Capítulo 42

Se ha vuelto aceptable llegar tarde, un nuevo fenómeno social por el que siento un profundo rechazo. Una verdadera dama siempre llega exactamente a la hora prometida.

Mistress Hamilton W Breedfelt, Columnas acerca de la educación de jóvenes damas de carácter, 1899

Eran las nueve y media de la mañana del miércoles, y Elizabeth se hallaba en mitad del trajín matutino de Broadway, paralizada por el desaliento. Todo el caos que la rodeaba —las carretas de reparto, los tranvías, los gritos de los cocheros, las ruedas de los carruajes contra los baches de la calzada, la multitud de peatones— dejó de existir en su mente. Después de la prueba que viera la noche anterior, la escena que acababa de presenciar no la sorprendía, pero la emoción que sentía la asombró.

La fgura encapuchada de su hermana menor había desaparecido por la calle Veintiuno. La visión de Diana, tan temprano en una esquina de Manhattan, confrmaba todas las sospechas de Elizabeth. Sin embargo, permaneció extrañamente inmóvil mientras observaba al hombre que se había quedado atrás. Henry se había apeado de la calesa y estaba allí, de pie en el bordillo. Elizabeth no podía estar segura, porque con Will siempre fue ella la que tenía que salir corriendo, pero pensó que la desdicha que exhibía aquel hombre al mirar hacia la calle Veintiuno no podía ser muy distinta de la que debía de mostrar Will cada mañana cuando ella le daba la espalda y entraba en la casa.

Apenas había podido dormir la noche anterior, y aun así se había levantado sin tener la menor idea de cómo podía doblegar a Penelope, salvar a Diana o resignarse a casarse con el detestable Henry Schoonmaker. Se había puesto el mismo vestido de tela azul y blanca que llevaba el día en que su prometido le pidió que se casara con él, y como percibía que el tiempo iba a cambiar había añadido un chal beige con capucha y forro de franela. Después de vestirse, seguía sin saber qué hacer, así que decidió recorrer la Quinta Avenida para enfrentarse a Penelope. Todos los miembros del servicio estaban ocupados con los preparativos de la boda, y en un momento en que no era necesaria su opinión había conseguido salir a la calle con disimulo.

La noche anterior había llegado a la conclusión de que su prometido era el hombre más licencioso que hubiese conocido jamás. Pero su apariencia en ese momento disipó esa creencia. Elizabeth se quedó allí, observándole un poco más, con su sencillo traje negro y el rostro abrumado por un sentimiento de vacío, y se convenció de que no trataba de aprovecharse de Diana. Amaba de verdad a su hermana y, aunque ella no podía explicarlo del todo, tenía la creciente convicción de que su hermana le correspondía. Elizabeth estaba equivocada. Su rabia se había disuelto en cuestión de segundos.

Una diligencia alta y negra con unos hombres de pie en la parte posterior vestidos de trabajo se detuvo entre Henry y Elizabeth para entrar en la ancha vía.

Cuando pasó el carruaje y la joven pudo ver de nuevo, Henry se había vuelto y miraba hacia ella.

Henry bajó un poco la cabeza, pero mantuvo los ojos, llenos de remordimiento y resignación, clavados directamente en los de ella. En ese momento, Elizabeth vio que no era tan distinto de ella, que estaba dispuesto a casarse por alguna razón que tenía más que ver con la familia, el deber y la clase social que con el amor, pero que tenía el corazón en otra parte. Se quitó el sombrero y lo inclinó suavemente hacia ella.

Elizabeth ladeó la cabeza despacio en respuesta para hacerle saber que se comprendían. A continuación, se volvió y siguió a la multitud hacia el norte. Tenía una cita a la que no podía llegar tarde.

Ahora todo resultaba distinto, pero aun así tan imposible como antes. Elizabeth se dio cuenta con tristeza de lo fácil que sería todo si ella no existiese. Ya no necesitaba la caminata de cuarenta manzanas hasta la mansión de los Hayes para saber qué debía hacer. En un instante, se había dado cuenta de cuál era la terrible solución.