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Los años nos envejecen, arrugan nuestra piel, nos desgarran el alma. Desvelan todos los rincones que permanecen ocultos en nuestro sentir. Destapan los pozos negros de nuestra conciencia. Nos dejan ver los precipicios escondidos en las llanuras, camuflados en la fantasía de la ilusión y, entonces, todo comienza a parecer lo que es. Entonces es cuando emprendemos esa absurda carrera contra el tiempo, olvidándonos de que hemos empezado a correr a destiempo.

Mientras la gente se amontonaba en los pasillos y los todavía desconocidos talentos iban de un lado a otro con paso firme y seguro, la angustia se instauraba en mi estómago. Las pócimas para la acidez gástrica que entonces se utilizaban pasaron a ser una parte de mi organismo. Mi sistema digestivo las hizo tan suyas, las tomó tanto cariño, que tardé varios años en poder prescindir de su consumo.

Poco a poco me sumergí en el mundo de la ciencia y el saber, en el que algunos se establecen como reyes, sin esfuerzo, sin derramar ni una gota de sudor. Yo, sin embargo, no derramaba solo sudor, era también sangre lo que se escapaba por cada uno de los poros de mi piel. Me devanaba la masa encefálica en busca de esa estúpida neurona que no me dejaba memorizar con normalidad. Carlos decía que era culpa del café, del tabaco y de mi estúpida manía de aprender todo sin discernir. Por más que intentaba explicarle que mi carrera se basaba exclusivamente en memorizar, nunca conseguí que lo entendiese.

Al fin conseguí el título, aquel preciado pedazo de papel que aún hoy no sé dónde guardé llevada por el pánico a que Carlos tomara la decisión de enmarcarlo para más tarde, cumpliendo su deseo de ostentación, dejarlo expuesto en nuestro salón. Yo era lo que era y a nadie más que a mí le interesaba.

Después de varios intentos frustrados por ejercer me di cuenta de que el puñado de años de estudio y sacrificio solo me facultaba para despachar ansiolíticos, analgésicos y un sinfín de tiritas, aerosoles y preservativos. Eso sin citar la gran variedad de material cosmético innecesario que ha pasado a formar parte del stock de las boticas. Pero la necesidad era un hecho. Durante un largo e interminable año mis ojos se atrofiaron intentando descifrar lo indescifrable hasta que conseguí doctorarme, eso sí, de forma no oficial, en caligrafía preescolar. Ni un garabato se me resistía; era la mejor de la plantilla leyendo recetas.

Mi nueva situación anímica cambió la de Carlos. Aprendió a manejarse en la cocina, descubrió que la ropa no se lavaba sola, ni la nevera se llenaba por arte de magia. Comenzó a compartir conmigo sus desequilibrios laborales e incluso comentaba las noticias económicas que leía en aquel periódico que para mí estaba escrito en arameo y era más tedioso y aburrido que los domingueros partidos de fútbol. Jamás entendí qué sentido tenía ver a un puñado de hombres correr detrás de una pelota. Nuestra vida dio un giro de ciento ochenta grados. Dejé mi trabajo de oficinista, en el que me sentía desubicada, por el de dependienta de farmacia. No ganaba en sueldo, no ejercía, pero me sentía realizada.

Había dejado de traicionarme a mí misma.

Después…, llegó él.