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Mi vida volvió de nuevo a sus cauces de abatimiento. Los niños regresaron del internado, Carlos seguía como siempre, pisando la casa exclusivamente para dormir y el dueño del chalet, en el que había estado viviendo Andreas de alquiler, decidió venderlo. Lo hizo una mañana de agosto, cuatro meses después de que Andreas se marchara. Durante aquellos cuatro meses, yo, todos los días contemplaba el grafiti de la persiana, a la espera de que la puerta se abriera y apareciese él, Andreas. Aquella mañana de agosto se abrió. Tras ella apareció el dueño del chalet, cubo y estropajo en mano dispuesto a terminar con la mujer de agua. Permaneció varias horas frotando. A cada restregón exclamaba en voz alta: «¡Estos hippies de mierda! Encima de estafador, grafitero. ¡En qué hora, en qué hora!». Cuando terminó colgó un cartel de «Se Vende» en todas y cada una de las ventanas.
Remedios y yo volvimos a nuestras charlas en el porche, al licor de bellota y la música de Silvio y Milanés. Ella, a compartir conmigo las tramas de las novelas rosas que leía con vehemencia, y yo a intentar que también leyese algo diferente de vez en cuando. Aquel otoño comencé a escribir de nuevo, a escribir y a pintar. Y aunque exponía mis lapiceros a todos, Carlos, no manifestaba ante mi trabajo más que un: «precioso cari, muy bonito» o, «luego le echo un vistazo con más calma. Ya voy tarde. Ahora me es imposible concentrarme, estoy overflow» Adrián me sugería, con insistencia mercantil, que pasara los lapiceros a óleo porque eran más vendibles. Lo decía intentando convencerme de que debía vender porque si no, aquello, el que dedicara varias horas diarias a pintar, no tenía mucho sentido. Mena, decía que eran buenísimos, preciosos y se marchaba rápidamente a su cuarto donde le esperaba el correo electrónico y el teléfono. Por aquel entonces pasaba la mayor parte del tiempo enganchada al auricular de su móvil y al ordenador, el resto frente al espejo del baño o seleccionado la ropa que iba a ponerse para tal o cual «quedada».
Los días de lluvia, cuando todos se marchaban, subía al desván, esparcía mis dibujos sobre el suelo, conectaba el equipo de música, introducía en él el CD de Andreas y, con los ojos cerrados, escuchaba su canción: That Woman. La canción que él compuso para mí, la mujer de agua. Durante mucho tiempo, aquello fue lo único que llenaba y apaciguaba mi alma: su entendimiento, su saberme, su habitarme. Porque él me habitó, supo quién y cómo era yo. Solo él.
Después, llegó Sheela.