Capítulo 31
Se dice que cierta futura esposa parece un poco desolada tras la actuación poco cariñosa de su prometido durante las celebraciones de la festa de Dewey.
De la página de sociedad del New-York News of the World Gazette, domingo, 1 de octubre de 1899
La ciudadanía de Nueva York estaba agotada tras dos días de desfles y festas, y el domingo una resaca colectiva la mantuvo dócil y en casa. Elizabeth percibía la calma incluso sin asomarse a la ventana del salón de su casa. Incluso aquellos individuos ejemplares que pasaron a tomar el té y charlar un poco durante las horas de visita dominicales de las Holland tenían la mirada un tanto vidriosa. Elizabeth no había leído los periódicos, pero de haberlo hecho no habría tenido fuerzas para negar que parecía un poco desolada. Era un alivio, aunque escaso, que el mundo conociese ya su excusa ofcial.
Sin embargo, al parecer, a su amiga de la infancia Agnes Jones no se le había ocurrido que nadie quería hablar ya del desfle.
—Y la regata aérea fue preciosísima —decía Agnes con las manos apoyadas en su falda de cuadros escoceses—. ¿Quién iba a pensar que en esta ciudad existiese un experto en cometas, o que pudiesen hacer una cosa así con unos simples juguetes sofsticados?
Elizabeth esbozó una sonrisa y deseó que su tía Edith, que se hallaba sentada junto al fuego y simulaba estar disgustada por el Cité Chatter de aquel viernes, participase en la conversación. Agnes tenía los ojos brillantes y parecía encantada con su propia conversación, y llevaba el pelo castaño recogido en un moño, con varios mechones sueltos en las orejas. Aquello no favorecía en absoluto a su barbilla, demasiado gruesa, y Elizabeth habría podido encontrar una forma amable de comunicárselo de haber tenido fuerzas para hacerlo.
—¡Y todos los barquitos cubiertos de luces! Nunca había visto nada así. —Agnes hizo una pausa y bajó los ojos, fngiendo considerar si debía o no decir lo que estaba pensando—. Por cierto… ¿estás muy enfadada porque Henry no se presentó el viernes por la noche?
—Bueno… —dijo Elizabeth despacio, apartando los ojos de la ventana para mirar a Agnes. Aquella tarde se había sorprendido mirando por la ventana con frecuencia, con la esperanza de ver aparecer una fgura muy querida—. No mucho, gracias…
—No mucho es mejor que mucho —dijo Agnes con entusiasmo.
Elizabeth suspiró en una pobre muestra de conformidad. No sabía cómo Agnes se había vuelto tan indiscreta. Elizabeth siempre había aceptado a sus amigas con todos sus defectos. Pensaba que así se comportaba como buena cristiana. Además, nunca se sabía dónde podía ocultarse una verdadera amiga. Solo había que mirar a Penelope. Pese a los modales zafos que tenía cuando se conocieron, había demostrado ser una amiga muy leal al aceptar ser su madrina de boda aunque ella fuese tan desconsiderada al casarse con el hombre del que estaba enamorada.
Agnes sacó a Elizabeth de sus pensamientos tomando un ruidoso sorbo de té.
—Tendrás que hacer algo muy espectacular para llamar la atención si celebras la boda esta temporada. He oído hablar de tres compromisos este fn de semana.
Martin Westervelt le pidió a Jenny Thurlow que se casara con él…
Elizabeth trató de mantenerse despierta mientras Agnes le ofrecía el informe matrimonial. No era de extrañar que Diana evitase a las visitas en su habitación, leyendo novelas ridículas y hablando sola. Hacía solo dos noches, Elizabeth la había oído mantener toda una conversación en su habitación sin que hubiese nadie con ella. Desde luego, Diana tenía que acabar sus estudios con un profesor particular o iba a acabar loca por completo. Aquello suponía cierto consuelo para Elizabeth; al menos su resignada decisión benefciaría a la familia. Al menos no tendría que preocuparse de que su hermana menor acabase como… Agnes.
Sin embargo, Elizabeth se sentía sobre todo abrumada y paralizada por la pérdida de Will. Su apetito había desaparecido del todo.
—Y Jenny parece tan feliz, Lizzie, que llorarías si vieras lo feliz que es…
Elizabeth asintió con gesto vago, pensando que Agnes debía de estar en lo cierto en ese sentido. Pero las noticias de que la gente de su entorno se prometía mediante los coqueteos normales, afanes y bendiciones de los padres no suponían ningún placer para ella. Solo le recordaban a Will, lo fuerte que era y la convicción con que se conducía, mientras que ella caminaba perdida en una niebla de su propia creación, hablando del comienzo de un amor conyugal cuando ni siquiera podía hablar de amistad.
—¿Miss Elizabeth?
Elizabeth enfocó la mirada hacia la puerta que daba al pasillo, donde aguardaba Claire. Recorrió la habitación con los ojos y se dio cuenta de que Claire llevaba ya un rato llamándola. Aquello ocurría siempre que los pensamientos de Elizabeth derivaban hacia Will; levantó la vista y vio que toda una habitación la miraba.
—¿Sí, Claire?
Elizabeth se enderezó en su poltrona y apoyó instintivamente las manos en los brazos del asiento, donde el pan de oro se estaba desconchando.
—Mister Schoonmaker acaba de entregar su tarjeta.
—¡Vaya! Entonces me voy —dijo Agnes, guiñándole un ojo.
—Gracias por visitarme —dijo Elizabeth, arreglándoselas para sonreírle a su vieja amiga.
Agnes se inclinó para darle un beso en la mejilla.
—Alégrate un poco, por el amor de Dios —dijo al incorporarse—. Ha venido a verte tu prometido.
Elizabeth no pudo evitar que se le ensombreciese el rostro y luego contempló aliviada la salida de Agnes del salón.
—Puedes hacer pasar a mister Schoonmaker, Claire. —Elizabeth vio que la doncella pelirroja inclinaba la cabeza con deferencia, y recordó el desagradable comportamiento de Lina el viernes por la noche—. Y Claire, no creas que tienes que hacerlo todo aquí. Tu hermana es muy capaz de preparar el té y recoger los abrigos.
Claire se ruborizó un poco y asintió con la cabeza antes de regresar al vestíbulo.
Elizabeth comprobó los botoncitos de su blusa granate y juntó las piernas bajo su larga falda de lino color marfl. Cuando alzó la mirada, vio a Henry en el umbral.
Llevaba un chaqué gris oscuro y pantalones anchos a juego, y lo cierto es que la miraba con cierta gravedad, una novedad que hizo que Elizabeth se sintiera incómoda. Tenía el ceño fruncido, y las arrugas de su rostro liso y atractivo eran más profundas y evidentes, incluso desde el otro lado de la habitación.
Él inclinó la cabeza hacia ella y la joven le devolvió el gesto. A continuación, el hombre cruzó la habitación, tomó su mano y la besó.
—¿Quiere sentarse? —le preguntó.
—Gracias.
Henry echó un rápido vistazo al salón, antes de ocupar la butaca a juego situada junto a la de su prometida. Elizabeth se preguntó si le parecería anticuado el cuero repujado de color aceituna situado sobre el zócalo de madera, o si le agobiarían los marcos de oro de los cuadros apiñados y las alfombras persas colocadas unas encima de otras.
—¿Le apetece un poco té?
—Sí, sería estupendo.
La respuesta sonó rígida, pero la joven tuvo que reconocer que ella tampoco se estaba mostrando demasiado afectuosa.
Henry miraba sin cesar por encima del hombro, y Elizabeth se preguntó si sería por la tía Edith, que estaba sentada junto a la amplia chimenea de mármol. Si hubiese creído que él podía tener algo remotamente interesante que decirle, tal vez habría buscado una forma de susurrarle que Edith no prestaba ninguna atención. Pero no lo creía.
—Miss Holland, solo quería decirle que lamento mucho lo del viernes por la noche.
—No, no tiene importancia…
—Sí la tiene —dijo Henry con voz mecánica, aunque había algo en su rostro que sugería un remordimiento sincero—. Estuvo muy mal por mi parte dejarla plantada así y, aunque no hiriese sus sentimientos, estoy seguro de que fue motivo de vergüenza.
—Un poco —reconoció Elizabeth mientras bajaba la mirada hasta sus propias manos.
—Pero no quiero que crea que soy reacio a casarme con usted —dijo Henry despacio, como si tuviese difcultades para encontrar las palabras.
—¿No? —dijo Elizabeth, enarcando las cejas de forma involuntaria.
—No, en absoluto. En realidad, yo… Oh, gracias.
Elizabeth vio que Lina aparecía sobre el hombro de Henry y empezaba a servirle una taza de té. Tenía cara de discreta esclavitud, pero incluso con aquella apariencia bondadosa la sola visión de la joven trajo de vuelta la rabia que Elizabeth sintió el viernes por la noche.
—Sin leche, gracias —dijo él antes de coger la tacita de porcelana azul con el borde dorado pintado a mano.
—¿Miss Elizabeth? —preguntó Lina.
—Sí, por favor, con azúcar y limón —respondió Elizabeth en tono formal—.Mister Schoonmaker, ¿decía usted…?
—Decía que, bueno… —Henry hizo una pausa, frunció el ceño y dejó que su mirada vagase de nuevo por los numerosos objetos que había en la habitación.
Elizabeth se inclinó hacia delante mientras esperaba a que continuase. Al fnal, sus ojos regresaron a ella; Henry parecía casi sorprendido de encontrarse mirándola a los ojos—. No quisiera que… creyese que me estoy echando atrás. En fn, la cuestión es que en realidad estoy ansioso por… casarme con usted. ¿Qué le parecería adelantar la boda?
—¿Adelantarla? —dijo Elizabeth, sin comprender apenas.
La idea misma de casarse con Henry Schoonmaker ya resultaba incomprensible; que la boda pudiese llegar antes, superaba su capacidad de imaginación. Pero entonces cruzó por su mente la imagen de su madre durmiendo felizmente por primera vez desde hacía meses. De todos modos, Elizabeth no tenía más remedio que complacer a otros. Trataba de formular una respuesta cuando la distrajo la torpeza de Lina, que se adelantaba con el té.
—Sí, al domingo que viene. Tengo entendido que mi madrastra ya lo ha comentado con su madre. Me refero a la logística… —Henry se removió incómodo en su asiento antes de seguir—. La ventaja es que, de ese modo, todo el mundo se sorprendería mucho y… ¡Cuidado!
El hombre esbozó un movimiento inútil hacia Elizabeth, que se hallaba ya en un estado de sorpresa y confusión cuando el agua hirviente le cayó en el muslo. La muchacha lanzó un grito y se apartó la falda empapada de la pierna. Alzó la vista despacio; sus ojos vieron primero la delicada taza de té de borde dorado que colgaba del dedo de Lina, y acto seguido la sonrisa satisfecha de la criada.
—¡Huy! —dijo Lina sin inmutarse.
Antes de poder pensar en lo que hacía, Elizabeth le arrebató la taza a Lina y la agarró con frmeza.
—Aborrezco tu incompetencia —dijo con una voz grave y llena de odio que debía de proceder de un rincón muy remoto de sí misma, distinta de cualquier voz que hubiese emitido jamás—. Sal ahora mismo de mi casa.
—Ha sido un accidente —explicó Lina con serenidad.
Henry miraba hacia el suelo, y la tía Edith, asombrada ante el arranque de Elizabeth, tenía los ojos clavados en ella. Claire apareció en el umbral con expresión asustada. A Elizabeth no le importaba lo que pensara nadie.
—No es cierto. Eres una descuidada y una mentirosa, y no pienso tolerar tu presencia en mi casa. Claire, lo lamento, pero quiero que se marche antes de una hora.
Lina se quedó en el centro de la habitación, mirando a Elizabeth con odio.
—Ha sido un accidente —repitió en un tono poco convincente.
—Agradezco tu comentario, pero sigues estando despedida —dijo Elizabeth.
Ahora su voz era seca y serena. Notaba cómo se le extendía la mancha marrón del té por la tela ligera de la falda, pero se negó a mirarla—. Mister Schoonmaker, siento mucho que haya tenido que presenciar esta desagradable escena. Por favor, óbviela.
Si me disculpa, me marcho a mi habitación para serenarme.
Elizabeth se recogió la falda y cruzó deprisa la habitación hasta la puerta que daba al vestíbulo. Las lágrimas ya asomaban a sus ojos, pero las reprimió durante unos momentos. Que Lina hubiese estado allí para presenciar cualquier cosa entre Henry y ella, y sobre todo una conversación sobre la boda, hacía que se sintiese furiosa y avergonzada al mismo tiempo. Se sorbió la nariz y se volvió para ver a Henry, Lina, Claire y Edith petrifcados en sus posiciones.
—Gracias por venir, Henry —dijo desde el umbral—, aunque me parece que tal vez necesite acostarme un rato para calmarme. Tal vez miss Diana pueda atender a mister Schoonmaker durante el resto de su visita.
El rostro de Henry, demacrado de preocupación e incomodidad, se animó de forma considerable. Un tono saludable regresó a sus mejillas.
—Desde luego, debe usted descansar.
Elizabeth había cruzado ya el umbral del salón cuando recordó que no había respondido a la propuesta de Henry. No sentía ningún cariño por aquel hombre, pero de todos modos, si tenía que casarse con él, más valía hacerlo deprisa y de un modo satisfactorio para ambas partes.
—Mister Schoonmaker —añadió mientras ponía otro pie en el vestíbulo—. Creo que celebrar la boda el domingo que viene es una excelente idea.
Sin esperar su respuesta, Elizabeth avanzó hacia la escalera principal. Ahora tal vez pudiese poner fn a toda aquella angustia y vacilación, para seguir con el largo camino que sería el resto de su vida sin Will.