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Su llegada fue como asistir a la grabación de un spot publicitario en vivo. Como ver a Richard Gere interpretando a Mr. Jones en la escena en la que él pasea sobre un andamio a muchos metros del suelo, sonriente; firme, loco, rematadamente loco, y rematadamente atrayente. Se bajó de un Citroën 2CV amarillo, atestado de maletas y fundas de instrumentos musicales y sin vacilar se dirigió hacia nostras, que permanecíamos en el porche mirándole fijamente, como si fuese una aparición. Ambas teníamos un colocón importante de licor de bellota. Nuestro estado de «alegría» no impidió que oliésemos su sensual perfume, que apreciásemos los músculos de sus brazos morenos, su encantadora sonrisa…

—¡Hola! —Exclamó al tiempo que extendía su mano—, soy Andreas.

—¡Hola! —respondimos al unísono con cara de bobas, sin dejar de mirarle de arriba abajo.

—Tengo un problema —continuó con una media sonrisa en los labios que delataba cierta suspicacia—, hasta mañana no me dan la luz y pensé que quizás podríais dejarme unas velas…

No solo le dejamos las velas, también el licor de bellota, el chocolate y el maravilloso postre que Remedios había hecho en la mañana para su marido. El marido que, como el mío, había tenido el tradicional imprevisto que le obligaba a no volver hasta el día siguiente. Así pasamos la primera noche con Andreas, riendo hasta entrado el amanecer, hablando de todo, de lo divino, de lo humano. Con más licor que vergüenza en nuestras cabezas y volviendo a sentirnos vivas de nuevo.

Desde aquel momento compartimos todos sus ensayos en el garaje, sentadas en el suelo sobre una de las mantas que Andreas utilizaba para casi todo, porque Andreas no tenía mobiliario. En la casa solo había un colchón en el dormitorio, varias cajas que empleaba para todo como si estas fuesen una herramienta multiusos, sus guitarras y el equipo de grabación.

Poco a poco el acercamiento entre él y yo fue haciéndose más evidente y Remedios comenzó a poner las típicas excusas para dejarnos el mayor tiempo posible a solas. Cuando reflexiono sobre la reacción que tuvo Remedios, aún me impresiona. Jamás le comenté la atracción que Andreas ejercía en mí. Nunca le dije que cuando él fijaba sus ojos en mis labios me hacía tiritar por dentro y que el más mínimo roce de sus manos me estremecía. Sin embargo, ella lo supo, creo que lo percibió desde la primera noche.

Durante dos largos meses compartí con él la creación de varias de sus canciones. Dimos largos paseos al anochecer, bajo la mirada inquisitoria de media urbanización y la mía pendiente del móvil por si Mena o Adrián me llamaban desde el internado inglés en el que Carlos se había empeñado en matricularles ese año. Hicimos la cena juntos, pusimos las velas sobre el viejo hule que protegía una de las cajas que hacía las veces de mesa y vivimos, vivimos como hacía tiempo que yo no sabía vivir.

Carlos, entonces, estaba en Londres, la expansión de la empresa le tendría tres meses en la capital inglesa, tres meses en los que los cimientos de mi vida estuvieron llenos de flores silvestres en jarrones, que adornaban el suelo vacío de la casa de Andreas por las noches. De velas que iluminaban cada rincón de mi alma, de Country, de Jazz, del olor que desprendían las varitas de incienso al quemarse, de las letras y acordes de sus canciones. De aquellas duchas juntos en las que nuestros cuerpos parecían uno. De sus manos frotando mis brazos con jabón bajo el agua que nos empapaba. De sus ojos pendientes de no perderse ni uno de los lunares de mi espalda. De aquellos maravillosos silencios en los que solo nos mirábamos y que siempre acababan con un beso.

Cuando terminó, estuve varios meses perdida en un silencio que nadie notó, del que nadie, excepto Remedios, sabía el origen. Aún hoy, madre, cuando me pongo a esa costumbre malsana que tenemos las personas de rememorar los sinsabores, los labios se me cierran y me cuesta articular palabra sin que se me escape una lágrima.

Al volver mi marido de Londres tuvimos que reducir nuestros encuentros. Creo que Carlos jamás supo lo que había sucedido, y si lo supo o lo sospechó, no dio muestras de ello. A su regreso notó algo diferente en mí, pero, como solía ser habitual, le restó importancia; le dio la misma trascendencia que me daba a mí:

—Estás diferente —me dijo mirándome de arriba abajo—, ¿qué es?, ¿te has cortado el pelo? Pareces más joven —y siguió caminando con el trolley tras él hacia el dormitorio.

Dos semanas después del regreso de Carlos, Andreas desapareció de mi vida. Aún recuerdo aquella mañana con precisión. Me levanté, como de costumbre, sobre las siete. Era lunes. Me asomé por la ventana de la cocina, me puse un café y con el vaso en la mano salí al jardín para contemplar su coche aparcado en la entrada. Para ver como él, desde su cocina, levantaba la mano y me saludaba a la espera de que Carlos abandonase la casa para volver a reencontrarnos. Desde hacía meses aquella se había convertido en mi forma de comenzar el día. Pero aquel día él no estaba. En su lugar, sobre la persiana, había un graffiti de una mujer desnuda bajo la lluvia. Era yo. La contemplación del dibujo evitó que saliera corriendo y tocase el timbre con vehemencia. Levanté el teléfono y marqué el número de Remedios.

—Lo sé —dijo ella a través de la línea telefónica—, se ha ido. Anoche dejó un paquete en casa para ti. En cuanto vuelva de dejar a Jorge en la guardería te lo acerco…

En su interior solo había un CD. En él estaba grabada la canción que compuso para mí, para la mujer de agua, como me llamaba. Nunca más he vuelto a saber de él.

Andreas y yo jamás hablamos de nuestra relación, de los porqués, del futuro… Nos dejamos llevar y sentimos juntos sin ningún tipo de prejuicios o ataduras. Él nunca cuestionó mi matrimonio, mi vida, el tipo de vida tan estática que llevaba. No formuló ni una pregunta, no hizo ni un solo comentario, ni me exigió nada. Aquella historia, nuestra historia, fue como las que surgen en los albores de la adolescencia, lo único importante era vivir y, en consecuencia, sentir. Jamás hablamos de su marcha, pero era algo evidente. Un futuro inevitable, porque él era un nómada, un nómada de sentimientos. Yo, un drago milenario con demasiadas raíces emocionales que me ataban a un sinvivir preñado de sinsentido.

Cuando pienso, cuando le recuerdo, le imagino haciendo feliz a otra mujer, a una de tantas mujeres solitarias y mudas que se esparcen como flores marchitas por los confines del mundo. Le imagino partiéndose el alma por arrancarles un beso, una sonrisa, una confidencia a media voz y cabeza gacha. Y, no me duele saber que será otra a la que dedique sus caricias, su tiempo, sus canciones. Lo único que me lastima, que aún me lesiona el alma, es no haber podido besarle antes de marcharse. Besarle una vez más.