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Mañana, Omar y yo iremos a la península del Sinaí. Sheela dejará de estar conmigo. Esta pequeña bolsa de terciopelo rojo de vino, donde guardo sus cenizas se ha convertido en un pedazo de mi corazón que, como otros muchos, tendré que abandonar. Como lo fue mi querida muñeca de trapo. ¿Recuerda madre? Se llamaba Cara de patata. Yo siempre pensé en ponerle otro nombre, aquel no me gustaba, pero la descripción, a modo de mote, con la que fue obsequiada por Carlota, se convirtió en un seudónimo que, finalmente, quedó instaurado como su nombre oficial. Recuerdo aquellas Navidades y el tono de resignación y pena que tenía la voz de padre:
—Este año los reyes tendrán que ser solo para el pequeño, los mayores deberán conformarse. Hay que sacrificar las cuatro vacas. El veterinario lo ha confirmado, no hay otra solución. Tenemos que solicitar un préstamo…
Ese día supe que los Reyes Magos eran los padres. Tenía ocho años. Durante las vacaciones estivales había visto una muñeca de largas trenzas en el escaparate de la tienda del pueblo. Parecía ser blandita y supuse que debería estar rellena de algodón. Soñaba con achucharla, con aplastarla junto a mí. Cuando la vi pensé que ese sería el único regalo que pediría a los Reyes Magos. Desde aquel momento contaba los días que faltaban para la Navidad. Durante todo el año había soñado con los poderes mágicos de los Magos de Oriente que la harían volar hasta los pies de mi cama. Daba por hecho que al pedir un solo regalo, sin lugar a dudas, lo tendría. Pero cuando escuché la conversación que padre mantuvo con usted me dirigí al establo y pasé toda la tarde allí, llorando y acariciando a las pobres vacas que tendrían que morir. Pensé en todo lo que ustedes habían tenido que hacer para conseguir, año tras año, cumplir nuestras ilusiones. Lloré por ustedes, por la vacas y por mi muñeca. Por aquella preciosa muñeca que nunca sería feliz con otra mamá que no fuese yo. Era imposible que ella quisiera a nadie como a mí. Me conocía. Todos los días le dejaba un beso prendido en el escaparate.
La muñeca fue a parar a casa de Nieves, la hija del practicante, mi inseparable vecina y compañera de clase. Fue su regalo de reyes más preciado. Tuve que ver a mi muñeca en los brazos de la madre de mi amiga, esperando la salida del colegio de Nieves, tarde tras tarde. Al verla, pensaba en lo triste que debería estar en unos brazos ajenos, en una casa que no era la suya. Entonces, sus ojitos de cristal brillaban con más intensidad, aguantando las lágrimas de pena. Imaginaba que sentía frío, allí, sin una toquilla de lana, a la intemperie, y me moría de ganas por tenerla, por acunarla en mis brazos. Nieves también estaba entusiasmada con su regalo de reyes y no hubo manera de que me la dejase. A pesar de mis súplicas y de las promesas y los cambios que la sugerí, nunca me dejó cogerla.
Pasé muchas noches preocupada por mi muñeca. Temía que el hermano de Nieves, apodado como «Iván el terrible», la descuartizara como hacía con todos los juguetes. Mis temores se hicieron realidad. Una tarde de febrero oí gritar a la madre de Nieves:
—Te lo dije, te lo tengo dicho, deja los juguetes lejos de las manos de tu hermano. Tú también debes poner algo de tu parte. No puedo estar todo el día castigándole. No ves que ya no le hace efecto nada, ni tan siquiera los cachetes.
Yo miraba desde la ventana temiéndome lo peor.
Doña Eugenia salió a la calle con un montón de trapos y algodón y los metió en una bolsa de plástico. Rápidamente me encargué de hacer desaparecer la bolsa.
Cara de patata había perdido los ojos, tenía una de las manos desgarrada y las hermosas trenzas de lana negra desprendidas de su cabeza.
—¿Dónde has encontrado eso? —dijo usted.
—En la calle. ¿Me puedes ayudar a arreglarla?
—Hay que ver que manías más tontas tienes Jimena. ¡A quién habrás salido! No sé qué pretendes hacer con esos trozos de tela rotos.
—No son trozos de tela. Es una muñeca de trapo muy bonita —respondí abrazándola contra mí.
Pasé la mayor parte del invierno cosiendo a Cara de patata. Sus hermosos ojos que en un tiempo fueron dos preciosos círculos de cristal, se convirtieron en botones cada uno de un tamaño y un color diferente. El izquierdo rojo y el derecho negro. Carlota decía que estaba bizca. Para mí, la diferencia de tamaño de sus ojos le daba un toque lánguido a su mirada, que me hacía quererla aún más. Rehice sus trenzas, pero la falta de algunos mechones dejó su nuca un poco calva. Cosí sus manos. A una de sus piernas le faltaba un pedazo y al ponerla de pie cojeaba un poquito. Pero… ¡qué importaba! Con el tiempo, pensé, aprenderá a andar igual que las demás. Y de no hacerlo la tendría siempre en brazos, aunque se enmadrase.
Aquella muñeca fue la mejor de las amigas, el mejor de los regalos que me trajeron los Reyes de Oriente, porque aún hoy sigo pensado que ellos, los magos, tuvieron algo que ver en todo aquello. Y así, Cara de patata, vivió conmigo alegrías y penas, compañías y soledades. Hasta que un día, mi niña, Mena, la destrozó. Pensó que estaba bizca y que había que solucionarlo y le arrancó los ojos. Después decidió que el pelo le quedaría mejor corto y arrancó sus trenzas. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho intentó hacerla desaparecer dentro de la taza del inodoro, provocando un atasco espectacular. Del desaguisado que Mena hizo con Cara de patata solo pude salvar sus ojitos bicolor. Ahora serán los de Sheela. Los dejaré junto a sus cenizas, en la cima del Sinaí.