Capítulo 2
Guardarropa, una en punto.
Trae pitillos.
D. H.
Diana Holland observó que su madre ascendía por la sinuosa escalera de mármol situada al otro lado del salón de baile. La acompañaba un tipo corpulento y mayor a quien estaba segura de conocer, y también Stanley Brennan, amigo y contable de la familia, que caminaba detrás de ellos con paso cansino. Justo antes de que saliesen de su campo visual y se dirigiesen hacia algún espléndido salón de fumar del segundo piso, mistress Holland miró hacia atrás, vio a Diana y le dedicó una mirada de reprobación. La pequeña de los Holland se maldijo por dejarse ver y luego consideró brevemente la posibilidad de permanecer en el gran salón de baile principal, aguardando con paciencia que alguno de sus primos decidiese invitarla a bailar. Sin embargo, la paciencia no era una cualidad propia de Diana Holland.
Además, estaba muy orgullosa de su propia audacia al escribir la breve invitación hacía un rato en el tocador de señoras. A continuación, se la había entregado con disimulo al ayudante del arquitecto Webster Youngham, que estaba apostado junto al arco de la entrada a fn de explicar las numerosas referencias arquitectónicas incorporadas al nuevo hogar de los Hayes. Tras abrirse paso entre la multitud y hacer una reverencia, Diana le había cogido la mano y le había pasado la nota.
—Es usted un verdadero artista, mister Youngham —había dicho, aun a sabiendas de que mister Youngham estaba ya borracho de madeira y repantigado en una de las salas de juego del piso de arriba.
—Pero… yo no soy mister Youngham —le respondió él, con gesto de encantadora confusión. En cuanto vio aquel gesto, Diana supo que le había pescado—. Soy James Haverton, su ayudante.
—Aun así… —replicó ella con un guiño.
La joven desapareció entre el gentío. Haverton tenía hombros anchos y ojos grises y soñadores. Aunque solo era un ayudante, parecía hombre de mundo. En la hora transcurrida desde entonces, Diana no había visto a nadie que fuese ni remotamente tan atractivo.
Así pues, la joven se recogió la falda y se movió deprisa entre los enormes maceteros y la pared. Miró una vez más hacia atrás antes de abandonar el salón de baile, para asegurarse de que nadie la observaba, y luego se coló en el guardarropa. A Diana le pareció inmenso y demasiado adornado, sobre todo para ser un cuarto lleno de abrigos. A ellos no les importaba si la habitación era de tema árabe, ni si tenía el suelo de mosaico de vivos colores, ni si albergaba antigüedades dispuestas en las hornacinas en forma de torrecillas que habían esculpido en las paredes.
Diana miró a su alrededor, tratando de localizar su abrigo de teniente francés.
Había llegado vestida como la protagonista de su novela favorita, Trilby, cuya heroína, modelo de artistas, aparece por primera vez entre posado y posado con enaguas, zapatillas y un abrigo de soldado. A Diana no le habían permitido llevar enaguas sin falda, pero ya le resultaba emocionante haber logrado ponerse el resto del disfraz. Su madre había llegado a encargar para ella un disfraz de pastora igual que el de su hermana mayor, y llevarlo habría sido espantoso además de humillante.
En cambio, allí estaba ella con una bohemia falda a rayas rojas y blancas, y un sencillo corpiño de algodón que había desgarrado a escondidas en algunos puntos.
Por supuesto, nadie se había dado cuenta, pues todas las demás chicas de la edad de Diana eran conformistas en el fondo y parecían ir disfrazadas de sí mismas, simplemente con más polvos y la cintura más ajustada de lo habitual.
Empezaba a temer que alguno de los criados hubiese confundido su raído abrigo gris con el propio cuando la sobresaltó la campanada aislada del reloj de la esquina. Soltó un grito ahogado de sorpresa y dio un paso atrás, un poco dubitativo debido a todo el champán que había bebido sin que nadie la viese. Entonces notó un pecho masculino en su espalda y un par de manos en las caderas. La descarga de adrenalina hizo que se ruborizase de pies a cabeza.
—¡Vaya! Hola. —Saltó emocionada, intentando que su voz resultase monótona e indiferente, aunque aquello era de lejos lo más turbador que le había ocurrido en toda la velada.
—Hola —respondió Haverton en un susurro, con la boca muy cerca de su oreja.
Diana se volvió despacio y le miró a los ojos.
—Espero que hayas traído cigarrillos —dijo, tratando de no sonreír demasiado.
Haverton tenía las cejas cortas y rectas, bien separadas, por lo que sus ojos parecían francos y sinceros.
—Creía que a las damas de su clase no las dejaban fumar.
Diana hizo un mohín.
—Entonces, ¿no has traído pitillos?
El joven hizo una pausa mientras le dedicaba una mirada que no hacía que se sintiese precisamente como una dama.
—Sí los he traído, aunque no sé si ofrecerle uno o no…
Diana detectó una chispa de malicia en sus ojos y supuso que sería el brillo de un alma gemela.
—¿Qué tengo que hacer para convencerte? —preguntó, mientras volvía la cabeza con gesto desenfadado.
—Lo que me pide es muy grave —respondió él con falsa seriedad. Luego se echó a reír. A Diana le gustó cómo sonaba su risa—. Eres muy bonita —añadió, sonriendo ya con descaro seductor.
Diana y su hermana no habrían podido compartir más características físicas y parecerse menos. Como Elizabeth, ella tenía los rasgos delicados y la boca redonda de las mujeres Holland, pero Diana aún conservaba la suavidad infantil. Le gustaba pensar que sus cabellos oscuros añadían cierto misterio, aunque en realidad eran indomables y de color castaño. Todo el mundo describía sus ojos como «vivos». Y, por supuesto, su hermana y ella tenían la barbilla de su madre. Diana detestaba ese rasgo de los Gansevoort.
—Bueno, soy pasable —respondió, resplandeciente de falsa modestia.
—Yo diría que mucho más que pasable.
Continuó observándola mientras sacaba una pitillera de su bolsillo delantero.
Encendió un cigarrillo y se lo pasó. Diana dio una calada y trató de no toser. Le encantaba fumar —o al menos la idea de fumar—, pero resultaba difícil practicar con su madre y el servicio observándola a todas horas. De todos modos, le salía bien —por lo menos eso creía ella—, y exhaló pequeñas bocanadas de humo al aire, arqueando una ceja mientras se preguntaba cómo la seduciría Haverton. Fumar resultaba agradable entre aquella decoración en tonos metálicos y turquesas que sugería exotismo.
—Oye, si eres arquitecto, ¿te convierte eso en artista?
—Depende de a quién se lo preguntes —respondió él sin darle importancia—. A algunos nos gusta pensar que hacemos la clase de arte más monumental y duradero.
—Eso está muy bien —dijo Diana en tono alegre—, porque, ¿sabes?, llevo toda la noche intentando encontrar a un artista de verdad.
—¿Para qué? —preguntó él mientras se apoyaba en los abrigos y se llevaba el cigarrillo a la boca.
—Pues para besarle, claro
Diana inspiró con fuerza después de hablar. De vez en cuando, ella misma se sorprendía de las audaces palabras que salían de su boca.
Haverton lanzó el humo con aire pensativo, y ambos se vieron envueltos por el olor dulzón del tabaco. Por un momento, Diana se sintió como si se hallara a un millón de kilómetros de allí, en una tienda oculta en algún zoco de Túnez o Marrakech, negociando en secreto la compra de polvos mágicos.
—La verdad —empezó Haverton con un acento norteamericano que le recordó que seguía en Nueva York, y en una calle tan familiar como la Quinta Avenida, nada menos—, se me ocurre que te estás comportando como una chica… algo descarada.
—¿Eso crees? —preguntó Diana divertida, antes de dar otra calada.
Ella también se hundió en el blando muro de abrigos, acercándose un poco más a Haverton.
—Bueno, no es frecuente que las jóvenes damas de tu clase se encuentren con extraños mayores que ellas en armarios enormes, con lo mejorcito de la sociedad a solo unos pasos.
—¿Qué te hace pensar que existe alguna comparación entre yo y las «chicas de mi clase»? —Diana pronunció indignada las últimas palabras. Las muchachas de su clase eran esclavas de las normas y andaban por la vida, por así decirlo, como maniquíes sin chispa—. Te he dicho que buscaba a un artista —siguió en tono impaciente—, así que si vas a seguir pensando de forma convencional e igual que todo el mundo, más vale que me vaya.
Haverton sonrió, dejó caer su cigarrillo en el suelo de losas de mármol blancas y negras y lo pisó antes de lanzarlo hacia un rincón con la punta del zapato. De pronto, a Diana se le antojó muy mayor, aunque no podía tener más de veinte años. El hombre se movió con agilidad hacia ella. En cuanto sus labios se tocaron, Diana supo que no habría ninguna magia. Aquel no era el emocionante contacto que llevaba esperando toda la velada, y que el estilo de besar de aquel tipo fuese parecido a aplastar una cara contra otra no mejoraba las cosas. La decepción relajó todo el cuerpo de la joven.
Diana le devolvió el beso solo para asegurarse de que su instinto no fallaba, pero la habían besado antes y sabía lo que se sentía cuando el beso era bueno.
Haverton era muy inferior a Amos Vreewold, a quien había besado varias veces en Saratoga durante el verano, y solo un poco superior a quien le dio su primer beso, a los trece años, tan desagradable que había preferido borrar de su memoria la identidad de aquel joven. Diana estaba aceptando por fn que James Haverton, ayudante de arquitecto, no era la clase de artista que ella buscaba, cuando rechinó la puerta y sonó una pisada en el umbral.
—¿Miss Diana…? —dijo una voz masculina, más dolida que escandalizada.
Ambos se volvieron hacia la puerta, y Diana notó por un momento que Haverton la agarraba con más fuerza. La joven reconoció de inmediato el rostro alargado y fatigado de Stanley Brennan. Solo tenía veintiséis años —había sucedido a su padre como contable de mister Holland—, pero su constante ansiedad le daba una apariencia prematuramente envejecida.
—Su madre me ha enviado para comprobar… cómo estaba… —dijo con voz entrecortada—, para comprobar que no se metiese en líos.
Haverton soltó la cintura de Diana y dio un paso atrás. No parecía demasiado contento de ver a Brennan, pero no dijo nada. Diana se sintió libre casi al instante, aliviada de tener la áspera barbilla de Haverton lejos de su piel.
—Gracias, Brennan —dijo—. ¿Le importaría acompañarme otra vez al salón de baile?
Brennan dio un paso adelante con gesto prudente y alargó la mano hacia los desgarrones que Diana había hecho en su disfraz, y que se habían agrandado durante la penosa cita.
—Déjelo, no pasa nada —añadió mientras le tendía el brazo. Luego se volvió hacia Haverton—. Gracias por explicarme las referencias islámicas del guardarropa de los Richmond Hayes. Lo recordaré siempre. Miró hacia atrás una vez más e imaginó que la mueca de Haverton estaba en el principio de su vida de hombre solitario destrozado por las decepciones. Mientras Brennan y ella salían en dirección al salón de baile principal, Diana pensó que era su destino dejar víctimas a su paso.
—No se lo contaré a su madre —susurró Brennan mientras recorrían el reluciente corredor de mármol—, aunque me parece, como amigo de su difunto padre que fui, que debo recordarle que esa clase de comportamiento podría ser su ruina.
—No tengo miedo —dijo Diana en tono despreocupado.
—Es usted como una hermana pequeña para mí, y es mi responsabilidad cuidarla. Al menos, eso piensa su madre —dijo, deteniéndose como para transmitirle la gravedad de la situación—. Si averiguase lo que ha hecho y que yo lo sé, sería el fn de los dos.
—Bueno, eso es muy cierto. —Diana se detuvo junto a él. Ya se oían los gritos y la música del salón de baile, y al cabo de un momento estarían de nuevo bajo las brillantes luces. Esbozó un mohín con los ojos chispeantes de coqueteo—. Pero ¿tan malo sería?
Luego se echó a reír, agarró la mano de Brennan y tiró de él hacia el centro de los acontecimientos. Buscaba algo inexpresable, y no estaba dispuesta a dejar que un mal beso la frenase.