10
Recuerdo el día de mi boda. Era un día como hoy, con sus horas eternas, pesadas y oscuras. Lleno de recuerdos que iban y venían de la mano de la inseguridad frente a mi nuevo destino. En casa el ambiente no era festivo, con la salvedad de la alegría que sentía tito Antonio, a nadie parecía importarle que fuera a desposarme. Tal vez fuese la falta de novedad ante el evento lo que les provocase a todos cierta indiferencia hacia mi futuro título de «señora de». Fui la última en pasar por el altar. Sí, quizá fuese eso, que habían sido demasiadas bodas las celebradas en casa, o tal vez el que yo había tenido la desvergüenza de pensar en mí y saltarme los planes de futuro que usted escribió. En ellos yo estaba destinada a cuidarla, a permanecer a su lado, a ser la solterona solitaria de nuestra gran familia. Porque, ¿quién iba a querer a una contestataria como yo? A una mujer que odiaba los pucheros, a la que las agujas le producían urticaria. Una mujer que usaba vaqueros y alpargatas en cuanto se la perdía de vista, que solo utilizaba sujetador en ocasiones concretas. Una mujer que se emocionaba con las páginas de Así habló Zaratustra como si estas fuesen el manual de patrones de la revista Vogue y que, contraviniendo los usos y costumbres sociales y católicos, sobre todo católicos, había perdido la virginidad años antes de casarse, y lo había hecho con un hombre del que ya no recordaba ni el nombre. Pero ahí estaba Carlos, ese alguien con el que usted no contó, el pupilo perfecto de Murphy, dispuesto a demostrar que si algo puede salir mal, saldrá mal. Eso fue lo que usted le dijo cuando él, inocente, le manifestó sus honestas intenciones.
Todos los días importantes de mi vida están pasados por agua y aquel no fue una excepción. Llovía, a mares. Una borrasca se había instalado en la península, al parecer de forma eventual pero preocupante, ya que su insistencia en permanecer sobre la piel de toro estaba dando al traste con las previsiones meteorológicas. Mientras, yo, abstraída por el ruido de la lluvia que golpeaba sin piedad el tejado, me imaginaba entrando en la iglesia empapada hasta las trancas. Con el traje blanco pegado a mi delgado cuerpo, chorreando. Con el moño desecho y el rimel negro corriendo por mis mejillas. Sosteniendo el velo mojado y dirigiéndome hacia el altar acompañada del ruido acuoso que provocaban mis zapatos de piel. Aquello, unido a mi flaqueza y desgarbo me hacían verme muy semejante a la protagonista del cuento popular ruso-judío del siglo XIX, que de forma extraordinaria adaptó Tim Burton en su Novia cadáver. En realidad yo no estaba muy alejada de los personajes del director estadounidense. Era tan inadaptada y enigmática como ellos. Tan extraña y romántica como Eduardo manos tijeras, por ello, aquel día, cuando miraba a mi alrededor, más de una vez me dieron ganas de ser una novia más a la fuga.
El traje blanco permanecía colgado del techo del salón y Tonka ladraba incansable, casi neurótica, intentando hacer de él su última captura. De vez en cuando giraba su cabeza de cachorro hacia nuestros ojos. Sus orejas, tiesas y perfectas, se movían ávidas de algún gesto que indicase nuestra decisión de acabar con sus protestas, dándole, al fin, aquel cuerpo rígido, hueco, lleno de volantes, cargado de almidón que haría de mí, según decían todos, la reina de la fiesta. Tras unas cuantas horas de ladridos y reprimendas por nuestra parte, Tonka, finalmente comprendió que su capricho, saltándonos lo habitual, no iba a ser concedido y, como buena hembra, decidió vengarse de nuestra indiferencia haciendo un pis sobre el inmenso velo que aún no había sido puesto a salvo. ¿Recuerda el disgusto? ¿Recuerda el socorrido «jabón de lagartija»? Así llamaba tito Antonio al jabón Lagarto. Él fue el único que no perdió los nervios. Se levantó y, sin dar explicaciones, metió el velo en el lavabo y frotó la mancha amarillenta. Tito Antonio nunca se llevaba las manos a la cabeza, jamás se alteraba, de ningún modo perdía la compostura. La serenidad era su máxima en la vida y ello le dio un protagonismo dentro de la familia del que, sin lugar a dudas, era merecedor.
Camino de la iglesia, abordo de su precioso taxi —SEAT 1500 negro— con aquella raya roja que lo recorría de lado a lado a modo de un gran hilván, me sentí transportada a una dimensión donde todos los tiempos verbales se hicieron uno. El taxímetro estaba roto. Tito Antonio me había prometido que lo arreglaría, el día antes me dio su palabra, pero él es un desastre, ¡siempre lo ha sido! Aquel día la bandera de su precioso utilitario dedicado de ordinario al servicio público, seguía fija, era imposible bajarla sin cometer un desaguisado, por lo que desistimos. El marcador, durante todo el recorrido, fue saltando incansable, peseta tras peseta, como si estuviera poseído por la mente de un avaro. Los números corrían a la velocidad de un minutero histérico, descerebrado. La carrera ascendió a mil duros. Desde los primeros cinco duros, hasta que el condenado marcador llegó a su fin, gracias a la parada del motor, el soniquete se hizo tan regular, tan constante, tan insoportable que produjo en todos un principio de paranoia. Sin embargo aquello no fue lo peor del camino hacia el altar, lo menos llevadero fue el incansable y constante trasiego de gente que levantaba la mano con entusiasmo y alivio, pensando haber dado caza, por fin, al ansiado taxi en un día de lluvia. La expresión de mala uva que reflejaban sus caras al observar que el vehículo no reducía la velocidad al aproximarse, el cambio evidente de estado de ánimo al verme tan mona, tan tiesa, tan antinatural, tan novia:
—Mira… Mira, mira, es una novia.
Todos adquirían una sonrisa dulce, demasiado empalagosa, que les hacía parecer un poco tontos. A través de sus expresiones me llegaba la añoranza de algunos y las esperanzas de otros. Esos otros, casi todos, eran mujeres empapadas de juventud. Ahora, mi mirada se confunde con la de ellos cuando observo en alguno de los parques de mi ciudad, a una pareja recién estrenada de titulo, que no de pareja, casi estáticos frente a un fotógrafo que trabaja convulsivamente.
El camino hacia el altar fue algo que no debería haberse perdido. Pero, de nuevo, su excesivo celo la hizo ser esclava y madre al tiempo dentro de aquella furgoneta llena de accesorios del primer nieto, cambiando pañales, ayudando a Carlota durante las tomas. No sé cómo, ni por qué, pero siempre hubo alguien delante de mí, gozando de prioridad. A pesar de haber pedido la vez con mucha antelación, a mí nunca se me llegó a despachar. A mí, sencillamente; se me despachaba.
Aquel día, el de mi casamiento, también esperé. Dejé pasar mi turno de nuevo y… ¡la eché en falta! Noté el vacío de su presencia junto a mí. Fue la misma sensación de soledad y vértigo, de ahogo que sentí en todos aquellos meses de exámenes, de enamoramientos y desengaños. Ese tiempo empapado de nostalgia que algunos llaman adolescencia.
Padre, entonces ya no estaba; se había ido. Su recuerdo viajaba reflejado en el cristal del espejo retrovisor, prendido en la mirada gemela de los ojos de tito Antonio. El aire que entraba por la ventanilla delantera me susurraba sus palabras cálidas y tranquilas. Al pasar junto al cementerio invadido de mármol, lleno de cruces y oraciones mudas, al tomar la curva hacia la comarcal, los cipreses inclinaron sus ramas y el aire preñado del seco aroma de los crisantemos, teñido del color amarillo de los liliums, llevó mi mirada hacia la inconsciencia, atravesé la razón y vi sus ojos mirándome, burlando con su deseo el paso del tiempo, poniendo en tela de juicio la inexistencia. Sí madre, le vi mirarme y sonreír. Estaba junto a los claveles que usted le había colocado el día anterior sobre la tumba. Levantó su mano y se llevó los dedos a los labios. Jamás le hablé a usted sobre ello. ¿Para qué hacerlo? Sabía su respuesta: «El diablo juega malas pasadas, olvida esas visiones, son una de sus muchas artimañas. Pero, además, tendrías que ir al médico. Jimena, si algo así se vuelve a repetir, deberías visitar al párroco y al doctor».