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Son las dos de la madrugada y aún no he conseguido dormir. El miedo me atenaza. No es un miedo cualquiera. Es el que crea la inseguridad. Me siento perdida. Nada es como pensaba. Desde que llegué a El Cairo y crucé la puerta del aeropuerto en dirección al taxi sentí una sensación extraña; no sabía qué hacía aquí.

Siempre imaginé El Cairo como una pequeña aldea llena de casas de adobe, en medio de un desierto salpicado de nómadas y tuaregs, vestidos de blanco y azul añil, sonriendo prepotentes encima de sus enormes y abnegados camellos. Todos eran hombres de tez morena, de formidables ojos negros y grandes cejas. Las calles, un inmenso zoco donde todos los espacios estaban invadidos por miles de tenderetes que exhibían vasijas, momias y tesoros arqueológicos que se podían adquirir por dos duros. Nada más lejos de la realidad. El Cairo es una gran ciudad. Iluminada por la energía de la gran presa de Asuán. Llena de autopistas. Plagada de turistas ingenuos como yo. El Cairo es hermoso, cosmopolita, políglota y demasiado grande para mis conocimientos. Aún y así no me arrepiento, solo siento inseguridad. Todo lo que me gusta siempre me ha producido inseguridad y miedo. ¿O tal vez miedo e inseguridad?

Durante el vuelo, en muchos momentos, he echado en falta el paraguas rojo de Sheela, mi amiga del alma. No pude embarcar con él, las medidas de seguridad me obligaron a facturarlo con el resto del equipaje. Desde que me lo regaló ha permanecido a mi lado, sirviéndome de apoyo y cobijo, protegiéndome de los malos augurios, tal y como ella dijo que haría. Antes de facturarlo acaricié su empuñadura de madera y, mientras lo hacía, recordé sus palabras, las palabras premonitorias de una de las brujas de Eastwick. Ella presagió mi viaje a Egipto, anticipó mi huida:

«Egipto, es parte de tu destino… aunque, si lo deseas, puedes evitarlo, porque la vida, el futuro, es un cruce de caminos y siempre hay más de una elección. Si decides viajar a la ciudad del Nilo, nunca debes regresar a España, por nada del mundo debes hacerlo. No lo olvides…».

Tal vez si me hubiese dicho el motivo por el que no podía volver, habría elegido otro destino, no estaría aquí. Pero no lo hizo, siempre se negó a hablar sobre ello. Desde aquel día no volvió a esparcir para mí las runas sobre la mesa.