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La decisión de acabar la carrera de farmacia, de dedicar mi sueldo a pagar a una asistenta que supliera mis quehaceres, infravalorados por Carlos, fue uno de mis mayores aciertos, algo de lo que me siento orgullosa. Y a pesar de que en el ámbito profesional no me haya servido para nada, sigo estando orgullosa de ello. En cierto modo lo hice por padre. Siempre me identifiqué con él, soy la que más genes suyos lleva. Fue tanta la simbiosis, el paralelismo que existía entre los dos, que incluso heredé su capacidad de predicción y sus visiones. Esas visiones que usted repudia de mí, que califica de alteraciones de conducta o artimañas del diablo.

Aún recuerdo como dos días antes de aquel terremoto nos hizo retirar todos los objetos que pudieran caer al suelo. Cómo encerró el ganado en la cuadra, mientras usted rezaba, rosario en mano, por su alma de pagano. También la visión de Paula, la hija de Fernanda, tres días después de su desaparición. La vio frente a él mientras el ganado pastaba en la ladera del monte. Vestía como un muchacho, con aquellos pantalones bermudas, los zapatos de cordones y el pelo desgreñado. La muchacha, sin mediar palabra, le condujo hasta el pozo donde se encontraba su cuerpo despeñado. Usted nunca creyó que padre había visto el fantasma de la joven, siempre mantuvo que él había encontrado el cuerpo por casualidad. Padre ni tan siquiera se molestó en rebatir su opinión, su postura, sencillamente, calló, como siempre, como solía hacer.

Aquel año, cuando decidí matricularme en la facultad, volví a verle. Fue después de dos semanas afrontando la peor de mis crisis conyugales. Era una mañana de sábado cualquiera, serían las siete y yo, como de costumbre, deambulaba por la casa con cara de insomne. Carlos dormía, dormía y roncaba plácidamente en el dormitorio. En el salón los libros se apilaban sin casi espacio. Siempre me ha faltado espacio para colocar todos mis libros, pero en aquella ocasión el desastre era manifiesto y, en cierto modo, premeditado. Durante varios días había ido dejando los ejemplares que leía o consultaba en cualquier sitio, por lo que el suelo, la mesa y el sofá, estaban prácticamente copados por la literatura. Lo mismo sucedía con el resto de los habitáculos, el desorden reinaba en cada uno de ellos. Lo hacía sin que me perturbase lo más mínimo el que no hubiese ropa limpia, comida en la nevera o en la despensa, o que la capa de polvo tuviese un grosor digno de pasar a los libros de historia. Despeinada, con el único atuendo de las braguitas y una camisola, iba de un lugar a otro, abstraída en mis cavilaciones que giraban en torno a una única pregunta, una pregunta cuya respuesta no me atrevía a articular: «¿Qué hago aquí?». Me puse un café caliente en el único vaso limpio que quedaba y me dirigí a la estantería del salón. Quería volver a leer Cien años de soledad. Necesitaba reencontrarme con el gitano Melquíades y plantearme, una vez más, por qué sus predicciones eran invariables, por qué el destino no podía cambiarse. Sentí aquella necesidad después de ver cómo mi casa iba degradándose, como herida de muerte por mi angustia y mi dejadez, perdía cualquier señal de estar habitada. La desidia que invadía mi hogar se asemejaba en parte a la obra de Márquez. En ella, la vivienda familiar refleja los estados de ánimo de sus habitantes. Cuando los personajes son atrapados por sus propias ideas, cuando se cierran al mundo exterior, la casa se muestra descompuesta. Por el contrario, cuando se abren la casa está cuidada y rebosa armonía. Miré a mi alrededor con la novela entre mis manos. Pensé en mi pasado y mi futuro. Entonces cuestioné la decisión del gitano, de Melquíades. ¿Fue justo no dando a conocer el futuro? Si lo hubiese hecho, el destino de los personajes habría cambiado, igual que lo habría hecho el mío de haber sabido lo que me esperaba. Aunque, pensé, tal vez, si hubiese sido así, también estaría previsto y todo habría sido igual: invariable.

Con cierta sensación de impotencia me dejé caer en el sofá. El libro sobre mi pecho, el café humeante en mi mano derecha y la vista clavada en la calle, por donde ya empezaba a caminar gente con el periódico, los churros o el pan bajo el brazo. Una vez más volví a hundirme en la apatía, a dejarme estar. Cuando lo hice, cuando mis pensamientos volvieron a estancarse en el mismo lodazal, un libro cayó al suelo desde el estante más alto. Era El Quijote. Al caer se abrió. Lo miré con desgana. Ni tan siquiera pestañeé. No me moví hasta que un olor a campo, a hierba recién cortada me llegó desde el pasillo. Giré la cabeza y allí estaba padre, señalando sonriente el libro que estaba en el suelo. Fui a levantarme para dirigirme hacia él, pero su imagen desapareció. Cogí el libro tal y como había caído. Uno de los párrafos estaba subrayado:

«Déjalos que se rían, Sancho, a nosotros siempre nos quedará la gloria de haberlo intentado…».

La gloria de haberlo intentado, me dije a mi misma. Sonreí y busque un hueco en mi agenda laboral para ir a matricularme a la facultad.