8

El día que llegamos a esa vanguardista, prestigiosa y elitista urbanización, el corazón se me encogió como un tomate para freír. Todos eran tan perfectamente pudientes que mis orígenes me provocaban inseguridad.

Me pregunto, qué hubiesen pensado usted y padre si hubieran podido oír mis pensamientos. Recuerdo como pagaron parte de mis estudios gracias a la leche que producía el ganado. Sus ubres fueron el pozo de petróleo de nuestra gran familia numerosa.

Aquel día, mientras observaba la alta sociedad que me rodeaba, mirando el terreno, en el que se asentaban los chalets, y que tiempo atrás fue una cañada real apodada como «la polvera» en donde las parejas al anochecer buscaban «intimidad», sentí nostalgia. Añoré la vida sencilla y llana del pueblo. Cuando mis ojos retuvieron la imagen de la infinidad de chalecitos adosados, todos ellos repletos de alarmas, parabólicas, coches de alta gama y empleadas de hogar uniformadas hasta las cejas, me dieron ganas de salir corriendo, de volver a mi pequeña casa de apenas sesenta metros cuadrados en pleno centro de la capital. Eché en falta el colorido de los semáforos, el ruido ensordecedor del tráfico que acallaba mis cavilaciones. El bullicio de la gente en las tiendas, en las terrazas, por las aceras… Evoqué ese anonimato que te da la gran urbe, un anonimato que permite ir, vestir, sentirte y ser como te dé la gana por cualquier sitio, en cualquier momento del día y cualquier día del año. Añoré esa libertad de formas y maneras que allí me iba a ser muy difícil hallar. No sabía cómo iba a poder sobrevivir en aquel recinto privado, de calle privada, portero privado… Todo era «privativamente» privado, menos los recursos económicos que se paseaban como suelen hacer los nobles con sus títulos.

Cuando la señorita guapísima, vestidísima de Cristian Dior, maquillada y peinada por un pupilo del mismísimo Llongueras que, dicho sea de paso, allí estaba súper «franquiciado», nos dio la oportuna, la obligada, la monótona y consabida gira turística a través de las instalaciones comunes, Carlos, mi amado Carlos, parecía Onasis. Se tomó tan en serio su papel de nuevo rico que hasta yo me lo creí. Sin embargo, yo, a su lado, frente a todo aquel alarde de pedigrí, era el retrato viviente de un chuchito sin raza. Abandonado por sus desaprensivos dueños y rescatado por los servicios de la perrera municipal del atropello de un coche. Incluso adolecía de una cojera repentina y un tic nervioso en el labio superior que me obligó a taparme más de una vez la boca para disimular mi precario estado de nervios. Todo ello, unido a mis ademanes y aspecto progresista, me hacían desentonar con el impecable estado y apariencia de mi cónyuge, vestido de Ralph Lauren y perfumado con Loewe. Mis vaqueros y mi camiseta negra haciendo juego con las alpargatas de esparto me hacían sentir cómoda. Eran apropiadas para caminar por la urbanización, visitar el chalet piloto, los jardines… Pero, al tiempo, me convertían en el blanco perfecto de la mirada inquisidora y frívola de la guapísima empleada de la promotora y las «superseñoras» que ya habitaban algunos de los chalecitos. Carlos parecía ir a jugar al golf, solo le faltaban los zapatos apropiados. Yo parecía ir al súper, al supermercado del barrio, porque allí lo llamaban El Centro Comercial, y cuando se visitaba, una tenía que ir a la última.

Lo cierto, madre, es que no solo me sentí así aquel día. Siempre me he sentido desvinculada del común de los mortales, pero sobre todo y ante todo, de aquellos que llevan el éxito prendido en todos sus actos: los de la flor en el culo. Jamás fui uno de ellos. Ni tan siquiera me identifico con mis hermanos. Ellos son tan perfectos, tan rubios, tan altos, tan felices. Yo, tan morena, tan flaca, tan débil, tan infeliz. Tan intelectual, demasiado intelectual. Ese, como dice Carlos, es mi mayor problema, que pienso demasiado y pensar no es bueno.

Durante todo el recorrido por la urbanización, mientras escuchábamos la memoria de calidades, veíamos las habitaciones, admirábamos los escandalosamente carísimos muebles de la cocina, volví a sentir el mismo desasosiego, la misma sensación de estar en un lugar equivocado una hora más tarde de la cita. Me sentía terriblemente alejada de todas las personas que vivían en aquel entorno, maravillosamente programado por la constructora y colonizado a la perfección por la hostelería. Una hostelería que también distaba mucho de mi exquisita cocina rápida, congelada y casi sintética que apenas tenía sabor ni olor, pero que gozaba de un gran éxito, aunque solo fuese frente a mí misma.

Aquel lugar era tan perfecto que parecía haber sido construido con el único fin de fastidiarme, de desubicarme. Todo era tan extremadamente bueno que, en aquel momento, mientras contemplaba la perfección que me rodeaba, habría preferido que todo hubiese sido una ilusión óptica. Pero era real. Desconectar no servía, debía adaptarme. Carlos, así me lo exigía. Y lo intenté, lo intenté sin conseguirlo durante muchos meses, hasta que Remedios se instaló al lado, se adosó a mi vida. Entonces fuimos dos las desubicadas dentro de aquel hábitat inhóspito e irreal.