Capítulo 30

Se esperaba que una de las numerosas festas organizadas anoche para celebrar el regreso del almirante Dewey a nuestras costas —la velada en el salón de baile del Waldorf-Astoria— sirviese también para recibir a la reciente pareja formada por mister Henry Schoonmaker y miss Elizabeth Holland.

Aunque miss Holland sí asistió, tan exquisita como siempre, mister Schoonmaker no llegó a presentarse, cosa que ha llevado a ciertos cínicos a preguntarse si sus pasiones se habrán vuelto hacia otro lado tan deprisa.

De los ecos de sociedad del New York Imperial, sábado, 30 de septiembre de 1899

Henry despertó al sentir el áspero impacto de una hoja de periódico contra la cara. Bajó el brazo y se palpó el torso; había dormido vestido, y no lo había hecho en su cama. Tenía la boca terrosa y los brazos magullados, como si se los hubiese arañado un grupo de gatos monteses durante la noche. Al tocarse los antebrazos, percibió cortes cubiertos por costras nuevas. Todas aquellas sensaciones desagradables arrancaron a Henry de un sueño en el que aparecía la piel suave y blanca de Diana Holland.

—Henry… abre esos dichosos ojos —dijo la voz grave y airada de su padre.

William Schoonmaker hablaba en un tono nasal e irritado incluso en sus momentos de despreocupación, y aquel no parecía ser uno de ellos—. ¿Quieres zumo de naranja?

Henry entreabrió un ojo y luego el otro, y enfocó la fgura imponente de su padre.

—¿Tiene… zumo de naranja? —preguntó Henry dócilmente.

—¡No!

Despertó por completo y supo dónde estaba. La pequeña habitación en la que se hallaba sentado bajo la sombra alargada de su padre era la misma en la que se acostó la noche anterior para un breve descanso a fn de recuperarse de la gran festa del velero. Era su propio estudio, adyacente a su dormitorio, una habitación oscura y perfecta para recobrarse de un dolor de cabeza. Aunque al parecer aquello ya no se encontraba entre las prioridades del día.

Henry dejó de mirar el rostro burlón de su padre para fjarse en la doncella pálida que andaba dando vueltas detrás de él. La joven llevaba un vestido negro con los puños y el cuello blancos, y sostenía una bandeja con una jarra de cristal tallado llena de un líquido que, sin duda alguna, tenía todo el aspecto de ser zumo de naranja. Henry abrió y cerró su boca pastosa, y luego volvió a mirar a su padre.

—No le des nada, Hilda —ordenó el padre de Henry mientras daba varios pasos hacia delante y unía las manos a la espalda—. Escucha, Henry, ya veo que estás hecho polvo, y supongo que no recordarás lo que pasó anoche con perfecta claridad.

Sin embargo, he hecho algunas indagaciones y estoy aquí para ayudarte a recordar.

Hilda y yo estamos aquí para ayudarte a recordar.

Henry miró de nuevo a la doncella. Llevaba algún tiempo con su familia y le había guardado unos cuantos secretos. Sin embargo, en aquel momento no le miraba a los ojos. Su piel mostraba una triste palidez, y tenía los ojos fjos en la bandeja.

Henry miró con deseo el zumo de naranja y luego volvió los ojos hacia su padre, cuya gran corpulencia iba vestida con un terno de tela de un tono metálico entre marrón y gris. Era la clase de traje que impresionaba a los empleados de ferrocarril y a las sirvientas. Henry se esforzó por dedicarle a su padre una mirada que mostrase que a él no le impresionaba.

—Vamos, Hilda —decía su padre—. Cuéntale a Henry lo que me has contado a mí.

La muchacha aguardó tanto tiempo como fue posible, en todo caso el sufciente para que Henry y ella misma se sintiesen terriblemente incómodos.

—Vi marcharse a una señorita anoche, bastante tarde. Llevaba un vestido adornado con abalorios, de un color rojizo, e hizo mucho ruido cuando se marchó. El vestido parecía nuevo, señor, y bastante caro.

Henry se quedó sin fuerzas al recordar la llegada de Penelope con su espectacular vestido. Se apoyó la frente en el puño y escuchó cómo su padre despedía a Hilda con frmeza. Apenas se atrevió a mirar mientras Hilda hacía una reverencia y se volvía hacia el pasillo, llevándose la jarra en la que se agitaba el dulce zumo de naranja que habría podido calmar su garganta reseca.

—He pensado que la doncella no tiene por qué oír lo que voy a decirte ahora, Henry —dijo el patriarca de los Schoonmaker mientras cruzaba los brazos encima del pecho—. ¿Recuerdas cómo llegaste a casa?

—No, señor —masculló Henry.

—Te trajo un coche de punto —le espetó su padre—. Tenías cardenales en el lado izquierdo del cuerpo y cortes que sugerían un desafortunado encuentro con un rosal. ¿Te suena de algo?

Henry negó con la cabeza.

—Estaba borracho —dijo, tratando de sonar tanto avergonzado como frme en aquella creencia.

Recordaba con mucha claridad el incidente del rosal, por supuesto, pero sabía que deslizarse en la ventana del dormitorio de la hermana menor de su prometida no era algo que quisiera explicarle a su padre. Henry refexionó que a veces resultaba bastante conveniente que te tomasen por un borracho perpetuo.

—Henry, no soy idiota. Sé muy bien que estabas borracho. Bueno, ¿te gustaría contar la historia o lo hago yo?

—Me parece que quiere hacerlo usted —respondió Henry en tono amargo.

—Léelo tú mismo.

Su padre sacudió la cabeza disgustado mientras arrojaba hacia Henry el periódico, que crujió al elevarse por el aire y golpearle en la frente. Henry lo recogió sin rechistar, evitando el contacto visual con su progenitor, que en cualquier caso caminaba frenéticamente de un lado a otro por el elegante suelo de parquet. El periódico estaba doblado por el artículo en cuestión, perteneciente a los ecos de sociedad del Imperial. Lo habían destacado rodeándolo con un círculo de tinta roja.

—Vaya, resulta poco afortunado —dijo Henry después de leerlo.

Pese a su tono irónico, hablaba en serio. La imagen de sí mismo como dandi borracho, siempre de juerga, empezaba a aburrirle incluso a él. Pero en aquel instante resultaba más apremiante su desesperada necesidad de beber algo. Si pudiese llevar algo de líquido a su boca reseca, tal vez fuese capaz de manejar aquella situación, que se deterioraba por momentos.

—Eso diría yo —respondió su padre con una voz que igualaba e incluso mejoraba el sarcasmo de Henry—. ¿Te gustaría saber dónde estuve yo anoche, Henry?

El hombre se acercó más despacio hacia las ventanas que daban a la Quinta Avenida, con los brazos aún a la espalda. Había pronunciado las últimas palabras en voz baja y amenazadora.

El hijo mantuvo la mirada fja en su padre y no dijo nada. Sabía que tarde o temprano tendría que oír la respuesta. Más temprano que tarde, probablemente.

—Estuve en el Waldorf con el gobernador y el almirante Dewey en persona. ¿Sabes que dicen que tal vez se presente a las elecciones presidenciales? Era una oportunidad política extraordinaria, aunque dudo que eso signifque algo para un desastre como tú.

Henry se removió en el sofá. Trató de alisarse la camisa con las manos para parecer un desastre algo menor. Su padre se volvió desde la ventana y le miró de nuevo con furia.

—Esperaba, toda la ciudad lo esperaba, veros a ti y a tu encantadora prometida actuar como una pareja en el Waldorf. ¿Puedes imaginar la decepción que sintió todo el mundo cuando olvidaste presentarte? Fue una velada en la que todos los chismosos de Nueva York salieron en busca de un pretexto, y tú se lo diste. Una vez más, has demostrado no ser más que un estorbo, Henry.

Su padre se balanceó sobre los talones con expresión de tristeza, y a Henry, aún muerto de sed y muy incómodo, no se le ocurrió nada que decir para que su padre no le considerase tan decepcionante. Su padre se concentró para seguir en su habitual tono práctico e irritado.

—Esto es lo que vamos a hacer, Henry. Gracias a tu comportamiento de anoche, algunas personas piensan que el compromiso es una farsa. Pero los rumores del falso compromiso no se aguantarán si les abrumamos con una historia aún más sorprendente.

Henry, que siempre había hecho buen papel en los periódicos sin tomar ninguna iniciativa para lograrlo, miró a su padre con una expresión de completa confusión. Su padre se le acercó despacio. Henry contempló el gran rostro enrojecido que contrastaba de modo desagradable con el brillante y lacio pelo negro, y se preguntó si alguna vez sería capaz de complacer al anciano.

—¿Una historia más sorprendente? —repitió mecánicamente.

—Ah, me sigues. Qué detalle. Mañana vas a hacerte el simpático con las Holland. Esta tarde enviaré a Isabelle a hablar con mistress Holland, como avanzadilla si quieres. La verdad, es perfecto. Y solo he tardado en pensarlo desde que me he despertado hasta el desayuno.

Henry había tratado de parecer atento, pero estaba poniéndose cada vez más nervioso.

—Bueno, y… ¿cuál es esa idea?

William Schoonmaker volvió sus ojos animados hacia su hijo y sonrió, extendiendo su oscuro bigote.

—Se adelanta la boda. La mayor boda del siglo XIX, así la llamarán en los periódicos. A la gente le gustará eso.

—¿Está hablando de mi boda con… Elizabeth? —preguntó Henry. Tenía frío y no podía cerrar los labios—. ¿Cuánto se adelanta?

Henry vio que su padre se sacaba del bolsillo el reloj de oro. Sonreía, claramente divertido por su propio truco, seguro de su genialidad. Al parecer, disfrutaba con aquello, haciendo que Henry se sintiese lo más incómodo posible.

—Si preferes que te desherede, no hay problema… —dijo el padre de Henry con una mirada signifcativa—. Preferiría no hacerlo, pero lo haré si es necesario.

—No, señor, no opto por eso. —Henry bajó los ojos para no tener que sentir todo el peso de su cobardía—. O sea, no deseo que lo haga.

—Pues bien, Henry, muchacho, si no tienes otros planes para el domingo que viene, ocho de octubre, te convertiremos en un hombre casado —dijo su padre con una sonrisa casi horripilante.

En ese momento, Henry cayó en la cuenta de que, por tremenda que fuese la infelicidad que sentía, el tiempo se le había agotado de una vez por todas.