Capítulo 14

Un joven muy apreciado por las damas que pueblan el mercado matrimonial, y que procede de la casa de los Schoonmaker, fue visto ayer por la tarde en Tiffany & Co., en Union Square. Mis fuentes en el departamento de anillos de compromiso me dicen que salió con un solitario de diamantes de singular tamaño y claridad, cuyo valor superaba los mil dólares…

De Cité Chatter, viernes, 22 de septiembre de 1899

Penelope Hayes dedicó una sonrisa forzada a la joven doncella inglesa que aguardaba en el vestíbulo de los Hayes para ayudarla a ponerse la estola negra de visón. La estola era nueva, al igual que el vestido, de satén color marfl y terciopelo negro, de estilo modernista. Nunca había visto a aquella muchacha, con sus ojillos ávidos y su pelo no demasiado aseado, y llegó a la conclusión de que debía de ser una de las nuevas. Había tantos criados nuevos últimamente, dadas las dimensiones de la nueva casa, que cabía temer por la inviolabilidad de la correspondencia.

Penelope intentó expresar esa inquietud en la irritación con que retiró la gruesa tarjeta color crema de la brillante bandeja de plata que le tendía la doncella.

—Ha llegado mister Phillips Buck para acompañarla —la informo con exagerada formalidad.

Penelope y Buck eran lo bastante amigos para que él no necesitase ya presentar su tarjeta, aunque nunca podía resistirse a hacer pequeños gestos como aquel.

—Gracias —respondió Penelope mientras se apresuraba a bajar los magnífcos escalones de mármol blanco de su casa.

Al mirar hacia atrás, comprendió su error. La muchacha rebosaba alegría después de la palabra amable que le había dedicado su señora, Penelope trato de tragarse su enfado, pues no era bueno para su tez y además acudía a una cena en casa de Henry Schoonmaker, donde siempre quería estar lo más atractiva posible Buck la esperaba mirando hacia la avenida, y por encima de su brillante sombrero de copa fotaba el humo de un cigarrillo.

—¿Que mirabas? —preguntó ella, y el hombre se volvió para tomar su mano.

La joven se inclinó hacia delante para besarle en las mejillas.

—Bueno, ya sabes, solo a las personas distinguidas —Buck emitió un leve bufdo y empezó a bajar las escaleras con su personaje favorito de la vida mundana.

La noche era cálida, y los mejores carruajes pasaban despacio por la calle, entre la neblina—. Nadie estará ni la mitad de guapa que tú.

El cochero de los Hayes aguardaba con uno de los cuatro brillantes faetones negros de la familia Buck la ayudó a subir antes de seguirla y hacerle una seña al cochero. Una muchacha mas consciente del decoro nunca habría tomado un carruaje abierto para acudir a una cena, pero en ese momento Penelope no habría podido sentirse más encantada consigo misma. Se instaló en el mullido asiento de terciopelo rojo y se desabrochó la estola de pieles para que le cayese por detrás. Quería sentir el aire nocturno, aunque sin duda los moralistas la criticarían por aquella exhibición pública de sus hombros desnudos.

Mientras los caballos iniciaban su trote relajado hacia el sur, Buck metió la mano en su chaqueta y saco una hoja de periódico.

—He pensado que esto podía parecerte interesante —dijo sin darle importancia, aunque no pudo impedir que sus labios húmedos se curvasen en una sonrisa muy complacida.

—Ah, ¿sí? —dijo Penelope mientras la desplegaba.

Repasó el artículo con los ojos, que se abrieron mucho y se pusieron brillantes cuando su mirada se posó en las palabras «Tiffany & Co», «diamantes» y «mil dólares» Agitó las maquilladas pestañas y se encogió de hombros con modestia, aunque esa no era una cualidad que hubiese practicado o admirado jamás. Volvió la cara hacia el este para que los ocupantes de los carruajes que venían en dirección contraria viesen su rostro desde el mejor ángulo, y disfruto del breve trayecto por la amplia avenida, Henry había dicho que lo sabría muy pronto, y al parecer había hablado con propiedad por una vez. Aquello era pronto hasta para una chica impaciente como Penelope.

Los caballos iban trotando cuando apareció la residencia de los Schoonmaker.

Ocupaba media manzana de la Quinta Avenida con la calle Treinta y ocho y, aunque el edifcio tenía menos años que Henry, empezaba a parecer anticuado, con su mansarda y sus empinados peldaños de entrada. Henry y ella tendrían una mansión nueva, por supuesto, tal vez papá les construyese una como regalo de boda. El faetón se detuvo, y Buck saltó a la calle —casi con delicadeza para ser un hombre de su tamaño— con objeto de poder ayudar a Penelope. La joven vio estacionados junto a la acera los carruajes de otros invitados, cuyos cocheros fumaban apoyados en los vehículos mientras iniciaban su larga espera. Reconoció entre ellos al cochero de las Holland, apoyado en su vieja berlina con un periódico doblado; tenía los hombros anchos, de animal, y Penelope no recordaba su nombre. Elizabeth había mencionado una vez que de niños habían sido amigos, y Penelope no pudo evitar sonreír para sus adentros al pensar en lo anticuados que eran en Gramercy Park, con todas sus viejas tradiciones y su curiosa inclinación por mezclarse con el servicio. Allí en la Quinta, las damas y los caballeros ascendían los peldaños de piedra en parejas, hacia el umbral brillantemente iluminado, y no prestaban ninguna atención a los cocheros.

—Puede que acabe tarde, Thom —dijo sin mirar a su cochero a los ojos.

En vez de eso, se concentró en sus guantes blancos hasta el codo, procurando eliminar todas las posibles arrugas. Sin embargo, ya estaba perfecta, y lo sabía.

—Estaré aquí esperándola, miss Hayes —respondió Thom.

Ascendió hasta la entrada del brazo de Buck. Uno de los mayordomos de los Schoonmaker se hizo cargo de la estola y les acompañó hasta la fla de recepción, donde Penelope encontró a la joven Isabelle Schoonmaker con las mejillas ya encendidas de dar tantas bienvenidas. Llevaba un vestido turquesa de Worth con un delicado brillo que se desplegaba detrás de ella y la ceñía por la cintura, obligándola a inclinarse hacia delante como el ávido y pechugón mascarón de proa de un barco.

—¡Hola, Penelope! —dijo con excesivo entusiasmo, echándose hacia delante para besar a la muchacha en las dos mejillas—. Siento que tus padres y tu hermano no puedan estar aquí.

Sus padres cenaban con los Astor, cuya invitación no era de las que pueden rehusarse, y su hermano mayor, Grayson, estaba en Londres, supervisando los intereses de la familia.

—No te preocupes por mí, Isabelle —respondió Penelope, devolviendo los dos besos—. Me las arreglo muy bien con Buck.

—Lo sé. —Isabelle le apretó la mano con energía, justo cuando entraban Richard Amory y su esposa, que llevaban tres años casados y continuaban siendo tan aburridos juntos como separados—. Habrá que dejar la diversión para más tarde —susurró Isabelle.

A continuación, apareció uno de los criados de los Schoonmaker, cuya librea de terciopelo estaba blasonada con el escudo de armas de la familia, para guiarla por los corredores hasta un salón de paredes granates y burbujeantes copas de champán.

—Voy a ver si necesitan indicaciones en la cocina —comentó Buck, con la cálida luz refejada en la suave piel de su rostro—. Ve a hacer lo que haces mejor —le dijo con un guiño.

La joven se detuvo en el umbral para lograr el máximo efecto mientras dejaba que los metros minuciosamente bordados de su vestido marfl y negro se extendiesen por el pavimento de roble. Como de costumbre, percibió el susurro de aprobación y de envidia de la gente que la rodeaba, pero intentó levantar la barbilla con gesto distante. La única persona a la que de verdad quería ver era Henry, pero en lugar de sentir su mano grande y cálida en la cintura, sintió el contacto menudo de una palma fría en el brazo. Se volvió y vio a Elizabeth, que llevaba de nuevo un tono descolorido. Parecía una rígida mezcla de leche y agua.

—Penelope —la saludó Elizabeth, con su moderada sonrisa. Su fequillo rubio se le rizaba con pulcritud en la parte superior de la frente redondeada, y en torno a la garganta solo llevaba una sencilla cruz de oro—. Llevo toda la semana pensando en visitarte. Siento mucho que no pudiésemos hablar más en tu baile, pero he estado muy ocupada y…

—No te preocupes por mí —dijo Penelope por segunda vez aquella noche—.Entrelazó el brazo con el de Elizabeth, la cual sonrió con calidez. Cruzaron despacio la habitación poco iluminada, llena de fantasmales estatuas y helechos que se desbordaban de las macetas, a un paso ideal para las miradas de admiración.

Mientras avanzaban, Penelope observó con interés de propietaria los techos artesonados y la fna madera del zócalo—. Yo misma he estado tan ocupada que apenas me he dado cuenta. Pero me alegro de verte ahora —añadió, mirando a Elizabeth mientras levantaba una ceja cuidadosamente maquillada—. Hay noticias.

—Tu galán secreto —respondió Elizabeth emocionada—. Llevo toda la semana pensando en ti y en tu galán secreto.

—Siempre pensando en los demás —dijo Penelope, en un tono solo un poco más seco de lo que pretendía—. Pero, antes de que te cuente nada, tenemos que brindar por ti como es debido —añadió pese a observar que Elizabeth se sobresaltaba—. Parece que te hayas pasado siglos de viaje. No cabe duda de que mi noticia y tu regreso requieren champán —dijo, sintiéndose lo bastante generosa para incluir la vuelta de Elizabeth a casa en su gran momento de celebración.

—¡Desde luego que sí!

Elizabeth hizo un gesto sutil hacia uno de los criados de los Schoonmaker, y pronto ambas sostenían unas copas de borde ancho y clorado llenas de líquido espumoso. Después de brindar, dieron un sorbo. Penelope sintió el cálido burbujeo en su cabeza y una profunda satisfacción al pensar que estaba a punto de impresionar mucho a Elizabeth. A veces la hermana mayor de las Holland podía ser una niña modelo, pero Penelope también se había divertido con ella y, por supuesto, tenía un gusto exquisito en cuanto a amistades.

—Bueno, pues… —empezó Penelope, tomando a Elizabeth por su menuda cintura satinada. Sin embargo, antes de que pudiese comenzar a hablar de Henry, se fjó en un hombre atractivo, vestido con ropa deportiva blanca, que no se parecía ni de lejos a ningún muchacho que hubiese conocido jamás. Tenía los ojos rasgados y la piel del color del café con leche—. ¿Quién es ese? —le susurró a Elizabeth.

—¿No le conoces? —le respondió Elizabeth al oído—. Es el príncipe Ranjitsinhji, de la India. Dicen que es el capitán del equipo de criquet, y está aquí para jugar con los hombres más jóvenes del Union Club.

—¿De verdad es príncipe? —preguntó Penelope.

—Nadie lo sabe con certeza —murmuró Isabelle Schoonmaker en su tono aniñado, que acababa de aparecer de forma inesperada junto a las jóvenes damas—. Su padre era el fadi de Navanagar, quien, según dicen, experimentó con el matrimonio de forma bastante extravagante…

Penelope y Elizabeth se echaron a reír con discreción mientras se tapaban la boca con las manos enguantadas. Isabelle les dedicó un alegre guiño. Penelope se disponía a preguntar más cosas sobre el príncipe cuando se fjó en la curiosa fgura de Diana Holland, que llevaba un vestido de encaje belga de color melocotón rematado con unas enormes mangas abullonadas. Era evidente que su hermana o su madre se lo habían elegido. La muchacha estaba sola y parecía resentida, descuidada.

Parecía haberse fugado de un manicomio.

—¿Qué está haciendo tu hermana? —preguntó Penelope, acercándose a los mechones rubios situados junto a la oreja de Elizabeth.

Todo el cuerpo de Elizabeth se estremeció, pero la muchacha optó por ignorar el comentario.

—Isabelle —dijo en tono nervioso, inclinándose hacia delante para dirigirse a la madrastra de Henry—. Todo es estupendo, de verdad. Los invitados son la for y nata de la sociedad. Pero espero que no estemos impidiéndole hacer de anftriona.

Penelope asintió para mostrar su acuerdo, como si para ella aquello fuese lo peor del mundo.

—No, no… pero debería portarme bien y hablar con todo el mundo. Volveré —prometió mientras sus ojos recorrían ya la sala—. Gracias, palomitas, por ser tan comprensivas.

Mientras Isabelle se dirigía hacia el príncipe jugador de criquet, a quien le dedicó una risita aguda, Penelope se volvió hacia Elizabeth y levantó una ceja.

—¿Y bien? ¿Tu hermana tiene alguna dolencia nerviosa, o qué?

—¡Qué va! —respondió Elizabeth—. Tú ya conoces a Diana. Haría lo que fuese por resultar excéntrica. Pero vamos a lo importante… No te andes más por las ramas y cuéntame la noticia. Llevo toda la semana esperando saber algo más de tu tipo misterioso.

Esta vez fue ella quien guió a Penelope a través de la habitación llena de ruidosos invitados hasta pasar a la pinacoteca adyacente, donde solo había dos personas, un hombre y una mujer de la edad de sus padres, absortos en un retrato de Mamie Stuyvesant Fish en su palco de la ópera. Elizabeth se volvió para alejarse de la pareja.

—Bueno, pues… —siguió Penelope en tono conspirador—. Es muy alto y atractivo.

—Por supuesto.

—Pertenece a todos los clubes y asiste a todas las festas.

—Sí…

Elizabeth le sonrió con ojos brillantes e inquisitivos. Las muchachas habían interrumpido su lento paseo por la habitación y miraban a través del arco adornado que separaba la pinacoteca del salón, donde unos treinta invitados parecían haber tomado varias copas de más antes de la cena.

—Llevaba bastante tiempo echándome miraditas —explicó Penelope, intentando en vano despojar de orgullo su voz—. Y en nuestra festa de la semana pasada bailamos, y luego, esta mañana, ha aparecido una noticia sobre él en uno de los periódicos. ¡Elizabeth, le vieron comprando un anillo!

Se oyeron unas carcajadas, y entonces Penelope vio a Henry, en la pared del fondo, con una bebida dorada en la mano y la boca torcida en una sonrisa sardónica.

Llevaba frac y el cabello muy bien engominado hacia atrás. Estaba contando alguna clase de chiste a un grupo de hombres atractivos pero inferiores.

—Sí… —la animó Elizabeth, emocionada.

—Henry Schoonmaker —anunció Penelope con no poco placer, sin apartar los ojos de él.

Elizabeth afojó la presión que ejercía sobre su brazo, y Penelope se preguntó si se estaría muriendo de envidia. Bueno, pues estupendo. Esa era la intención. Desde la otra habitación oyó el tintineo de un cuchillo contra un cristal. A través del arco de la entrada, el robusto y viejo Schoonmaker llamaba la atención de los invitados.

—Penelope, tengo que… —murmuró Elizabeth.

—Chist, te lo contare todo después —respondió ella en voz baja mientras volvía a agarrar a su amiga del brazo con gesto cálido y tiraba de ella hacia el salón.

No pudo evitar fjarse en lo rígida que estaba Elizabeth, y se sintió un tanto sorprendida al ver que no era capaz de disimular mejor su aspecto competitivo Isabelle, que sonreía casi con frivolidad, avanzó a través del grupo de invitados y se situó junto a su marido. Parecía pequeña a su lado, sobre todo con lo hinchado que este tenía el pecho.

—Me han dicho que la cena está a punto —empezó con voz atronadora—. Pero antes de entrar, tengo una noticia que quiero compartir con ustedes.

Toda la sala murmuro al oír estas palabras y se inclino hacia el gran hombre, Penelope intentó llamar la atención de Henry, pero él fjaba con decisión su mirada en la copa que tenía en la mano.

—Como saben, hace mucho que me dedico a agrandar y mejorar esta ciudad, a convertirla en un paraíso duradero para los reyes de nuestro tiempo. A través de mi industria y mis empresas, he convertido esta gran ciudad en el centro de una gran nación. Pero ya no estoy satisfecho con lo que puedo hacer en los negocios. He decidido incorporarme a las desinteresadas flas de quienes han dado sus nombres, sus horas y sus propias vidas al pueblo. He decidido presentarme al cargo de alcalde de la ciudad de Nueva York.

La sala entera prorrumpió en vítores, Penelope reprimió un bostezo y miró a Elizabeth para confrmar que aquel anuncio no merecía precisamente gritos de entusiasmo. Sin embargo, el rostro de su amiga estaba paralizado, y su expresión cortés pendiente de aquel futuro suegro fanfarrón, Penelope decidió que lo sensato era escuchar también cortésmente.

—Gracias, gracias. Por supuesto, tendremos que esperar otro año, pero cuento con su apoyo en noviembre de mil novecientos.

Los ojos de Penelope se apartaron del viejo Schoonmaker para inspeccionar entre las faldas espumosas y los vestidos ribeteados de armiño de las invitadas, que bebían su champán e intentaban no parecer aburridas. Tenía la mirada clavada en el marco dorado de la puerta junto a la que se hallaba, cuando el discurso dio un giro interesante.

—Y tengo otra cosa importante que anunciar, esta de una naturaleza más personal, pero no menos jubilosa Henry mi hijo, mi único hijo, que tan deprisa se ha convertido en un hombre capaz de seguir mis pasos, acudió a mí hace poco con la noticia que todo padre espera. Vino y me dijo «Padre, estoy enamorado.»

El pecho de Penelope se hincho de vanidoso placer. En efecto, aquello era muy pronto, casi repentino. Después de tantos meses de citas secretas, la idea de que Henry le hubiese confesado a su padre el amor que sentía por ella resultaba enormemente gratifcante. Por supuesto, era inevitable que lo hiciese, aunque la muchacha encontró sorprendente y hasta un poco presuntuoso que Henry diese por sentado en público que ella le correspondía. No es que le importase, al contrario, esa clase de confanza espontánea le encantaba. Se permitió una amplia sonrisa orgullosa y se aferró con más fuerza al brazo de Elizabeth.

—Dijo «Padre, quiero que sea el primero en saber que he pedido la mano de miss Elizabeth Holland, y que ella ha aceptado.»

La multitud soltó un «¡Ahhhh!» de admiración, pero Penelope no podía respirar, y mucho menos pronunciar palabra. Mientras todos los rostros se volvían hacia Elizabeth, la sonrisa de Penelope desapareció. El carnoso y rojo labio inferior se le quedó colgando y se le secó la boca. Se sentía como si un caballo la hubiese coceado en la cabeza, como si los conceptos se hubiesen confundido en su cerebro. En un instante, la rabia se apoderó de su estómago.

Dejó caer el brazo de Elizabeth como si pudiese envenenarla y contempló cómo su amiga daba un paso adelante para gozar de todas aquellas ridículas sonrisas de enhorabuena. Elizabeth se volvió a mirar a Penelope con una mueca de disculpa en el rostro. Miró de nuevo al frente justo cuando un hombre de aspecto familiar, con pulcro bigote y diligente semblante de dependiente, se apartaba de la multitud para acercarse a ella. Penelope cayó en la cuenta de que le resultaba familiar porque la había ayudado en varias de sus visitas a Tiffany, y allí estaba ahora para entregar la valiosísima carga a su legítima propietaria. La joven observó con horrorizada curiosidad mientras el hombre se sacaba del bolsillo una cajita de terciopelo. Acto seguido, la abrió, y la visión de la enorme y reluciente gema le revolvió a Penelope el cuerpo entero. Retrocedió hasta la pinacoteca, donde se sorprendió intentando agarrar cosas. Percibió el contacto de la madera, y luego el de una especie de cuenco de plata y las suaves hojas de un helecho. Derribó la planta hacia un lado. Sus vísceras se hallaban furiosas, agitadas, y entonces no pudo refrenarse y vomitó en el macetero de plata.

No le sirvió de mucho consuelo que la mayoría de los invitados se encontrasen en la otra habitación y no pudiesen verla. Sin duda, todos la oyeron. En cuestión de segundos, Buck estaba a su lado, susurrando que la sacaría de allí antes de que ocurriesen más desgracias. Se produjo un alboroto y Penelope oyó la voz de Isabelle Schoonmaker por encima del jaleo. La joven le decía a Elizabeth que Henry estaba preparado para acompañarla al comedor y que debían marcharse ya, antes de que la gente comenzase a hacer comentarios.

Penelope atisbó desde detrás del cuerpo de Buck y se dio cuenta de que ni siquiera iba a poder dedicarle a su antigua amiga una última mirada de odio. La anftriona ya estaba metiendo prisa a la fgura de Elizabeth, vestida de verde claro, para que saliese de la habitación en la que todos los planes perfectos de Penelope se habían visto truncados con tanta rapidez.