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A pesar de todo le quise, sí madre, le quise casi de forma demencial y, de alguna manera, creo que aún sigo queriéndole. Durante los primeros años de convivencia su estado constante de excitación hacía que me sintiera deseada, y eso, entonces, era algo muy importante para mí; formaba parte «del ser mujer». Lo aprendí cuando el tiempo era joven, en aquellos días en que los «decires» y los «haceres» de los demás van dando forma a los tuyos. Pero aquella época ya no tenía nada que ver conmigo y por eso mi deseo de rozar el concepto de la perfección, de conseguir que todos, y ante todo Carlos, se sintiesen felices a mi lado, fue desapareciendo paulatinamente.

Mientras él se introducía en la ducha, ajeno a mis pensamientos, a mi desnudez emocional, yo me vi ataviada con aquel vestido verde botella, tipo Sissi emperatriz, fregando los platos llenos de grasa. Aturdida en una casa llena de muebles estúpidos y traicioneros, que se llenaban de polvo en cuanto les perdía de vista. Llenando la barriga del carrito del supermercado con productos más baratos y mejores que las ofertas engañosas de letreros fosforescentes, que tanto horror me producían. Entonces comprendí que aquel vestido era incómodo para mis quehaceres diarios, que los pechos luchaban por deshacerse del corsé diseño camisa de fuerza. Reconocí el brillo de los collares de escarlatas como lo que en realidad siempre habían sido, bisutería fina. Sentí la necesidad imperiosa de ser la protagonista, la primera actriz de una película basada en la realidad. Cerré la página final de mi historia de ficción, una historia que había durado demasiados años, tantos que el príncipe era casi un abuelo, y escribí el final del cuento: «Colorín colorado, la princesa se ha fugado».