Capítulo 25
Se organizan tantas festas y se preparan tantas celebraciones que no cabe duda de que, por más que se hable de un hombre, no se le verá lo sufciente. Se trata del hombre que derrotó a los españoles en el Pacífco: el almirante de la Armada George Dewey.
De la primera plana del New York Imperial, viernes, 29 de septiembre de 1899
Sentada en el salón de baile del hotel Waldorf-Astoria, Diana se sentía enterrada en el mausoleo más ornamentado que se hubiese construido jamás. Las paredes, los techos e incluso los suelos parecían resplandecer, pues la profusión de espejos refejaba todas las cosas brillantes que había en la sala. Una luz cálida y centelleante descendía desde los techos de doce metros, bañando el rostro de los invitados.
Estaban todos los de siempre: los vástagos de las viejas familias neoyorquinas y también los nuevos millonarios, vestidos con fracs negros y faldas de tul y satén con lentejuelas, además de los hombres de la Marina, con sus charreteras y espadas.
Diana pensó que cada día veía más mundo.
—¿Has visto a Agnes? —le dijo Penelope a Elizabeth.
Las tres muchachas estaban sentadas en uno de los mullidos sofás situados junto a las paredes, refrescándose con abanicos de auténtico encaje y descansando entre bailes. Sus faldas, lila, rosa y roja, respectivamente, se extendían por el suelo.
Cada vez que se abría la puerta del vestíbulo, miraban para ver si era Henry quien entraba, pero a ninguna de ellas parecía molestarle demasiado que nunca fuese él.
Por supuesto, Diana no había podido pensar en nada más desde que recibió su nota el día anterior por la tarde, pero la llegada de Henry solo supondría tener que verle bailar con su hermana durante horas y horas.
—La verdad, Agnes tiene una necesidad acuciante de un vestido nuevo —respondió Elizabeth en voz baja, sacando a Diana de sus pensamientos sobre Henry.
—¡Y baila con un soldado! Supongo que sería una buena esposa para un soldado.
—¡Calla, no seamos malas! —susurró Elizabeth.
Se sentía incómoda, pero Diana también percibía la diversión en su voz. A veces parecía que su hermana tuviese dos personalidades y que se debatiese entre el ingenio y la bondad.
—Yo me casaría con un soldado —intervino Diana alegremente. Las palabras suscitaron de inmediato en su mente la imagen de Henry vestido de uniforme, muy erguido, limpio y guapo—. Entonces podría ir a cualquier parte del mundo.
—Pero Di, si ya puedes ir a cualquier parte del mundo —dijo Penelope.
Diana recordó su comentario de días antes, cuando dijo que, aparte de Newport y Nueva York, no necesitaba ningún otro lugar, y decidió que la idea de Penelope de lo que constituía el mundo estaba muy alejada de la suya propia. Sin embargo, mantuvo la boca cerrada y se recostó en los mullidos cojines de terciopelo del sofá.
Ante ellas, los bailarines evolucionaban por el pavimento reluciente, con un ojo en su pareja de baile y el otro en el constante fujo y refujo de los invitados.
—¿Has visto a tu vecino, Brody Fish? —siguió Penelope, por encima del jaleo—.Me parece que cada vez está más guapo.
—Sí —convino Elizabeth—. Tiene los hombros más anchos, ¿verdad?
—Bueno, algún día, cuando seas una matrona y estés muy aburrida de todo, tal vez puedas tener una pequeña aventura con él.
Elizabeth se llevó las manos enguantadas a las mejillas rosadas. Aquella era la respuesta que Diana habría esperado de su hermana, por supuesto —mojigata y orgullosamente escandalizada—, pero no pudo evitar compadecerse de ella al ver que el rubor de su rostro iba en aumento. Diana apretó la mano de su hermana.
—Liz, todas conocemos tu gran moralidad, y nuestra opinión de ti no va a empeorar porque pienses que Brody Parker Fish tiene los hombros bonitos. Yo opino lo mismo.
La muchacha miró a los hombres, jóvenes y viejos, con sus trajes a medida, y pensó que todos parecían meramente pasables en comparación con aquel que ocupaba sus pensamientos.
—Es que yo nunca… —Elizabeth se interrumpió antes de cambiar de tema—.¿De qué creéis que estarán hablando nuestras madres?
Al volverse, las tres vieron las adustas caras de mistress Holland y mistress Hayes. Se hallaban sentadas al otro lado de la sala, en un sofá de terciopelo dorado, mirando a la multitud y cuchicheando. Diana recordó que hubo un tiempo en que su madre no se dignaba siquiera visitar a mistress Hayes, pese a la buena opinión que su marido tenía del padre de Penelope, pero al parecer aquellos días habían quedado atrás. Mientras las mujeres miraban a los bailarines, Diana pensó, henchida de felicidad, que su madre ya no podía permitirse el lujo de creerse superior.
—Misses Holland, miss Hayes…
Al levantar la vista, Diana vio a Teddy Cutting, con pantalón negro y frac, que se inclinaba ante ellas. Llevaba el pelo rubio y brillante peinado hacia un lado, y tenía la nariz un poco quemada por el sol.
—¡Teddy! —exclamó Elizabeth en tono afectuoso.
—Hola, mister Cutting —le saludó Penelope con una sonrisa distante.
Teddy recorrió la fla besando la mano de todas. Diana vio que su madre se había despedido de mistress Hayes y caminaba a lo largo de la pared con la barbilla levantada. La estaba observando para ver hacia quién caminaba, cuando oyó hablar a Teddy:
—Por supuesto, deseo bailar con todas ustedes, pero, si me lo permiten, esta noche empezaré por la más joven. ¿Puedo, Diana?
Diana alzó la mirada, sorprendida. Aunque Teddy era uno de los amigos de su hermana e iba mucho por su casa, siempre había parecido demasiado impresionado con Elizabeth para fjarse en su existencia. Por alguna razón, se le hizo raro que le sonriese y le tendiese la mano. La joven la cogió mientras veía de reojo que su madre hablaba ahora con un hombre corpulento que le resultaba familiar.
—¿Henry no ha dado señales de vida? —preguntó Teddy mientras entraban en la pista de baile.
Diana trató de no sonreír ante la mera mención de aquel nombre, pero entonces se dio cuenta de que, de todas formas, Teddy miraba en dirección a Elizabeth y Penelope. De pronto, se preguntó si no habría alguna razón para que la hubiese invitado a ella en particular. Tal vez Henry hubiese mencionado incluso su nombre.
Al fn y al cabo, todo el mundo sabía que era amigo de Teddy desde siempre, y parecía probable que, si tenía que hablar de ella con alguien, lo hiciese con el hombre con quien estaba bailando en ese mismo momento.
—Ni una sola.
Las manos de Teddy apenas la tocaban, y Diana se preguntó si la consideraría la chica de Henry. Aquella posibilidad podía incluso ser del gusto de Teddy, pues en ese caso todavía podría tener una oportunidad con Elizabeth, a la que siempre había deseado de forma evidente.
Diana trató de concentrarse en los pasos; no era una bailarina tan refnada como su hermana, pero podía seguir el ritmo bastante bien. Mientras se movían, pudo ver mejor a su madre, y comprobó que el hombre con quien hablaba era William Schoonmaker. Él inclinaba la cabeza en un gesto confdencial, pero su rostro presentaba una tonalidad que sugería un sentimiento cercano a la cólera. La muchacha se estaba ya preguntando cómo debía de ser para Henry tener un padre así, cuando Teddy volvió a hablar:
—De todos modos, Elizabeth no parece estar incómoda.
—¡Oh, sí!
Diana hizo una pausa y trató de no mirar a Teddy con compasión, aunque resultaba un tanto patético ver lo enamorado que seguía estando de su hermana.
Dieron media vuelta, y entonces Diana pudo ver por encima del hombro de Teddy que una carcajada iluminaba el rostro de Elizabeth. Penelope y su hermana, cogidas de la mano, se tapaban la boca abierta con sus abanicos de encaje.
—Sí, parece mucho más contenta cuando Henry no está —dijo ella.
Lo había dicho en broma, y Teddy se echó a reír. Sin embargo, tan pronto como las palabras salieron de su boca, se dio cuenta de que eran ciertas. Mientras echaba otra ojeada a su hermana, pensó en lo curioso que resultaba que la muchacha perfecta con el prometido perfecto se sintiese aliviada por no estar con él.
—Esta tarde hemos estado juntos en el velero. Debería haberle obligado a venir conmigo —decía Teddy—. Cuando me he marchado, Henry seguía allí con ese tal Buck, que al parecer es ahora uno de los padrinos. —Teddy hizo un gesto de incredulidad con la cabeza—. Y Buck me ha asegurado que se encargaría de que Henry llegase aquí con tiempo de sobra. Pero, por lo que veo, no lo ha hecho.
Diana miró a su pareja de baile, a cuyos rasgos preocupados les favorecía la luz dorada, y se preguntó por qué estaría tan inquieto por su amigo. Desde luego, Henry podía cuidar de sí mismo. Habían dado una vuelta alrededor de la pista, y la joven pudo ver de nuevo al padre de Henry por encima de los hombros vestidos de negro de los hombres y los elaborados postizos de las damas.
—Pues yo sí veo a alguien a quien no le hace tanta gracia que no haya estado aquí a tiempo —dijo, señalando con la barbilla en dirección a su madre y a mister Schoonmaker.
Este seguía hablando al oído de su madre y gesticulando con las manos. Parecía explicar algún plan con los movimientos de sus grandes puños. Teddy miró y movió la cabeza con gesto triste.
—No quisiera poner en cuestión las intenciones de Buck, pero parecía empeñado en hacer que todos lo pasáramos… demasiado bien. —Teddy soltó el aire de forma audible y, mientras daban vueltas con paso ligero, volvió a mirar a Elizabeth de reojo—. Y me refero sobre todo a Henry.
Diana se sorprendió sonriendo de nuevo de forma involuntaria al oír el nombre de Henry. Teddy lo pronunciaba muchísimo, lo que parecía aumentar las posibilidades de que estuviese enterado de su coqueteo. La música fue subiendo y luego paró de pronto. Teddy y ella se detuvieron y se volvieron hacia la puerta junto con el resto de los invitados que atestaban la sala. De repente, estallaron fuertes vítores en el enorme espacio.
Diana se puso de puntillas y escudriñó entre los cuerpos que tenía delante hasta que pudo ver al hombre que acababa de entrar. Era de estatura media, llevaba un lacio bigote gris e iba vestido con un elegante uniforme azul marino con borlas y grandes botones de latón. Una espada larga y delgada colgaba de su cinturón. Alzó la mano y sonrió al oír los gritos de «¡Almirante!» y «¡Hurra!».
—¿Así que ese es el héroe del Pacífco? —dijo Teddy mientras se unía a los aplausos.
Varios de los invitados que estaban delante de ellos habían sacado pequeñas banderas norteamericanas y las agitaban en el aire.
Diana también se puso a aplaudir. La multitud entera estaba de pie, aplaudiendo al almirante de la Armada. William Schoonmaker se despidió de su madre y luego se situó justo detrás y a la derecha del almirante. El color de su rostro no se había suavizado, pero sonrió mientras saludaba con la mano a la multitud, como si él también fuese alguna clase de héroe militar.
Diana sonrió también, pero no porque estuviese en presencia de la grandeza militar. Sonrió porque el hombre que acababa de llegar no era Henry. Podía haber venido y haber bailado toda la noche con su hermana, pero, mientras aplaudía y gritaba, Diana tuvo la certeza de que estaba allí fuera, a oscuras, pensando en ella.