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Me quedé embarazada de Mena cuatro meses después de que Adrián comenzara el colegio. El embarazo fue imprevisto, lo fue porque Carlos y yo atravesábamos una época en la que nuestra relación volvía a hacer aguas. Yo pasaba los días encerrada en una jaula de oro. Sin más compañía que mis novelas, la radio y un grupo de madres del colegio que solo hablaban de los problemas escolares de sus hijos, del plato estrella de los domingos, de la depilación láser o de la confección de tal o cuál disfraz. Actividades, todas ellas, en las que yo era una completa inútil. También estaban los típicos rasgados de vestiduras ante la forma y manera de ser o de vivir de algunas de las mamás de los compañeros de clase de nuestros retoños. Cuando las reuniones emprendían camino por aquellos derroteros solía levantarme de la mesa con alguna excusa repentina y abandonaba, disculpándome, el desayuno o la merienda. Mis huidas repentinas me condujeron, durante mucho tiempo, a ser el blanco de cuantiosos y variados recelos.
Carlos permanecía sumergido en su reciente ascenso que nos permitiría pagar la totalidad de la hipoteca en un tiempo casi récord para una familia normal. Su objetivo era vender el piso sin un solo recibo de préstamo pendiente y establecernos fuera de la capital. Siempre quiso vivir en un chalet, tener jardín y barbacoa, un jardín que jamás cuidaría ni disfrutaría. Debido a la lealtad y dedicación plena que profesaba a su empresa, en donde hacía de todo menos dormir, apenas nos veíamos. Una de las consecuencias del distanciamiento fue que nuestras relaciones sexuales se fueron reduciendo y alargando en el tiempo peligrosamente, tanto que a mí, las pocas veces que surgía, me costaba ponerme a la labor. Mis necesidades eran más anímicas que físicas. Mientras él se moría por ir al grano, yo mendigaba un simple y tranquilo abrazo. Una charla a la luz de las velas, oler su perfume mientras le acariciaba la nuca, sentir sus manos deslizarse por mis muslos con deseo pero sin ansia. Necesitaba volver a sentirme viva y deseada, no «cumplida». Volver a ser mujer, su mujer.
El cuidado de Mena y de Adrián durante su más tierna infancia fue lo que consiguió que no volviese a derrumbarme como hice en los comienzos de nuestro matrimonio. Fue lo que evitó que le enviase la cama de matrimonio y la muda por mensajero a la oficina; algo que reconozco se me pasó más de una vez por la cabeza. Aquello era lo único que le faltaba en el despacho para que este fuese su casa.