Capítulo 3
No estoy seguro de poder acudir a tu fiesta esta noche.
Mis disculpas si conviene.
H.S.
Pastorcilla. Es demasiado perfecto para Liz —dijo Penelope Hayes del modo en que lo decía casi todo, con una pizca de veneno.
—Bueno, al menos no ha olvidado sus humildes orígenes americanos mientras se paseaba por ahí con los franchutes —respondió su amigo, Isaac Phillips Buck—. Y al menos no se ha disfrazado de insulsa marquesa como todas las demás —añadió con aire disgustado.
Penelope se encogió de hombros con indiferencia. Si su amigo quería alabar a Elizabeth Holland, a quien ella había distinguido tiempo atrás como su principal rival y por lo tanto su única mejor amiga posible, y que en ese momento daba vueltas por la enorme pista de baile con aquel gusano de Percival Coddington, no tenía nada que objetar. Se sentía mucho mejor ahora que había visto lo impresionados que estaban todos con la nueva casa y el estilo de su familia. Y, por supuesto, con ella.
Unas horas antes había tenido un momento sombrío, cuando llegó el recadero con la nota. Acababa de regresar de casa de las Holland, donde había acudido para dar la bienvenida a Elizabeth y reprenderla por haber estado a punto de perderse la festa. Se le encogió el corazón al leer la inoportuna misiva, y luego sufrió un ataque de rabia que —ahora podía admitirlo— no había sido demasiado justo con las doncellas que la preparaban para la festa. No es que temiese que el autor de la nota no llegase a amarla —¿durante cuánto tiempo podía resistirse cualquier muchacho?—, sino que ese muchacho en particular se perdiese esa festa en concreto. Al fn y al cabo, ¿qué mejor lugar para comprender que ella era el verdadero centro del universo y que mantener en secreto la relación entre ambos era una verdadera lástima?
Ahora, mientras observaba el salón de baile de su familia desde la balaustrada del primer piso, con la cintura ceñida por el corsé en la medida perfecta de cuarenta y cinco centímetros bajo los volantes rojos del vestido de bailarina de famenco, estaba muy segura de que vendría. Era la noche del baile de los Richmond Hayes, la noche en que alcanzaban su apoteosis como familia de primera clase; no había ningún otro lugar en el que estar. Estaba segura de que llegaría en breve. Bueno… casi segura.
Penelope se apoyó una mano en la cadera, cerrando y abriendo el puño en torno a la nota que llevaba en la otra mano
—Mira lo erguida que va Elizabeth —dijo Penelope, haciendo tintinear las delicadas pulseras doradas que le cubrían los antebrazos.
Isaac se enderezó en toda su estatura y se apoyó las manos en el rotundo vientre, poco disimulado por su traje de bufón.
—Creo que trata de mantenerse fuera del alcance del aliento de Percival.
Se echaron a reír como siempre se reían, con la boca cerrada y soltando el aire por la nariz. Penelope y Elizabeth no se habían hecho verdaderas amigas hasta que compartieron un profesor particular de francés en sus primeros años de adolescencia (más tarde, Penelope supo que aquel arreglo fue ideado por mister Holland para molestar a mistress Holland, y nunca olvidó el agravio). El profesor era un tipo encantador y larguirucho a quien Elizabeth gustaba de abochornar pidiéndole, por ejemplo, que explicase la diferencia entre décolletage y décolleté. Resultaba cómico ver hasta dónde era capaz de llegar Elizabeth últimamente para demostrar que era una señorita como es debido. Penelope nunca se preocupaba tanto por nada, y menos aún por si los demás la consideraban una dama.
Eso estaba bien, pues Penelope no era una verdadera dama, al menos desde el punto de vista de los miembros de las viejas familias holandesas, como la madre de Elizabeth, que no obstante llevaban toda la noche disfrutando de la fastuosidad del salón de baile de los Hayes, un salón de baile mucho más amplio y reluciente que el de las Holland, como Penelope no podía dejar de notar. Las Holland vivían en una mansión vieja y sencilla de Gramercy Park, con la fachada de un austero color marrón y todas las habitaciones en ordenadas hileras. Para colmo, aquella parte de la ciudad ya no estaba de moda.
Penelope habría podido compadecer a Liz por seguir viviendo en aquel barrio apartado cuando la familia Hayes se trasladó a la zona residencial de la Quinta Avenida, con sus casas nuevas, pues sabía muy bien que a la desagradable madre de Liz le encantaba comentar que la familia Hayes había salido de la nada. Era cierto que los Hayes hicieron su fortuna cuando Ogden Hazmat Jr., abuelo de Penelope, abandonó el modesto negocio de sastrería que tenía en Maryland para venderle al ejército de la Unión mantas de algodón por el precio de las de lana. Pero desde que el abuelo se trasladó a Nueva York, se cambió de apellido y le compró a una rama arruinada de la familia Rhinelander una casa en Washington Square, el clan de los Hayes se había consolidado en la sociedad neoyorquina.
Habían dejado atrás para siempre Washington Square para instalarse en la única casa de la ciudad que contaba con tres ascensores y una piscina en el sótano.
Habían triunfado, y tenían la mansión para demostrarlo. O el palazzo, como lo llamaba su madre de forma invariable e irritante.
—Esta noche has hecho un buen trabajo, Buck —dijo Penelope mientras sus carnosos labios dibujaban una sonrisa henchida de orgullo.
La belleza de Penelope era a veces objeto de burla en los salones, pues se decía que la muchacha solo tenía labios, pero sin duda las gallinas chismosas que afrmaban tal cosa se equivocaban: los labios de Penelope no eran más deslumbrantes que sus ojos, grandes y azules, y capaces de rebosar inocencia o desdén en igual medida.
—Solo para ti —respondió él con su nasal acento falsamente británico. Isaac era un anglóflo, y su pasión se había extendido hacía poco a su pronunciación.
Dado que Isaac era reconocido solo a medias por el clan de los Buck como uno de los suyos, se veía obligado a ganarse la vida y se había hecho imprescindible para anftrionas como mistress Hayes. Siempre sabía dónde conseguir las fores más frescas y dónde encontrar a hombres jóvenes, atractivos y divertidos que además estuviesen dispuestos a bailar, aunque no fuesen exactamente buenos partidos. Sabía presionar a las cocineras chillando en el momento oportuno para que las carnes saliesen justo en su punto. El chillido de Isaac quizá no era muy adecuado, pero sus festas siempre lo eran.
—Debo decir que todo el mundo está guapísimo esta noche —siguió Isaac—. No todo ha sido en vano. Fíjate en las joyas. Se podría comprar Manhattan entero con esas joyas.
—Es cierto —convino Penelope—, aunque nunca deja de sorprenderme que alguien pueda dejar caer un montón de quincalla sobre un trozo de cuero.
—Si te referes a Agnes, casi no lleva quincalla. De todos modos, creo que va de Annie Oakley, y estoy seguro de que si le preguntases a su modisto te diría que el disfraz es nada menos que de ante.
—¡Ja! Sabes muy bien que Agnes no tiene modisto, Buckie —repuso ella con una sonrisa de desprecio—. ¿Y Amos Vreewold de torero? ¡Por favor! —añadió, mirando a su amigo con una ceja arqueada.
—Bueno, bueno. Los pantalones ajustados no están hechos para todos los hombres.
—Oh, mira… ¡Ahí está Teddy Cutting! —exclamó Penelope, interrumpiendo la inspección de disfraces.
Teddy, con su pelo rubio, sus chispeantes ojos azules y su heredada fortuna naviera, era la clase de muchacho con que Penelope coqueteaba en los bailes desde su presentación en sociedad, dos años atrás. Teddy estaba colado por Elizabeth Holland, y ese era el verdadero motivo por el que Penelope se empeñaba siempre en bailar con él. Se quedó observando mientras las jóvenes, con sus grandes faldas almidonadas y sus mangas abullonadas, se apelotonaban alrededor de Teddy, que se inclinaba con galantería y besaba todas y cada una de las manos enguantadas que le tendían.
—Teddy está para comérselo. —Isaac dejó que una de sus manos ascendiese fotando hasta su barbilla—. Ha elegido ir de cortesano francés, como todo el mundo, pero lo ha hecho bien.
—Bastante bien —respondió Penelope con indiferencia porque, fuese donde fuese Teddy, solía haber cierta persona aún mejor justo detrás.
Chasqueó los dedos hacia uno de los camareros que pasaban, hizo una bola con la nota recibida horas antes y la dejó caer en su vacía copa de champán. Colocó la copa sobre la bandeja del hombre sin mirarle a los ojos y a continuación cogió dos más.
Fue entonces cuando Henry Schoonmaker cruzó el arco de la entrada que se hallaba al fondo del salón de baile, y el mundo entero pareció apagarse un poco.
Penelope se mantuvo erguida mientras su corazón empezaba a latir triunfante y la sangre le bullía en el rostro. Incluso entre los apuestos y ricos, Henry Schoonmaker destacaba tanto por ser guapo como escurridizo. Se situó junto a Teddy, y Penelope puso los ojos en blanco cuando empezó a besar también el torbellino de manos enguantadas.
Henry siempre parecía gozar de buen humor y buena salud —cosa que se debía en parte a su inclinación por los deportes al aire libre y en parte a la bebida, que era su constante complemento—, e incluso desde el otro lado del mayor salón de baile privado de la ciudad de Nueva York la bronceada perfección de su piel resultaba evidente. Poseía los hombros de un general y los pómulos de un aristócrata de alta cuna, y su boca mostraba casi siempre una expresión de leve burla. Como Elizabeth Holland, Henry era descendiente de una de las grandes familias neoyorquinas, pero se preocupaba mucho, mucho menos de ser buena persona.
—Esas chicas se están poniendo en ridículo— comentó Penelope, refriéndose a sus primas y amigas. Se pasó los dedos por los cabellos oscuros y brillantes, que llevaba peinados con la raya en medio y recogidos en la nuca, enmarcando el perfecto óvalo de su rostro. Unas peinetas de plata con complicadas fligranas se desplegaban detrás de su cabeza—. Creo que voy a salvar a nuestro amigo —añadió, como si la idea se le acabase de ocurrir.
A continuación, se recogió los metros de crespón rojo oriental que le cubrían las piernas y se dirigió con paso majestuoso hacia la curvada escalera de mármol.
—Buckie —dijo tras bajar unos peldaños, mirándole a los ojos con una intensidad especial—, ese es el hombre con el que voy a casarme.
Isaac alzó su copa de champán y Penelope sonrió. ¿Cómo podía fracasar cuando tenía de su parte a un personaje tan astuto como Isaac Phillips Buck?
Penelope continuó bajando las escaleras y, al cabo de unos momentos, se hallaba en la planta principal de su salón de baile. Cuando los rostros de la multitud se volvieron hacia ella, se hizo en la sala un silencio reverente. Entre tanto satén blanco y tantas pelucas empolvadas, su vestido rojo hacía que destacase aun más de lo habitual. Atravesó el grupo de chicas a las que acababa de llamar tontas y llegó junto a Henry Schoonmaker tras pocos instantes de intensa emoción.
—¿Quién te ha dejado entrar? —preguntó, recibiéndole sin una sonrisa. Apoyó el puño en su cadera y las doradas pulseras de gitana bajaron hasta su muñeca tintineando—. Tú no llevas disfraz, y tu invitación decía muy claro que esto iba a ser un baile de disfraces.
Henry la miró divertido, sin molestarse siquiera en examinarse el frac negro y los pantalones con gesto falsamente cohibido.
—¿He hecho mal, miss Hayes? En realidad, ya no tengo tiempo de leer mi correo, pero un pajarito me dijo que esta noche celebraba una festa y…
Entre las mujeres de Nueva York, se rumoreaba que Henry siempre tenía a la orquesta sobornada de antemano, porque con frecuencia atacaba un vals justo cuando él necesitaba poner fn a una conversación. La orquesta empezó a tocar en ese momento, y Henry inclinó la cabeza con suavidad en dirección a Penelope, que por un momento no pudo evitar esbozar una sonrisa. Él mantuvo su intensa mirada fja en la muchacha mientras guiaba sus pasos hacia atrás, hasta que estuvieron bailando.
La multitud los contempló un momento, deslumbrada por la ligereza de la pareja que se movía por la pista. Pero a Penelope se le daba de perlas despertar envidias, mientras que a sus primas y amigas no se les daba nada bien quedarse quietas cuando envidiaban. Pronto, otras parejas menos brillantes empezaron a bailar también, de forma que el reluciente dibujo del suelo de mármol quedó enterrado por las oscilantes faldas de vivos colores de las muchachas y los ágiles zapatos negros de sus parejas.
Aún quedaban muchos ojos clavados en la bailarina de famenco y el dandi de frac; Penelope sabía cuánto la observaban, por lo que habló en voz baja mientras se movían:
—¿Por qué me has enviado esa nota? —preguntó, inclinando un poco la cabeza mientras daban vueltas.
—Me gusta tomarte el pelo —contestó él—. De esa forma, sabía que estarías especialmente agradecida de verme.
Penelope consideró su respuesta por un momento, pero había algo en sus alegres ojos de color castaño oscuro que le indicaba que estaba mintiendo, solo un poquito.
—Has estado en otro sitio antes de venir aquí, ¿no es cierto?
—Vaya, ¿qué te hace pensar algo así? —respondió él, con su inquebrantable tono divertido—. Llevo todo el día esperando este momento.
—Mientes muy bien —le dijo la muchacha—, pero yo sabía que vendrías.
Henry la miró con aire despreocupado y no contestó. Se limitó a apretarle la falda con la mano, un poco por debajo de los riñones, y a seguir guiándola a través de la multitud. Penelope se sintió en ese momento como si fuesen una pareja reconocida, como si todas aquellas muchachas inferiores estuviesen llorando ya al pensar en la boda de Henry William Schoonmaker. La música de la orquesta parecía sonar triunfante y solo para ella. Habría podido seguir así toda la vida, y tal vez lo hubiese hecho si la fgura corpulenta y patilluda del padre de Henry no hubiese aparecido por encima del hombro de este para arrebatárselo.
—Discúlpeme, miss Hayes —dijo el viejo Schoonmaker, con voz serena pero desprovista de remordimiento. El resto de los bailarines siguió moviéndose, pero Penelope se encontró horriblemente paralizada en el centro de todo, con su gran representación cortada por aquella robusta y odiosa presencia paterna. Se sintió a punto de sufrir un ataque de rabia, pero logró contenerse. Los demás bailarines fngían no darse cuenta de lo que pasaba, pero todos eran unos auténticos farsantes.
Penelope se preguntó si Elizabeth estaría allí observando la escena. Tenía pensado revelarle a su amiga aquella relación secreta con el máximo dramatismo, y sus planes se estaban yendo al traste—. Voy a tener que llevarme a Henry durante el resto de la noche. Es muy urgente, y me temo que debemos marcharnos de inmediato.
El instinto llevó a Penelope a sonreír pese a su tristeza.
—Por supuesto —respondió, inclinando la cabeza.
Luego se quedó mirando, sola, desde el centro de aquella gran sala, cómo desaparecía su futuro marido entre todos aquellos seres mediocres. A pesar de la muchedumbre que seguía bailando, Penelope supo que para ella la festa había terminado.