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Todo empieza donde y como acabó. En Egipto, en el Cairo, y sola. Mi desgastada Raquel anda perdida entre el ascensor y mi casa. Dice que nunca podrá acostumbrarse a mi ausencia. Creo que yo tampoco podré acostumbrarme a vivir solo con su recuerdo sin morir un poco; sin que mis deseos me hagan volar con el pensamiento hasta su lado, sin el perfume de sándalo que su túnica negra deja prendido por donde pasa, sin la luz que el brillo de sus zapatillas le dan a mis pupilas cansadas de ver tantas cosas llenas de oscuridad. Sé que la ausencia de su voz suave, pausada, dejará mis oídos enfermos por el abandono, porque su voz es como su mirada, como sus huesudas manos de bruja buena, el antídoto perfecto para no dejarte llevar por la sinrazón. Raquel es una reliquia llena de la exquisitez de la vida, de la paciencia, la constancia y el amor. Mi Raquel no es vieja ni es mayor, mi Raquel está desgastada por dentro y por fuera, en el alma y el corazón: como lo estoy yo.

A estas alturas de la narración ya habrá supuesto que regreso a España. He meditado mi vuelta largo y tendido, recostando mi cabeza sobre el regazo de Raquel, que ha escuchado mi llanto noche tras noche. Que, paciente, ha contemplado como mis dedos se deslizaban una y otra vez sobre el último óleo que le hice a Omar. Sobre sus ojos, sus labios, sus manos… Sin él mi estancia en este país no tiene sentido.

Dentro de unas horas Raquel y yo iremos al gran bazar de Khan el-Kalili, quiero comprar regalos para todos, pero hasta eso, el ir al gran bazar y regatear sin Omar, me va a doler. Desde hace días todo lo que hago sin él me lastima. Aquí, en el Cairo, donde su recuerdo me persigue, donde intento buscar sus ojos, escuchar su voz, ver su sombra en cada esquina, en cada hombre, me es más difícil. A cada instante que pasa lo añoro más y, cuando lo hago, me parece escuchar su voz diciendo:

—Nada muere, todo se trasforma —decía refiriéndose a Sheela—. Ella estará siempre a tu lado. ¡Siéntela! Solo tienes que sentirla…

Y la siento, la siento a ella y, sobre todo, a él, a Omar. Pero…, me duele tanto hacerlo, tanto.

Antes de ir al gran bazar pasaré por una empresa de mensajería y le enviaré todas estas páginas que he ido escribiendo para usted. Espero que lleguen antes que yo porque me gustaría que nos encontrásemos sabiendo que, al fin, tiene pleno conocimiento de quién es su segunda hija. Aquella joven delgada, casi escuálida que un día se marchó de su hogar, que dejó a sus hijos y su marido, buscando hacer realidad un sueño, un sueño de cuento que estuvo a punto de cumplir pero que el destino, el ineludible destino, le arrebató.

Anoche, mientras iba embalando los utensilios de pintura, volví a ver a padre. Estaba sentado en el marco de la ventana y me sonreía. Su expresión era más cálida que de costumbre y su visión más cercana, como si estuviésemos en el mismo plano vital. Incluso pude percibir el olor de su colonia. Dejé la caja que estaba montando y me dirigí hacia él, pero, como siempre, su imagen desapareció. En su lugar estaba el paraguas rojo de Sheela. Lo cogí y entonces escuché su voz, la voz de Sheela diciendo:

«Recuerda, no vuelvas, suceda lo que suceda, nunca debes volver».

Junto al texto, le envío el paraguas rojo de Sheela. Es para Mena. Sé que ella irá a casa de Carlota esta semana, como hace todos los veranos, y quiero que se lo dé. Dígale que a mí ya no me hace falta porque, para protegerme, tengo el de Omar.

En el salón suena Alberto Cortez, las últimas estrofas de su canción En un rincón del alma hoy más que nunca me lastiman:

Con las cosas más bellas,

guardaré tu recuerdo

que el tiempo no logró.

Sacarlo de mi alma,

lo guardaré hasta el día,

en que me vaya yo.

El lienzo de Omar permanece entre mis manos. Me cuesta embalarlo, dejar de verle. Llueve. Fuera está lloviendo y, a mi lado, para protegerme, ya no está él.