Capítulo 4

Por la presente certifco que yo,

William Sackhouse Schoonmaker,

dejo todas mis posesiones terrenales,

abajo detalladas, incluyendo todas las

propiedades relacionadas con negocios,

bienes inmuebles y pertenencias personales,

A___________.

Henry Schoonmaker fngió estudiar el papel un momento más y luego hizo lo que siempre hacía cuando algo le resultaba demasiado serio o aburrido para molestarse en tratar de comprenderlo. Separó sus largos y fnos labios, mostrando los dientes de un blanco perfecto, y se echó a reír.

—¡Qué morboso, padre! —exclamó—. ¿Para esto nos hemos marchado de una fiesta?

Su corpulento padre, vestido de negro, le devolvió la mirada sin sonreír.

William Schoonmaker tenía unas grandes y pobladas patillas oscuras y unos ojos pequeños y expertos en la intimidación. Su vanidad le llevaba a teñirse el pelo de un color negro como el carbón. Su piel era de un rojo irregular debido a sus frecuentes accesos de ira, y el bigote se le rizaba en torno a la barbilla sonrosada. Pero debajo de todo aquello era posible distinguir los rasgos delicados y aristocráticos que había legado a su hijo.

—Es que para ti todo es una festa —respondió su padre por fin.

En ese instante, Henry vio surgir al padre que mejor conocía, toda la personalidad desagradable que mister Schoonmaker reservaba para los momentos que pasaba en su propia casa o en su despacho. Henry había sido criado por sus institutrices, por lo que su progenitor siempre se le antojó una fgura distante y sobrecogedora que se movía a toda prisa por la casa, mientras una fota de subordinados hacía gestos torpes y serviles en el vano intento de complacerle.

Henry deslizó la hoja de papel, a través de la pulida mesa de nogal con pie central, hacia su padre y su madrastra, Isabelle, con la esperanza de que no volviesen a molestarle con aquello durante el resto de la noche. Isabelle le sonrió con aire de disculpa y puso los ojos en blanco de forma subrepticia. Tenía veinticinco años, solo cinco más que el propio Henry, y ambos habían bailado juntos en numerosas ocasiones hasta que un año antes ella se había casado con el más rico y poderoso de los Schoonmaker. A Henry casi se le hacía extraño verla en su propia casa; seguía pareciendo Isabelle De Ford, siempre dispuesta a coquetear y echar unas risas. Tal vez fuese todo una cuestión de dinero, pero aun así Henry sentía un secreto respeto hacia el viejo por haberla conseguido.

—No deberías ser tan duro con Henry —dijo con una aguda voz aniñada mientras se apartaba de la cara un rizo dorado.

—Cállate —respondió su padre en tono áspero, sin tomarse la molestia de volverse a mirarla. Isabelle frunció el ceño y continuó jugando con su pelo—. Y dejad de poner esa cara de bobos. Henry, sírvete una copa.

A Henry no le gustaba mostrarse demasiado obediente con su padre, y ambos se evitaban lo sufciente para que pocas veces tuviese la oportunidad de hacerlo. Pero su padre tenía el aire exigente de todos los hombres extraordinariamente poderosos, y había una parte de Henry que anhelaba su atención, que ansiaba que el hombre se fjase en sus acciones y las aprobase. Sin embargo, en ese momento en particular, optó por obedecer a su padre porque lo que más deseaba en el mundo era una copa.

Cruzó la habitación y se sirvió un whisky escocés de una de las licoreras de cristal tallado que descansaban en la mesita auxiliar.

El despacho era oscuro, y el ambiente se notaba cargado por el humo de puro que acompañaba todos los tratos de su padre. Las paredes y los techos estaban forrados de ornamentada madera tallada, un hábil trabajo italiano tan familiar para Henry que apenas se fjaba ya en él. Henry refexionó con una pizca de asombro que era la clase de lugar en el que se hacían los negocios. Su existencia estaba tan repleta de diversión que la seriedad de aquella habitación parecía territorio extranjero. Antes de acudir a la gran festa de Penelope había cenado en Delmonico's, en la calle Cuarenta y cuatro, y luego hizo un paréntesis en uno de aquellos bares del centro donde era posible escuchar música en vivo y bailar con muchachas de clase trabajadora. El muchacho sintió cierta emoción perversa por estar ligeramente achispado en mitad de la seria decoración de aquel despacho.

El mayor de los Schoonmaker se removió en su asiento. La joven esposa bostezó.

—Háblame de miss Hayes y de ti —dijo de repente el padre de Henry.

Henry olió su bebida y se miró en el espejo situado en el mueble bar. Tenía la barbilla lisa y los rasgos fnos del hombre ocioso, y llevaba su pelo oscuro engominado hacia la derecha.

—¿Penelope…? —repitió, pensativo.

Aunque no le apetecía comentar sus líos amorosos con su padre, era un tema ligeramente preferible a los testamentos familiares.

—Sí —le insistió su padre.

—Todo el mundo considera que es una de las grandes bellezas de su generación.

Henry pensó en Penelope, con sus ojos enormes y su espectacular vestido rojo, a quien parecía gustarle tanto intimidar a sus semejantes como seducirles. Él sabía por experiencia que Penelope no resultaba intimidatoria sino muy agradable, y deseó hallarse en la festa en ese momento y estar guiando su exquisito cuerpo a través de la pista de baile.

—¿Y tú? —siguió su padre—. ¿Qué piensas tú?

—Disfruto mucho con su compañía.

Henry tomó un sorbo de whisky y saboreó el ardiente hormigueo en sus labios.

—Entonces, ¿quieres… casarte con ella? —preguntó su padre.

Al oír eso, Henry no pudo impedir soltar un suave bufdo. Se dio cuenta de que Isabelle le miraba fjamente y supo que no estaba pensando como una madrastra, sino como todas las demás muchachas de Nueva York, obsesionadas por saber cuándo y con quién se casaría Henry Schoonmaker. El joven encendió un cigarrillo y negó con la cabeza.

—No he conocido a ninguna chica en la que pueda pensar tan seriamente, señor. Como usted mismo suele reprocharme, no me tomo en serio casi nada.

—Entonces, Penelope no es alguien a quien puedas imaginarte como esposa tuya —confrmó su padre, clavando sus feros ojos en Henry.

Henry se encogió de hombros, recordando el último mes de abril, cuando Penelope se alojaba en el hotel Fifth Avenue. Su familia había dejado su vieja casa en Washington Square y la nueva aún no estaba acabada. Aunque apenas se conocían, ella le invitó a la suite que tenía para ella sola y le recibió vestida solo con medias y una blusa.

—No, padre, no creo.

—Pero por la forma en que bailabais… Bueno, da igual. Si no quieres casarte con ella, está bien, muy bien… —dijo, dando una palmada. En ese momento se levantó y rodeó la mesa para situarse de pie junto a Henry—. ¿Quién crees entonces que sería una buena esposa?

—¿Para mí? —preguntó Henry, consiguiendo a duras penas mantener la compostura.

—¡Sí, juerguista inútil! —le espetó su padre mientras su momentáneo buen humor se evaporaba a toda velocidad. La famosa ira de los Schoonmaker era una facultad paterna de la que Henry no se había visto privado en su infancia, y surgía por cualquier causa, ya fuera por unos juguetes rotos o por la mera exhibición de malos modales. William Schoonmaker se sentó ruidosamente junto a Henry en la butaca tapizada de suave cuero—. No creerás que siento una ociosa curiosidad por tus amantes, ¿verdad?

—No, señor —respondió Henry, agitando sus oscuras pestañas hacia su padre—. No lo creo.

—Entonces eres más listo de lo que pensaba.

—Gracias, señor —contestó Henry con toda sinceridad, deseando que la voz no saliese tan debilitada de su garganta en momentos como aquel.

—Henry, me siento personalmente ofendido por tu turbio estilo de vida —dijo su padre antes de volver a levantarse, empujar la butaca tapizada hacia atrás sobre el parquet y empezar a rodear la mesa—. Y no soy el único.

—Lo siento, padre, pero es mi estilo de vida, no el suyo —contestó Henry.

Había recuperado la voz y se obligaba a aguantarle la mirada a su progenitor—. Ni el de nadie más.

—Es posible, aunque dudoso —siguió su padre—, puesto que es mi dinero; heredado, sí, pero multiplicado muchas veces por mi trabajo duro, el que ha permitido el estilo de vida que has llevado hasta ahora.

—¿Me está amenazando con la pobreza? —preguntó Henry, echando un vistazo al testamento mientras encendía un nuevo cigarrillo con la colilla del viejo.

Trató de parecer despreocupado mientras exhalaba el humo, pero el simple hecho de pensar en la palabra «pobreza» le producía una sensación desagradable en el estómago. Siempre había pensado que la palabra tenía una modulación macabra.

En su primer semestre en Harvard, compartió un apartamento con un becario que se llamaba Timothy Marfeld. Como Henry descubriría más tarde, ese era el concepto que tenía su padre de una experiencia capaz de imprimir carácter. El padre de Timothy trabajaba como ayudante en un banco de Boston durante doce horas al día para pagar la matrícula de su hijo, y Henry le tenía simpatía a Tim, que conocía los mejores bares de Cambridge. Pero esa fue la primera vez que Henry pensó realmente en que alguien hacía aquella cosa desmoralizadora a la que llamaban trabajar, y el recuerdo aún le acompañaba.

—No se trata de eso. La pobreza no es digna de un Schoonmaker —respondió su padre por fn—. Estoy aquí para sugerir una opción alternativa. Una que creo que te resultará mucho más aceptable que una cuenta bancaria vacía —siguió, bajando la cabeza y mirando a su hijo a los ojos—. El matrimonio.

—¿Quiere que me case? —preguntó Henry, reprimiendo una carcajada. No había nadie menos dispuesto a casarse en toda Nueva York, incluso aquellos columnistas de sociedad aduladores y mal pagados sabían eso. Trató de imaginarse a una muchacha con la que de verdad quisiera recorrer para siempre el césped de Newport o la cubierta de transatlánticos europeos de lujo, pero le faltó imaginación—. No puede hablar en serio…

—Desde luego que sí —replicó su padre, dedicándole una mirada furiosa.

—Vaya. —Henry movió la cabeza despacio con la esperanza de aparentar estar considerando la propuesta de su padre—. Por supuesto, tendría que buscar durante mucho tiempo para encontrar a una chica digna de ser la esposa de un Schoonmaker… —dijo.

—Cállate, Henry —le ordenó su padre—. Yo ya tengo a alguien en mente. El hombre dio una vuelta por la habitación hasta apoyar sus grandes manos en los hombros de su joven esposa, la cual esbozó una sonrisa incómoda.

—¿Cómo dice? —preguntó Henry mientras su calma empezaba a desvanecerse.

—Alguien con clase, sofsticación y buena educación. Alguien que la prensa aprecie y acoja bien como esposa tuya. Como la esposa de un Schoonmaker, Henry.

Alguien que dé la impresión de ser una fuente de cortesía y cultura. Estoy pensando en…

—Pero ¿por qué le importa…? —interrumpió Henry.

El joven se había puesto en pie, sumamente irritado. Isabelle tuvo que sofocar un grito al ver enfrentados a los dos Schoonmaker.

—¿Que por qué me importa? —rugió su padre, dando vueltas alrededor de la mesa—. ¿Por qué me importa? Porque tengo ambiciones, Henry, a diferencia de ti.

No pareces entender que todos y cada uno de tus movimientos aparecen en las páginas de sociedad. Y la gente que me importa lee esas páginas, por muchas tonterías que digan, y murmura. Nos dejas a todos en ridículo, Henry. Con eso de dejar la universidad y pasarte las noches de juerga… Cada vez que abres la boca, empañas nuestro apellido.

—Eso no responde a mi pregunta —replicó Henry—. La verdad es que no lo entiendo, padre. ¿Qué es lo que quiere?

Su padre, con su carácter explosivo y su famoso amor por el dinero, parecía haber satisfecho ya unas cuantas ambiciones. Había fundado una compañía ferroviaria y la había hecho muy rentable, se había montado en el dólar con los bloques de pisos construidos en las tierras de sus ancestros, se había casado con dos bellezas de la alta sociedad y había enterrado a una de ellas.

—William quiere presentarse a un cargo público… —soltó Isabelle, nerviosa, clavando sus pequeños y agudos codos en la mesa.

—¿Qué? —dijo Henry, arrugando la cara, incapaz de disimular su incredulidad—. ¿Qué cargo público?

Su padre parecía casi violento por la revelación, y aquello calmó la tensión que se respiraba en la habitación.

—He hablado con mi amigo de Albany, que me ha prometido que…

Mister Schoonmaker se interrumpió y luego se encogió de hombros. Henry sabía que desde hacía años su padre era amigo y rival del gobernador Roosevelt, y le hizo una seña para que continuase.

—Admiro la vocación hacia la administración pública —siguió mister William, con voz cálida e imponente—. ¿Quién dice que la clase noble no debe implicarse en la política? Todo lo contrario, pues nobleza obliga. El hombre no es nada si no puede gobernar su mundo en su época y dejarlo en mejores condiciones cuando lo abandona…

—No tiene que soltarme el discurso a mí —interrumpió Henry con los ojos en blanco. Estaba furioso por aquel golpe de mala suerte—. En cualquier caso, ¿a qué cargo aspira?

—Primero alcalde, y luego… —empezó su padre.

—¡Quién sabe! —intervino Isabelle—. Si llega a ser presidente, yo seré la primera dama.

—Pues enhorabuena, señor.

Henry volvió a sentarse, abatido.

—Así pues, ya no volverás a avergonzarme. Se acabaron las historias sobre tus extravagancias en los periódicos. Se acabó la mala publicidad —declaró el viejo Schoonmaker—. Ahora ya sabes por qué debes casarte con una dama. No con Penelope, sino con una muchacha de principios que guste a los votantes. Una muchacha que te haga parecer respetable. Una muchacha… —Henry observó a su padre mientras apoyaba la cadera en la mesa y fngía tener una idea. El hombre miró a Isabelle enarcando una ceja—. Una muchacha como Elizabeth Holland, por ejemplo.

—¿Qué? —saltó Henry.

Por supuesto, conocía a la mayor de las Holland, aunque no había tenido una conversación con ella desde antes de marcharse a Harvard, y entonces la muchacha era larguirucha y muy joven. Era cierto que poseía una belleza digna de admiración, con su cabello ruino ceniza y su boquita redonda, pero pertenecía sin duda alguna a aquella casta de mujeres dóciles, bebedoras de té y remitentes de tarjetas de agradecimiento con membrete.

—Elizabeth Holland es toda buenos modales —añadió.

—Exacto —replicó su padre, dando un puñetazo en la mesa que agitó el líquido dorado de la copa de Henry.

Henry no podía hablar, pero tenía el rostro descompuesto por la indignación y la incredulidad. Su padre no habría podido sugerir un matrimonio peor. Lo que le había prescrito a su hijo era nada menos que una sentencia de cárcel. Ya podía percibir la vida de sereno refnamiento que se extendía ante él, como el cuidado e infnito césped en el que las matronas de su clase habían celebrado tantas soporíferas recepciones al aire libre, en Tuxedo Park y Newport, Rhode Island y todos aquellos otros lugares parecidos.

—Henry —dijo su padre en tono de advertencia, cogiendo el papel de un tirón y agitándolo en el aire—, sé lo que estás pensando, y debes dejar de hacerlo ahora mismo. Te quiero casado y respetable. Tendrás que terminar con Penelope. Te estoy dando una oportunidad, Henry… ¡y pobre de ti si me contrarías! Me encargaré de que Isabelle herede hasta los puñeteros marcos de los cuadros. Te echaré a la calle, y lo haré muy rápido, y de forma muy, pero que muy pública.

La idea de un futuro gris hecho de ropa raída y dientes podridos hizo que Henry se sintiese de pronto horriblemente sobrio. Su mirada derivó hacia las botella apiñadas en el aparador. Por un momento, deseó poder volver a Harvard. Todas las lecturas y clases parecían carentes de sentido cuando estaba allí, pero ahora comprendía que la universidad habría podido ser una forma de labrarse su propio camino, de protegerse contra aquellas amenazas de ruina. Ahora era demasiado tarde para eso.

Su mal comportamiento y sus patéticas notas garantizaban que, sin la intervención de su padre, nunca volvería a tener un sitio allí. Henry se quedó mirando las silenciosas botellas ambarinas y supo que la única vía hacia la independencia que le quedaba pasaba por el sereno y mortal aburrimiento de una vida con Elizabeth Holland.