Capítulo 19
Toda familia con hijas lo bastante mayores para casarse debe preocuparse de los costes de una boda, que, según la tradición, deben asumir en solitario. Cuando una muchacha de la alta sociedad decide casarse, los costes pueden ser astronómicos, por supuesto, y muchos padres acaudalados han salido del feliz acontecimiento sintiéndose como indigentes.
Mistress Hamilton W. Breedfelt, Columnas acerca de la educación de jóvenes damas de carácter, 1899
Elizabeth oyó la carcajada de Diana y abrió los ojos. Se apartó las manos de la cara y las apoyó en el costado del caballo. Diana regresaba con la falda remangada, y Henry iba unos pasos detrás, con el sombrero en la mano. A lo lejos, el viento inclinaba los árboles; todo ofrecía un aspecto muy luminoso.
—Ya vuelven —susurró.
Will movió la cabeza muy despacio de un lado hacia otro y fjó sus grandes ojos en la muchacha.
—Me marcho el viernes, en el último tren que sale de la Gran Estación Central Por fn voy a ver qué aspecto tiene el puerto de Nueva York desde el otro lado.
Puedes venir conmigo, o puedes quedarte aquí para siempre.
Elizabeth quería apretar su cuerpo contra el de Will, quería apoyar la boca en su boca. Quería encontrar las palabras que le hiciesen quedarse, y decirlas de forma clara y enérgica. Pero no podía. Toda Nueva York la rodeaba. Así que hizo lo que debía hacer. Rodeó al caballo y dio varios pasos por la hierba, agitando los brazos por encima de la cabeza.
—¡Lo tienes! —gritó, como si la recuperación del sombrero fuese un triunfo propio.
El humor de Diana parecía haber cambiado por completo. La joven miró a Henry y se echó a reír.
—¡El pobre Henry casi ha tenido que zambullirse en el agua para recuperarlo! —contesto—. Pero la cinta se ha perdido. Servirá para hacer un nido de pato en alguna parte.
Elizabeth noto que Will la observaba, pero aun así siguió interpretando el papel de miss Holland. Se adelanto mientras sus botas de piel se hundían en la tierra blanda y la brisa enfriaba sus orejas. Cuando llego junto a su prometido, este la tomó del brazo y la acompaño de nuevo al landó. La joven permitió que él la ayudase a subir y luego dejó que el ala ancha de su sombrero volviese a caerle sobre los ojos.
Los caballos echaron a andar y pusieron en movimiento el carruaje. Solo entonces permitió Elizabeth que unas cuantas lágrimas silenciosas rodasen por sus mejillas bajo la sombra segura del sombrero.
Elizabeth se quito el sombrero de la cabeza tan pronto como cruzó la puerta de la casa de los Holland. Unos cuantos cabellos se enredaron en el tejido de paja, pero no tenía tiempo de arreglárselos. Se echó el pelo suelto hacia atrás con las manos mientras le pasaba el sombrero a Claire, que aguardaba paciente en la entrada.
—¿Donde está mistress Holland? —Elizabeth avanzó y atisbó en el salón a través de las puertas correderas. Sus movimientos eran frenéticos, como si, en caso de que aminorase la velocidad durante un solo instante, sus posibilidades de arreglarlo todo fuesen a desaparecer por completo. No obstante, la habitación estaba vacía. Al parecer, tanto su madre como su tía habían renunciado a recibir más visitas—. Claire,¿dónde está mi madre?
Elizabeth se volvió y vio que Diana rodeaba a Claire con los brazos y le apoyaba la cabeza en el pecho. La mayor de las hermanas Broud siempre había tenido aquella cualidad maternal, incluso cuando era niña Claire parecía un poco incomoda, y le brindó a la mayor de las hermanas Holland una sonrisa torcida.
—No la he visto —susurro.
—¿Qué pasa? —le dijo Elizabeth a Diana—. Siento haber insistido en que vinieses, si aun estas disgustada por eso.
Observo a Diana mientras volvía la cabeza poco a poco. La joven mostraba una expresión melancólica que Elizabeth no tuvo tiempo de interpretar.
—No, me alegro de haber venido —dijo su hermana.
Tenía la voz grave y solemne, aunque Elizabeth no pudo imaginar por qué. En realidad, tampoco le hacía falta saberlo. Lo que le hacía falta era que Diana desapareciese, como solía hacer, para que Elizabeth pudiese buscar a su madre
—¿Y si te acostaras un rato? —sugirió Elizabeth, tratando de hablar con voz mesurada.
—Creo que lo haré.
Diana soltó a Claire y se dirigió a las escaleras. La muchacha caminaba encorvada como si le faltase energía para enderezarse.
Cuando se fue, Elizabeth se volvió hacia Claire. Se pasó un dedo por la ceja, tomó aliento y se dispuso a formular su pregunta por tercera vez.
—No lo sé —dijo Claire con los ojos muy abiertos antes de que Elizabeth pudiese hablar—. No la he visto. Iré a mirar en el tercer piso.
—Gracias —respondió Elizabeth.
Desde su conversación con Will en el parque, la sensación apremiante no había hecho sino aumentar. Solo podía pensar que la fcción de su noviazgo con Henry resultaba insostenible y que tenía que informar a su madre de inmediato. Si pudiese poner fn a aquella farsa y dejar de aparentar ser la señorita perfecta, podría explicarle a su madre cómo estaban las cosas. Tal vez su situación fnanciera no se hallase en un estado tan ruinoso para que ella debiese casarse enseguida. Tal vez hubiese alguna otra forma, en aquellos tiempos modernos, de que su familia pudiese recuperar su fortuna. Tal vez hubiese alguna forma de poder estar con Will.
Claire subió las escaleras casi corriendo y Elizabeth fue de nuevo a comprobar el salón. Fue entonces cuando vio el cuadro del marco de oro de cara a la pared en el suelo del vestíbulo. Se volvió a medias para preguntarle a Claire qué hacía allí, pero la doncella ya se había marchado. Elizabeth apartó el cuadro de la pared para ver cuál era. Lo reconoció enseguida: era el Vermeer que llevaba casi diez años colgado en su dormitorio.
El cuadro fue uno de los favoritos de su padre; se lo compró a un marchante parisino cuando mistress Holland estaba embarazada por primera vez. Varios de los grandes coleccionistas de arte, los que pasaron de ganar millones con el acero a gastarlos en viejas obras maestras, habían expresado su interés por la pintura, pero Elizabeth le suplicó que no la vendiese. Representaba a dos muchachas, una rubia y una morena, que leían junto a una mesa situada al lado de una ventana. La rubia estaba a la izquierda, más cerca de la ventana, y su cabello relucía como el oro. Las jóvenes volvían las páginas del libro, y la luz iluminaba la pálida perfección de su piel.
Elizabeth pasó la mano por el marco de oro, en cuya esquina había un trozo de papel. El nombre que vio —mister Broussard— no le resultaba familiar. Aunque el cuadro era suyo, se sintió como si hubiese estado revolviendo en las pertenencias de otra persona.
Elizabeth subió a toda velocidad las estrechas escaleras posteriores y atisbó en el dormitorio de su madre, que tenía el aspecto de una habitación en la que nadie hubiese puesto los pies en muchísimo tiempo.
—Miss Liz…
Elizabeth cerró la puerta del dormitorio y vio que Claire había subido detrás de ella.
—¿Sí?
A la joven le habría gustado saber por qué le daba vergüenza fsgar en su propia casa.
—Mistress Holland está abajo.
—Gracias, Claire.
Elizabeth se volvió y esta vez tomó la escalera principal, que estaba cubierta por una gruesa alfombra persa. Estaba a medio camino, y a punto de decir que no podía casarse con Henry Schoonmaker, cuando vio al hombre en el vestíbulo. Estaba inclinado delante de su Vermeer y observaba la esquina superior derecha con una lupa muy ornamentada. Era allí donde estaba la frma, justo encima de la jarra de vino. A Elizabeth le entraron ganas de gritarle que no podía tocar sus cosas, pero algún instinto, tal vez su habitual sentido de la urbanidad, la mantuvo en silencio.
—En esta casa no tenemos falsifcaciones, mister Broussard —declaró mistress Holland con frialdad, acercándose más a él.
El hombre, que iba vestido de negro y llevaba el pelo largo metido debajo del cuello, volvió la cabeza para evaluar a la dama. La miró con descortesía durante unos instantes, y luego regresó a su examen de las pinceladas de Vermeer. Cuando estuvo satisfecho, sacó un paño de su cartera y envolvió el cuadro. Se levantó, metió la mano en el bolsillo interior de su abrigo y extrajo un sobre.
—Aquí está —dijo en tono brusco.
Elizabeth vio cómo su madre rasgaba el sobre y miraba en el interior. Ver su cuadro en manos de un extraño le produjo una intensa tristeza, que empezó a transformarse en una especie de rabia impotente.
—Está todo ahí —siguió el hombre, impaciente.
—Estoy segura de ello —dijo mistress Holland—, pero no me gustaría tener que hacerle volver si faltase algo.
El hombre esperó a que la dama le hiciese un gesto de conformidad, estrechó su mano y salió a la calle. La puerta se cerró dando un portazo que pareció estremecer la casa entera. Elizabeth vaciló en la escalera mientras su madre, vestida de negro y enmarcada por la luz que entraba a través del cristal de la puerta, observaba cómo se iba el hombre. A continuación, mistress Holland suspiró y se volvió bruscamente.
Subió unos cuantos peldaños antes de ver a Elizabeth, de pie a medio camino del segundo piso.
—¿Qué haces ahí?
Tras ver a su madre vender una de las posesiones más cotizadas de su familia, Elizabeth se preguntó si alguna vez podría volver a mirarla de la misma forma. La mujer que estaba allí abajo ya no tenía el aspecto de un temible arbitro de la sociedad.
Parecía menuda, frágil y lastimera. Parecía vieja.
—Solo te buscaba… para preguntarte una cosa… —consiguió decir Elizabeth.
—Bueno, ¿y qué es?
Elizabeth sintió que se le helaba el corazón. Se habían esfumado todas sus grandes emociones, su presunción, la necesidad de demostrarle lealtad a Will y hacer que se quedara. Su familia no solo era pobre; estaba en una situación desesperada.
Ella solamente tenía una opción, y era casarse con Henry. No iba a tener otra oportunidad como aquella.
—Solo quería preguntarte si te apetecía tomar burdeos con la cena.
Se produjo un largo momento de silencio mientras mistress Holland observaba a su hija con atención.
—No, cariño —dijo tras parpadear una vez—. Más vale que lo reservemos por si los Schoonmaker vienen a cenar algún día.
Elizabeth asintió con desgana. No había nada más que decir, así que se alejó de su madre y fue a buscar a mistress Faber con el corazón en un puño. Le diría que no se molestase en decantar vino para la cena de esa noche, ni de ninguna otra noche, hasta que ella fuese una mistress Schoonmaker.