Capítulo 41

Para mi verdadera novia.

—¿Qué signifca? —dijo Diana, resplandeciente de alegría mientras volvía la cruz con lapislázuli incrustado y la inscripción al dorso.

La joven pasó los dedos por las letras, anhelando hallar un modo de ser su novia real. Pero ya sabía que no podía ser. Desde que salieron del invernadero, cada instante con Henry parecía tener un gran valor. Los sonidos de la ciudad que volvía al trabajo pasaban junto a su carruaje, aunque parecían muy lejanos.

—Mi padre se la regaló a mi madre antes de que se casaran. Nunca he entendido qué signifcado tiene. Supongo que pudo regalársela a la chica de diecisiete años con la que se casó, con la esperanza de que siempre tuviese esa edad.

—Henry soltó una risa suave e irónica—. Pero yo no te la regalo por eso.

—Lo sé —dijo Diana mientras se metía la cruz en el corpiño.

—Es más discreta que todas las cosas que le regaló más tarde; puede que me guste por eso. No recuerdo demasiado a mi madre; yo solo tenía cuatro años cuando murió. Pero creo que tenía esa clase de belleza clásica y natural que no necesita adornos.

Diana asimiló aquellas palabras. Había averiguado tantas cosas sobre Henry en la última noche que le parecía una persona completamente distinta, y todas las palabras que pronunciaba ahora resonaban de un modo especial en su propio interior. La joven se inclinó hacia delante desde su asiento en la sencilla calesa, el único carruaje que Henry había podido tomar prestado de la cochera de los Schoonmaker sin que nadie se diese cuenta. Estaban detenidos en Broadway, en espera del momento adecuado para que Diana se deslizase entre la multitud matutina y se fuese a casa. La muchacha volvió hacia él sus ojos cargados de sueño y devoción, y trató de sonreír lo mejor que pudo.

—Será duro ver cómo te casas con Liz, Henry…

Ella pretendía decir algo más defnitivo y profundo, pero el nudo que tenía en la garganta no le permitió añadir nada más.

Henry le dio un beso en la mejilla derecha. Diana le miró por última vez antes de echarse la capucha sobre el rostro con gesto frme y salir a la calle. Cuando sus pies tocaron el suelo, le resultó fácil avanzar y unirse a la multitud en su ruta matinal.

A su alrededor, hombres con bombín y traje barato con chaleco caminaban a un paso rápido que no les permitía siquiera fjarse en la muchacha de la capucha.

Al poco rato, encontró la callejuela que salía de la calle Diecinueve y conducía a la propiedad de los Van Doran y luego a la de su propia familia. La noche anterior se había arriesgado con el enrejado, cosa que había sido casi tan peligrosa como aventurarse sola en la noche de Nueva York, pero ese día tomó la ruta más fácil de la trampilla que daba al cuarto de la colada, en el sótano. Desde allí subió las escaleras de servicio a toda velocidad y llegó al segundo piso, muy cerca de la puerta de su propio y seguro dormitorio.

No había nadie allí, lo que suponía cierto alivio, pero la habitación estaba distinta de como la había dejado. Todos los vestidos que había sacado por si se los ponía para pasar la noche con Henry estaban guardados. Todos sus zapatos de tacón alto también. Y encima de su cama hecha, estaba el sombrero que Henry llevaba el día en que se conocieron. La ansiedad empezó a apoderarse de Diana mientras se acercaba al bombín y lo cogía. La joven se quedó petrifcada al pensar con tristeza y horror en quién habría estado allí por la noche.