Le gustaban las montañas de Galilea, las laderas de los valles y el Carmel, le gustaba Jerusalén, el desierto y los pequeños pueblos árabes de la llanura y de las laderas de las montañas. También le gustaban las praderas de los kibutz y las colonias agrícolas judías con las casuarinas y los tejados rojos. Sin contradicción alguna.

»Unas semanas después de la boda de Mija y Atalia, en el año cuarenta y seis, Shaltiel apareció una tarde en mi pequeño piso de la calle Azza y me invitó a venir a vivir con ellos a esta casa. Tenemos bastante sitio para todos, dijo. ¿Por qué vas a vivir solo? Por entonces yo era profesor de Historia en el instituto Rehavia. Y de hecho ya me quedaba poco para jubilarme. Mija y Atalia vivían entonces en tu buhardilla. Esta biblioteca era la biblioteca de Shaltiel Abravanel. Cuando vine aquí, yo solamente traje las novelas que están en el dormitorio. Él caminaba por la biblioteca, iba y venía desde una pared hasta otra, desde las ventanas hasta la puerta, desde la puerta hasta la cortina de cuentas situada en la entrada de la cocina, con pasos cortos y rápidos, explicándome su visión del grupo de comunidades. Al estado, a cualquier estado, lo llamaba dinosaurio depredador. Una vez volvió muy alterado de una conversación de media hora con David Ben Gurión y David Remez en el despacho de Ben Gurión, situado en la sede de la Agencia Judía, y me dijo, recuerdo cómo le temblaba la voz al hablar, que ese hombrecillo, cuya voz recordaba a veces a una mujer histérica, se había convertido en un falso mesías. Shabbetay Zvi. Yaakov Frank. Y que nos iba a destruir a todos, judíos, árabes y, de hecho, al mundo entero, con un trágico derramamiento de sangre que jamás tendría fin. Y continuó diciéndome: puede que Ben Gurión consiga en vida, y tal vez lo logre pronto, ser el rey de los judíos. Rey por un día. Rey mortal. Mesías de los pobres. Pero las próximas generaciones lo maldecirán. Con sus propias manos ha arrastrado con él a sus compañeros más prudentes. Ha encendido en ellos un fuego maligno. La tragedia de los hombres, decía Shaltiel, no estriba en que los perseguidos y los oprimidos aspiren a liberarse y a hacerse respetar. No. La maldad está en que los oprimidos, en lo más profundo de sus corazones, realmente sueñan en convertirse en opresores de sus opresores. Los perseguidos anhelan ser perseguidores. Los siervos sueñan con ser amos. Como en el libro de Ester.

Gershom Wald se calló un instante y después añadió con pena:

—No. De ninguna manera. Yo ni por un instante creí en todo eso. Incluso me burlé de él. Jamás se me pasó por la cabeza que Ben Gurión aspirase nunca a dominar a los árabes. Shaltiel vivía en un mundo maniqueo. Se creó una especie de paraíso utópico y enfrente se imaginaba el infierno. Ellos, por su parte, empezaron a llamarlo traidor. Decían que se había vendido a los árabes por una buena suma de dinero. Decían que él mismo era el bastardo de un árabe. Periódicos hebreos lo apodaron con sorna el Almuecín o el Sheikh Abravanel o incluso la Espada del Islam.

—¿Y usted? —preguntó Shmuel, tan alterado que olvidó dar de comer a los peces de colores del acuario y olvidó darle al anciano sus pastillas—, ¿usted no discutía con él?

—Yo —suspiró Gershom Wald—, pobre de mí, yo discutía con él con gran vehemencia. Hasta la noche del dos de abril. Aquella noche se acabaron para siempre todas las discusiones entre nosotros. La tragedia apagó la discusión. De todos modos, sus posturas ya no tenían en este país la más mínima posibilidad. Ya habíamos visto todos que los árabes no soportarían nuestra presencia aquí ni aunque renunciásemos a la fundación de un Estado judío. Estaba claro como el agua, incluso para los más moderados, que la postura de los árabes no dejaba ningún resquicio a la más mínima sombra de compromiso. Y yo ya era un hombre muerto.

—Yo por aquel entonces solo era un joven de trece años —dijo Shmuel—, un joven en el movimiento juvenil. Al igual que todos, creía que nosotros éramos los justos y la minoría, mientras que ellos, los árabes, eran los malvados y la mayoría. No me cabía duda de que ellos deseaban arrancarnos a la fuerza el palmo de tierra que teníamos bajos los pies. Todo el mundo árabe estaba determinado a aniquilar o a expulsar a los judíos. Así eran las llamadas de los almuecines desde lo alto de los minaretes de las mezquitas los viernes al mediodía. Es cierto que en Haifa, cuando era pequeño, venían clientes árabes al pequeño despacho de cartografía que tenía mi padre en Hadar Hacarmel, Gaviota S. L. De cuando en cuando entraban comerciantes de terrenos, efendis con feces rojos, tirantes y trajes con una cadena de oro que se curvaba sobre sus barrigas y continuaba hasta el reloj de oro que tenían metido en el bolsillo lateral. Eran agasajados con licores y postres, y charlaban con mi padre y con su socio, extensa y sosegadamente, en un cultivado y perfecto inglés o francés. Alababan la brisa marina al atardecer o la producción de olivas. Y a veces nos invitaban a nosotros, a mi padre, a mi madre, a mi hermana y a mí, a degustar exquisiteces en sus casas de la calle Allenby. Los sirvientes ofrecían bandejas y bandejas de café o de té árabe, pistachos, nueces, almendras y dulces. Fumaban juntos un cigarro tras otro y estaban de acuerdo en que la política era totalmente innecesaria y que solo nos traía desgracias y calamidades a todos. En que sin política la vida podía ser hermosa y tranquila. Hasta que un día empezaron en Haifa los ataques a los autobuses de los judíos, las sangrientas incursiones de represalia de combatientes judíos en pueblos de la zona de la bahía, la multitud árabe enfervorizada asesinó a los trabajadores judíos de las refinerías, y de nuevo las acciones de represalia, francotiradores judíos y árabes se apostaron sobre las azoteas de las casas tras barricadas de sacos terreros, puestos de control con posiciones fortificadas se levantaron en los pasos entre los barrios de los árabes y los barrios de los judíos. Y en abril del cuarenta y ocho, como un mes antes de la retirada de los británicos, decenas de miles de árabes de Haifa se subieron a una flota de barcos y barcas de pescadores y escaparon en masa al Líbano. El último día, los dirigentes judíos de Haifa siguieron lanzando proclamas en las que rogaban a la población que se quedase. Es cierto que en Lod y en otros muchos lugares no les rogamos que se quedasen, sino que los asesinamos y expulsamos. Tampoco en Haifa sirvieron de nada esas proclamas: los árabes ya eran presas del pánico. Un terror mortal flotaba sobre sus cabezas: corría el rumor entre ellos de que los judíos pretendían exterminarlos a todos, como habían hecho con los habitantes del pueblo árabe de Dir Yassin, que estaba aquí mismo, al otro lado de la colina, no muy lejos de esta casa. De la noche a la mañana, Haifa quedó vacía de la mayor parte de su población árabe.

»Aún hoy paso a veces por los barrios árabes que ahora están llenos de inmigrantes judíos, deambulo al atardecer por las callejuelas donde continúan viviendo miles de árabes que decidieron permanecer en Haifa, y me pregunto si lo que pasó, tuvo que pasar necesariamente. Mi padre, por su parte, sigue afirmando que no había escapatoria. Que la guerra de la Independencia fue una guerra total a vida o muerte, o nosotros o ellos, una guerra en la que no lucharon dos ejércitos, sino dos poblaciones, una calle contra otra, un barrio contra otro, la ventana de una casa contra la ventana de la casa de enfrente. En guerras así, dice mi padre, en guerras civiles, siempre y en todas partes son desplazadas poblaciones enteras. Eso mismo ocurrió entre Grecia y Turquía. Entre India y Paquistán. Entre Polonia y Alemania. Entre Checoslovaquia y Alemania. Yo oigo sus palabras, oigo lo que piensa mi madre, que todavía hoy afirma que todo fue culpa de los británicos, que prometieron esta tierra dos veces y disfrutaron instigando a un pueblo contra otro pueblo. Atalia que dijo una vez que su padre no era de su tiempo. Puede que se retrasase. Puede que se adelantase. Pero no era de su tiempo. Él, al igual que Ben Gurión, eran hombres con grandes sueños. Yo, por mi parte, a veces veo las grietas. Sobre el tema de las grietas, puede que usted me haya influido un poco. En nuestras conversaciones nocturnas he aprendido de usted a dudar un poco. Tal vez por eso yo ya no seré jamás un revolucionario de verdad, solo un revolucionario de café. Ahora iré a la cocina a calentarnos la papilla. Me permitirá dejarlo esta tarde un poco antes, es que Atalia me ha invitado a cenar con ella en un pub o un bar en el que no he estado nunca.

Shmuel cubrió la camisa de Gershom Wald con un paño de cocina de cuadros, le metió un pico del paño por el cuello de la camisa, le aproximó la papilla recalentada en la que había espolvoreado un poco de azúcar y de canela y, para él, preparó dos gruesas rebanadas de pan con mantequilla y queso, a pesar de que Atalia le había ordenado no comer nada antes de su cita en el Fink. Pero el hambre fue más fuerte que él.

Mientras se comía la papilla que le había acercado Shmuel, Gershom Wald dijo:

—Yo considero a Ben Gurión el mayor de los dirigentes judíos de todos los tiempos. Mayor que el rey David. Puede que uno de los mayores estadistas de la historia del mundo. Era un hombre lúcido y clarividente que comprendió hace mucho tiempo que los árabes jamás nos tolerarían aquí de buen grado. Que tampoco aceptarían compartir con nosotros ni el territorio ni el poder. Él sabía mucho antes que sus compañeros que nada nos sería entregado en una bandeja de plata, que las buenas palabras no harían que los árabes nos quisiesen, y también sabía que ninguna fuerza exterior vendría a defendernos el día que los árabes se alzasen para arrancarnos de aquí. Ya en los años treinta, después de entablar largas conversaciones con los dirigentes árabes, incluidos los queridos y agradables amigos de Shaltiel Abravanel, Ben Gurión llegó a la conclusión de que, lo que nosotros no obtuviésemos por nosotros mismos, no se nos daría gratuitamente. Mi hijo Mija salía por las noches a practicar con el arma en el bosque de Tel Arza, porque también él lo sabía. Todos lo sabíamos. Pero yo no sabía que mi hijo. No suponía que mi hijo. No quería ni imaginarlo. Ya no es un muchacho, me decía a mí mismo, ya tiene treinta y siete años y es casi catedrático. A veces, durante las semanas posteriores a la tragedia, sin que él dijera ni una palabra, yo me imaginaba a Shaltiel Abravanel preguntándome en voz baja si todavía creía que todo eso había merecido la pena. Esa pregunta que Shaltiel jamás me hizo me hería como si me clavara una y otra vez un cuchillo en la garganta. Y desde entonces no hablamos más. Ni él ni yo. Guardamos silencio. Todo se desvaneció. Solo muy de cuando en cuando intercambiábamos palabras sobre el arreglo de las tejas o la compra de un frigorífico eléctrico. Ahora ten la amabilidad de dejar el plato y la cuchara dentro de la pila, no te molestes en fregarlos ni colocarlos, y vete enseguida corriendo tras sus faldas. Yo, por mi parte, no creo que tus flirteos con ella den ningún resultado. Tú no eres para ella y ella no es para ti, de hecho, ella ya no es para nadie en el mundo. Ella será una mujer solitaria hasta el fin de sus días. También después de mi muerte ella será una mujer solitaria en esta casa vacía. No vendrá ningún extraño. O puede que venga y sea obligado a irse al día siguiente, o al cabo de cierto tiempo, justo igual que vino. También tú serás obligado pronto a irte y yo te perderé también a ti. Apresúrate. Ponte tu mejor camisa y vete cuanto antes. No te preocupes por mí. Yo seguiré sentado aquí con mis libros y mis cuadernos hasta el amanecer y entonces, yo mismo me arrastraré hasta la cama. Vete, Shmuel. Vete con ella. Ya no tienes elección.