Capítulo 11

La primera punzada de amor es como una puesta de sol, una explosión de color: naranjas, rosas irisados, morados vibrantes…

Del diario de Diana Holland, 17 de septiembre de 1899

Diana no se quitó el sombrero hasta varias horas después, cuando oyó que llamaban a la puerta. Dejó de escribir, se quitó el sombrero, echó la tarjeta en su interior y lo metió bajo la cama, donde no se viera. Se repitió la débil llamada en la puerta, y Diana metió su diario —cuyas páginas recordaban el encuentro secreto que inspiraba todas aquellas espectaculares explosiones de color bajo la almohada.

—¿Quién es? —gritó, sin molestarse en disimular su enfado. La tez inmaculada de su hermana mayor avanzó despacio desde el otro lado de la puerta. Tenía los ojos tan abiertos e inexpresivos como la última vez que Diana la vio en el salón. No habían cruzado una palabra desde entonces, pero eso no era ninguna novedad.

Llevaban años sin hablar realmente; al menos, de nada importante.

—¿Puedo entrar? —preguntó en tono amable.

—Supongo —respondió Diana mientras volvía a la posición que había adoptado de buena gana antes de la interrupción, boca abajo y con la cara hacia la almohada.

Había apoyado el diario en ella para poder escribir, y ahora la misma almohada cubría aquel valioso compendio de sus pensamientos. Sentía la necesidad de protegerlo de cualquier posible fsgoneo por parte de su hermana, sobre todo porque Elizabeth parecía una extraña desde hacía algún tiempo.

En los dos últimos años, Diana se había acostumbrado a las traiciones de su hermana. Había observado cómo Elizabeth se volvía cada vez más correcta y distante, y, donde una vez hubo intimidad, había ahora un resentimiento contenido.

La interrupción del momento sagrado que dedicaba a escribir en su diario parecía una afrenta leve entre un sinfín de otras ofensas más graves.

—He de contarte algo importante —dijo Elizabeth, con voz tímida.

La cama se hundió cuando la joven se sentó en una esquina de la colcha de felpilla blanca.

—Ah, ¿sí?

Diana puso los ojos en blanco en dirección a la almohada, pues desde hacía algún tiempo lo que era importante para su hermana solía ser irrelevante para ella.

De todos modos, su mente volvía ya a preguntarse si Henry Schoonmaker habría tenido muchas amantes y qué aspecto tendría su pecho con la cabeza de Diana apoyada en él. Pensaba que tal vez fuese una afortunada casualidad que su familia hubiese elegido justo ese momento para arruinarse. Quizá fuese aquello lo que la ayudase a destacar entre todas las demás jóvenes que hablaban de él en susurros. De esa forma, ella adquiriría cierto brillo romántico. Casi había dejado de escuchar a Elizabeth, absorta como estaba en sus cavilaciones sobre Henry, cuando le pareció oír que su hermana pronunciaba el nombre de este.

—¿Qué? —dijo Diana mientras se apoyaba en un codo y se volvía para mirar a Elizabeth.

—Henry, Henry Schoonmaker. Ha venido esta tarde para proponerme matrimonio, y ahora estamos prometidos. Voy a casarme, Di… La familia va a solucionar sus problemas.

Diana entornó los ojos y ahogó una carcajada, creyendo haber entendido mal.

Se disponía a pedirle a Elizabeth que lo repitiese, pues sin duda había confundido al hombre que ocupaba su mente con esa aburrida historia de compromisos, cuando su hermana la tomó de la mano.

—Ya sé que todo es muy repentino, pero ¿sabes?, tienen más dinero que nadie, y Henry es el hijo mayor, el único —explicó Elizabeth, como si tratase de convencerse a ella misma tanto como a su hermana.

—¿Te lo ha pedido… a ti? —dijo Diana, boquiabierta y con unos ojos como platos. La joven se llevó la mano al pecho de forma instintiva. Elizabeth bajó la mirada, y Diana hizo una pausa para asimilar aquella desagradable noticia. Le habían arrebatado el delicioso recuerdo de Henry Schoonmaker coqueteando con ella en el salón oscuro y polvoriento en desuso. Quería recuperarlo—. Pero… si ni siquiera te gusta —siguió.

—Puede que con el tiempo… —Elizabeth mantenía la mirada baja, clavada en sus propias manos, mientras jugueteaba con las cutículas de sus uñas—. Es muy guapo, y, bueno, ya sabes que todo el mundo dice que es un buen partido.

Diana resopló indignada y levanto los ojos al techo. La injusticia era tremenda.

Era propio del mundo tratarla de aquella forma, cuando por fn estaba a punto de suceder algo. Pero su rabia iba en aumento, y ahora la muchacha estaba dispuesta a volver parte de ella contra el hombre que, al parecer, era el prometido de su hermana.

—Diana, ¿por qué te muestras tan huraña? Son buenas noticias.

—Porque tú no le quieres —respondió Diana amargamente «Y él no te quiere a ti», añadió en su fuero interno.

Podría haber añadido que el hombre con el que Elizabeth pensaba casarse era un sinvergüenza de la peor clase, capaz de besar a la hermana menor de su prometida instantes después de su compromiso, pero no lo hizo. Con todas las novelas que leía Diana, debería haber sabido que a menudo los canallas se presentan con un rostro atractivo. Había cometido un típico error romántico al confundir con el amor aquel bonito momento en que los labios de Henry tocaron los suyos, pero no estaba dispuesta a contar aquel feo secreto. Se había ganado su propiedad.

—Bueno, pues enhorabuena —añadió con los ojos cerrados, Elizabeth sonrió sin alegría y dio una palmada a Diana aquel gesto siempre le había parecido estúpido, y entonces se lo pareció aún más.

—La familia Schoonmaker tiene muy buena reputación, y Henry es educadísimo y, además —Elizabeth se interrumpió y se mordió el labio inferior porque no se le ocurría nada más que decir. A Diana le pareció ver el brillo de las lágrimas en sus ojos—. Oh —dijo mientras se tapaba la cara con las manos.

Era patético que Elizabeth llorase de felicidad ante la repentina aparición de un prometido acaudalado, sobre todo porque no tenía un alto concepto de él, Diana reaccionó con un sonido gutural de burla y luego volvió a mirar su almohada.

—En fn —Elizabeth se recobró y se enjugó los ojos—, será bueno para mamá, y para todos en realidad, celebrar una boda. Flores, vestidos y todo exquisito y bueno.

Todo nuevo y a medida.

Diana miró furtivamente a su hermana y vio que había alzado sus hermosas cejas mientras hablaba de todas las cosas maravillosas, de todo el marfl que iba a tener gracias a aquella boda. Era como si se hubiese pasado la tarde atrapada en una cloaca subterránea y acabase de emerger, ansiosa por ver algún indicio de limpieza.

En realidad, se había pasado la tarde en el suntuoso salón de las Holland, y al enterarse de la decadencia económica de la familia se había ido derecha a comprometerse con el primer rico que encontró. Diana no daba crédito a la necedad de Elizabeth, capaz de imaginar una bonita boda con el embustero de Henry Schoonmaker, que al parecer había entrado en su hogar aquella tarde con la intención de buscarse una esposa y también una amante ¡Qué oportuno para el! Diana se preguntó si no habría venido también para quedarse con algunos de sus muebles.

—Otra cosa, Di —dijo Elizabeth, y continuó hablando sin esperar a que Diana dijese nada—. Cuando teníamos trece años, Penelope y yo nos prometimos que yo sería su madrina de boda y ella la mía. Espero que lo entiendas. Sin embargo, aceptarás ser una de mis damas de honor, ¿verdad?

Una sonrisa distante surcó el rostro de Diana. La joven no pudo dejar de apreciar, de un modo cínico, aquel giro inesperado e irónico que pidieran su participación en la ceremonia de una unión que le inspiraba un completo desdén.

—De acuerdo —respondió Diana con hastiada resignación.

Cuando su hermana se marchase podría volver a escribir en el diario, y esta vez en tonos más lastimosos. Elizabeth emitió un ruidito de placer, y entonces Diana se sintió estrechada en el débil abrazo de su hermana.

—Otra cosa, Diana, no se lo cuentes todavía a nadie, ¿vale? Prométeme que no se lo contarás a nadie.

—Te lo prometo. —Diana se encogió de hombros.

Las actividades de su hermana no parecían un tema muy interesante, y de todos modos no sabía muy bien a quién iba a contárselo.

—Bien. —Elizabeth bajó la mirada—. Es que no quiero que todo esto empiece a ocurrir demasiado pronto…

Diana se fguró que el caradura de Henry Schoonmaker tampoco debía de desearlo. Sin duda, podía aprovechar los pocos meses de más para besar a todas las primas de la familia y tal vez incluso a un par de sus doncellas.

—Por supuesto —respondió Diana por fn a su hermana—. Nadie se enterará por mí de tu aventura secreta.

Y aunque había buscado unas palabras que pudiesen dejar un poquito cortada a su hermana, Diana no pudo evitar sorprenderse ante la expresión de susto que cruzó su rostro. Solo era una broma. ¿Acaso su hermana no tenía el menor sentido del humor?