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Han pasado tres largas horas en las que este barco con forma de milhojas recorre el Nilo, el padre Nilo. El sol se va despacio, oscureciendo este horizonte dilatado. Sus largos dedos se agarran a la superficie del anhelante hijo de la mar, tiñendo sus aguas de naranja. Es un color tornasolado, pigmentado por la arena mágica del desierto que lo envuelve todo. A los lados, en las márgenes, los pueblos parecen deslizarse. Las pequeñas casas de adobe dejan al descubierto la magnitud y el triste esplendor de la pobreza. Las mezquitas se aproximan, asaltan los objetivos de las cámaras que invaden la superficie del barco. Las mezquitas están en todas partes; supermercados de la ilusión, sucursales bancarias de la esperanza.
Desde que embarqué, permanezco entre el grupo intentando conquistar el anonimato. Mi aspecto no es el de la clásica turista alegre, dicharachera, ávida de experiencias nuevas, de información. Mi aspecto y ánimo es…; terrible. Las horas de carencia de descanso han erosionado mi cuerpo y mi carácter. Todos parecen preocupados por mi aislamiento, por intentar averiguar la extraña falta de pareja en un viaje tan largo y poco habitual para realizar a solas. A diferencia de la mayoría, no he fotografiado absolutamente nada. No ha sido por falta de ganas, sino por el despiste crónico al que estoy sujeta desde que embarqué en dirección a este país. Un despiste y una desidia que han hecho que olvide la cámara en el hotel. Una desorientación anímica selectiva que solo me permite recordar el pasado y perderme en el presente, y de la que me ha sacado la soberbia mirada del joven guía árabe que nos ha tocado en suerte. Nada más verle, madre, supe que era él, el árabe de mis lienzos. Él me ha traído hasta aquí.
Omar es nuestra voz en la oscuridad. Sus labios son los labios de la historia que hablan a nuestro conocimiento, haciendo que nuestra imaginación vuele con sus palabras, viaje a través de los siglos, respire el aire quieto del pasado. Cuando sus grandiosos ojos negros rozan los míos, me siento terriblemente dichosa. Cuando su cabeza gira hacia la orilla de la vida y su mano de dios egipcio se alarga señalando el horizonte, mi anhelo por oír su voz se agudiza. Omar sonríe. Dibuja en su cara la expresión de la alegría con cada una de sus escuetas explicaciones y, con ella, con su expresión, descarga un grito de ansiedad en mi delgado cuerpo. Omar es joven, fuerte, duro y un gran observador.
Siempre me atrajo lo desconocido, lo inalcanzable. Él se muestra lejano, ausente a mis inquietudes. Sus pensamientos esquivan mi análisis, permaneciendo vírgenes, infranqueables, sin cimentación posible. Mi curiosidad intenta invadir esa intimidad aparente, ahondando a través de su pupila, buceando en sus gestos, en el tono de sus palabras. Pero sus ojos de halcón vuelan alto. Su corazón parece agitarse ante la evidencia de una presa fácil, y arrulla mi grito con una sonrisa furtiva que no sé interpretar.
Es insólito, difícil de explicar el vértigo que siento, el acceso de locura que invade todo mi ser. La apetencia visceral, incontrolada, por entrar en su presente. Omar ha dado un sopapo a mi aturdido corazón. Ha oído mi sonrisa, ha pensado en mi pensamiento y hemos reído juntos sin saber qué decir. Ahora, deseo su cuerpo, anhelando que él, como predijo Sheela, también desee el mío. El viento desplaza mi pelo hacia atrás. Siento como observa mi mano, como roba mis gestos, como siente mi deseo; ¡es tan hermoso sentir!