Capítulo 34
Lunes, 2 de octubre de 1899
Querida Penelope:
Tengo una gran noticia. Hemos decidido adelantar la boda… ¡al próximo domingo! Es imprescindible que escoja hoy la tela de nuestros vestidos o no estarán listos a tiempo. ¿Quieres reunirte conmigo en Lord & Taylor a la una en punto?
Con cariño, Elizabeth
Como siempre hacía en cualquier día importante de verdad, Penelope Hayes vestía de rojo. La joven lucía el tono intenso de las rosas American Beauty, y las mangas de su torera a juego mostraban un bordado muy elaborado en el mismo carmesí. Había encargado el vestido en París para la temporada de otoño, y ahora se alegraba mucho de haberlo hecho. La joven dejaba tras de sí un violento chorro de color a través del departamento de telas de Lord & Taylor mientras seguía a Elizabeth entre los grandes rollos apilados de suntuosas muselinas blancas, sedas y encajes. Elizabeth llevaba un azul muy claro que casi habría podido confundirse con todas aquellas tonalidades nupciales, aunque su vestido estaba hecho de vulgar algodón.
—No hay nada que valga la pena —suspiró Elizabeth—. Si tuviéramos tiempo de ir a París…
—Encontraremos algo perfecto, ya lo verás. Solo estás algo nerviosa, eso es todo —dijo, derrochando falsa amabilidad—. Por eso ahora mismo nada te parece lo bastante bueno.
Penelope contempló cómo se inclinaba la sinuosa espalda de Elizabeth para examinar un encaje de Alençon y practicó su mirada más fría cuando nadie las observaba. Le resultaba insólito que aquella muchacha menuda y quisquillosa hubiese estado albergando desde el principio una pasión secreta, y nada menos que por alguien que vivía en un establo. Penelope seguía encontrando asombroso, y en cierto modo fascinante, que Elizabeth Holland, que jamás decía una inconveniencia, tuviese también deseos. En otras circunstancias, le habría gustado que su antigua amiga le contase toda la sórdida historia, pero era demasiado tarde para eso.
—Supongo que tienes razón —respondió Elizabeth en tono ausente. La joven se irguió y pasó los dedos por una muselina de seda de color hueso—. Los asistentes a esta boda van a ser los peor vestidos de toda la historia.
—Calla, todo va a salir divino, incluso mejor de lo que puedas imaginar. Pero, Liz, ¿cómo puedes arreglártelas sin tu doncella en una semana tan frenética como esta?
Penelope se acercó a la futura novia y pasó los dedos por la ornamentada tela.
—¿Te lo conté? —Elizabeth hizo una pausa, y por un momento Penelope temió haber revelado sus verdaderas intenciones demasiado pronto llevada por sus ansias de resultar amable, aunque era evidente que los pensamientos de su amiga estaban demasiado dispersos para permitirle captar tales sutilezas—. Habría podido ser un desastre, pero mistress Schoonmaker me ha prestado dos de las suyas durante esta semana. Y, la verdad, esa chica que tenía, Lina, era totalmente inadecuada. Debería haberla despedido hace tiempo.
Penelope se aproximó aún más, hasta dejar que su hombro rozase el de Elizabeth. Lo cierto era que Lina había demostrado ser una muchacha astuta al exigir una suma tan impresionante por su información. Por supuesto, de haber sido necesario, Penelope se habría desprendido del doble a cambio de aquel escandaloso secreto. No le había costado mucho sacarle a su padre los quinientos dólares; solo había tenido que afrmar que tenía intención de donarlos a una organización que estaba construyendo un orfanato en el distrito sexto. Y luego, solo para poner un poquito en su sitio a Lina, la había instalado en un hotelito situado en una calle conocida por sus burdeles.
—Esto es muy bonito —dijo.
—Sí, tienes razón. ¡Mister Carroll!
Elizabeth llamó al modisto, que correteaba por las cuatro plantas del departamento de telas en busca de varios artículos que creía interesantes para los asistentes a la boda entre Elizabeth Holland y Henry Schoonmaker. Las perspectivas le tenían histérico, y Penelope se preguntaba quién estaría más nervioso, si Elizabeth o él. En ese momento, llegó el hombre a toda prisa.
—¿Sí, señorita? —preguntó, agarrando con frmeza la cinta métrica que llevaba alrededor del cuello e inclinándose hacia delante con avidez.
—¿Qué le parece esta? —quiso saber ella, pasando la mano por una seda blanca mate—. ¿Tal vez con esa gasa marfl que me ha enseñado antes?
—Creo que quedaría pre-cio-sa —respondió con un gesto obsequioso de sus pequeñas manos.
—Entonces, ¿puede apartarla mientras continúo mirando?
—Sí, señorita.
Mister Carroll recogió el rollo y se marchó, y Elizabeth se volvió hacia la hilera siguiente. En el exterior, una nube se apartó del camino del sol y un rayo de luz entró por las altas ventanas en forma de arco hasta cruzar la sala de aspecto similar a una fábrica, con sus interminables hileras de tela y su sencillo suelo de tablas de madera.
Penelope carraspeó.
—Liz —dijo—, ¿puedo hacerte una pregunta?
Elizabeth alzó la mirada y le dedicó una leve sonrisa.
—Por supuesto.
—¿Estás… nerviosa?
—¿A qué te referes?
Penelope miró a su alrededor con gesto teatral y apartó los ojos.
—Ya sabes… Lo de la noche de bodas.
Elizabeth se tapó la cara con su delicada mano, pero Penelope pudo ver muy bien que no se ruborizaba. Ahora que sabía que Elizabeth no era tan terrible y aburridamente perfecta, casi le resultaba más simpática.
—Pues no, la verdad —dijo.
—¿No crees que puede doler? —preguntó Penelope con un codazo un tanto cursi.
—No —respondió Elizabeth, encogiéndose de hombros—. No sé por qué, pero esa parte no es la que me asusta. Supongo que es un poco extraño…
—No tanto… —Penelope miró a Elizabeth a los ojos y dejó de lado al personaje amable que llevaba interpretando toda la tarde—. Nada extraño, en realidad.
Observó cómo subía la sangre a las mejillas de su rival. Sus pupilas se hicieron grandes y negras, y por unos momentos las muchachas se limitaron a estar la una frente a la otra mientras sus bonitas pestañas subían y bajaban sobre unos ojos atentos.
—Solo quiero decir que no estaba pensando en esa parte —respondió Elizabeth a la defensiva.
—No. ¿Por qué ibas a hacerlo? —preguntó Penelope en un frío susurro—. ¡Si resulta que ya esa parte ya la has solucionado con un miembro del servicio!
Elizabeth se quedó boquiabierta.
—No sé de qué estás hablando —susurró.
En ese momento, una nube volvió a situarse delante del sol, y la sala silenciosa quedó a oscuras.
Penelope puso los ojos en blanco.
—Si quieres perder una hora con falsos desmentidos, por mí no hay problema, pero sé a ciencia cierta que has pasado muchas noches con un tal William Keller, cochero. —Penelope no pudo reprimir una sonrisa al poner a Elizabeth en su sitio—.Y tengo pruebas.
—¿Qué clase de pruebas? —preguntó Elizabeth en el mismo tono bajo y estupefacto.
—Una cariñosa carta suya para ti. La dejó la noche en que se largó de la ciudad.
—Penelope hizo un gesto despreocupado con la mano—. En ella te suplicaba que le siguieras, aunque es evidente que no le hiciste caso.
—¿Will me dejó una carta?
La frente lisa de Elizabeth se arrugó de forma conmovedora mientras pensaba en aquello.
—Ah, sí, perdona… Will para ti.
Elizabeth estaba a punto de temblar. Los ojos se le humedecieron, apretó los labios hasta hacerlos desaparecer y dio una palmada.
—Penny, no puedes contarle esto a nadie.
—¿De verdad? —preguntó, haciendo un falso mohín—. ¿Y por qué no puedo?
—Sigues enfadada por lo de Henry… —dijo Elizabeth despacio.
—Aunque te quedas corta, sí, Liz, querida amiga, sigo enfadada. Henry era mío. Hacíamos una pareja estupenda. Y entonces alguna mala pasada del destino lo echó a perder. No sé cómo sucedió, pero ahora sé cómo puedo repararlo. Voy a destruirte, Liz. —Penelope le dedicó a Elizabeth una sonrisilla maliciosa—. Pero la verdad, querida, eres tú quien ha hecho todo el trabajo. Yo solo voy a dejar que salga a la luz tu repugnante asunto.
Elizabeth clavó la mirada una vez más en el rozado suelo de madera y continuó frotándose las manos. La luz natural de la sala daba en sus cabellos claros, proporcionándole un aspecto de angustia angelical que no sirvió para ablandar la postura de Penelope. La muchacha se mordió el labio inferior con sus dientes de perla y miró a Penelope a los ojos.
—Penny… —murmuró—. A nadie le gustan los líos.
—A mí sí.
—Sí, ya lo sé —dijo Elizabeth en un tono bajo e intencionado—. Por eso tú eres tú… y yo soy yo. Pero si te empeñas en destruirme, nadie va a tener mejor opinión de ti.
—Nadie tiene que saber que fui yo la que…
—¿Y cuando llegues y trates de casarte con el antiguo prometido de la favorita caída en desgracia? ¡No seas estúpida, Penny!
Elizabeth dio un enérgico paso adelante, y por un momento Penelope presenció un atisbo de la criatura ardiente que vivía en el interior de aquella perfecta dama de piel fría.
—¿Penny? —siguió con la voz llena de seguridad, mientras su rostro expresaba a las claras lo que deseaba—. ¿Puedo ver la carta?
Penelope echó la cabeza hacia atrás y suspiró impaciente. Se metió la mano en la chaqueta, sacó la nota y la agitó ante Elizabeth el tiempo sufciente para que reconociese su propio papel de carta.
—Puedes quedártela si haces lo que yo diga.
A continuación, le volvió bruscamente a Elizabeth su espalda enfundada en rojo y oyó cómo esta daba un paso temeroso hacia ella.
—¿Qué quieres que haga?
—Ven a verme a mi casa el miércoles por la mañana, a las diez en punto, y trataré de pensar en una forma de que no te cases con Henry sin que tu reputación quede arruinada por completo.
—Pero yo…
—Liz —la interrumpió Penelope, sin dejar de darle la espalda. Pasó una mano por encima de varios rollos de sedas bordadas en oro y plata, y luego miró por encima de su delgado hombro a su amiga, cuyos ojos aparecían muy abiertos y paralizados por un miedo y una rabia silenciosos—. La verdad es que no tienes otra opción.
Penelope tenía la frente cubierta de una fna capa de sudor y el estómago revuelto. Había llegado el momento de marcharse. Se apartó de los pies la falda carmesí y echó a andar hacia el ascensor con paso decidido sin molestarse en volver la vista atrás. Sabía que Elizabeth la estaría esperando el miércoles por la mañana con la misma desesperación pintada en el rostro.
Al llegar al fnal de la hilera de marfl y crudo, apoyó la mano en una mesa de trabajo y se volvió para clavar en los ojos de ciervo de Elizabeth lo que pretendía que fuese una mirada de intimidación.
—¡Ah, y otra cosa, Liz! —exclamó—. ¡Escoge tu maldito vestido tú sola!