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Pasó demasiado tiempo hasta que nos establecimos en aquella urbanización, tan de moda y tan socialmente discutible, situada en la periferia de la capital. Mena y Adrián, despuntaban adolescencia y comenzaban a ver a los hombres y mujeres que tenían la edad de Carlos y la mía como viejos. Carlos, como de costumbre, viajaba; viajaba y viajaba, más que antes, más que nunca. Y yo esperaba; esperaba y esperaba, más que antes, más que nunca. Así, nuestra nueva vida, poco a poco, viaje tras viaje, se convirtió en un reencuentro que nunca llegó a conseguir que nos encontrásemos de nuevo. Caminábamos por el mismo sendero, pero perseguíamos un destino diferente. Yo, viajaba sola.
Adrián y Mena se habían instalado con éxito en aquel nuevo entorno social, socialmente discutible, al que habíamos podido acceder gracias a la movilidad territorial del nuevo, trascendental y bien remunerado puesto laboral de mi esposo.
A los pocos días de instalarnos en nuestra nueva casa, adherida a la de Remedios por el costado derecho, su encantadora y perfecta sonrisa atravesó las barreras arquitectónicas instalándose como un monumento municipal en el, entonces, desértico espacio de tierra que sería trasformado en oasis, en diminuta pradera de vistas compartidas y barbacoas incesantes, de olores tostados, y humo de carbón vegetal. Su hijo, Jorgito, ya andaba arrastrando su genial culete por los laterales circundantes a nuestro jardín. Incesantemente sucio, comenzaba a dar el visto bueno al cariñoso apodo con el que Mena le obsequiaría meses más tarde: Atilita rey de las plantitas. Jorgito escalaba con genialidad innata todos los obstáculos que encontraba en su camino. El camino diario que daba origen a la incesante poda manual, completamente artesanal, que practicaba antes de dar comienzo a la ingestión de todos los productos de la horticultura ornamental que Remedios había insertado en su precioso jardín. Insistentemente sometido a la agresión de su herbívoro cachorro. Él, Jorgito, sentía especial predilección por las margaritas blancas, que aderezaba con puñados de la tierra enriquecida por los sustratos que añadía Remedios todos los meses. A mí me encandilaba su carita de bebé malo y peleón, terriblemente desaliñado, arrastrando los lazos de raso azul marino, con los que su incasable y limpísima madre le decoraba como si fuese un pastelillo; porque, Jorgito, era comestible. Tan pequeño, tan flexible, tan inteligente, tan encantadoramente sucio, tan bebé. Remedios decía que le estaba quitando la vida, la vida y la belleza que siempre habían tenido sus manos. Para Remedios, la limpieza, el aspecto físico y las entrañables y cómodas barbacoas que aprovechaba para hacer en cuanto un rayo de sol acariciaba su jardín, eran la sal de la vida. Afirmaría que de su realización, en aquellos días, dependía el buen funcionamiento de algunas de sus constantes vitales.
Cuando retomo el pasado, su imagen me llega clara, estupenda, perfecta, exquisitamente vestida y maquillada, pertrechada tras el mandil rosa, estirando sus manos hacia la butifarra semi carbonizada. Remedios, era, y es, extraordinariamente simple, imposible de complicar. Es un don, siempre he pensado que es un don del cielo no ver más allá de tus narices.
A pesar de su verborrea materialista y sin sentido, me gustaba. Me volvían loca las estupideces constantes que decía, todas ellas, aderezadas con algún toque indicativo de su dominio del inglés «achiclado» que aprendió bajo la tutela de su avanzado papá, propietario de una cadena de embutidos, cuya especialidad era la butifarra, estrella indiscutible de las adosadas barbacoas. La grasienta butifarra de papá Fermín estaba exquisita. Doy fe de ello, ya que durante las reuniones vecinales, que se remontan exclusivamente a los inicios de la formación de la comunidad, todos tuvimos la oportunidad de darnos el sublime y gratuito atracón de rigor.
Sin Remedios, una parte importante de mi vida estaría vacía, carente de risas y simplicidades. Anónima del espíritu de la buena gente. Porque Remedios es, dentro de su ignorancia, extraordinariamente ingeniosa y divertida, pero, sobre todo, buena gente.
Durante muchas noches permanecimos juntas. Los plenilunios envejecían clareando el horizonte. En el jardín, los murciélagos volaban constantes, monótonos, con precisión absoluta sobre nuestras cabezas. Invadiendo el oscuro cielo, envueltos en la turbiedad del anochecer. El licor de bellota dejaba un vestigio de placer adherido a nuestros pensamientos y Silvio Rodríguez sonaba al fondo, en el hueco oscuro del salón. Su voz se mezclaba con el olor del jazmín mientras el humo de los cigarros garabateaba siluetas en el porche. Así, sus ausencias, las de ellos, las de nuestros maridos, se fueron convirtiendo en las nuestras. Juntas dejamos de mirar el reloj y el cielo inhóspito de la noche se hizo nuestro. Los deseos se pararon junto al porche y el ruido de las idas y venidas de los coches, que nunca paraban en nuestros garajes, dejó de hacernos daño. Durante aquellas charlas eternas de cafés y cervezas; empachadas de patatas fritas, en aquellas tardes de domingo, vacías de maridos, cargadas de niños, preñadas de la música de Milanés y Silvio nos convertimos en hermanas, hermanas de penas, de anhelos y carencias; cómplices en la soledad.
Hasta que él, guitarra en mano, se instaló en el chalet de enfrente.