Capítulo 24
Elizabeth:
Te ofrezco mis disculpas, pues la celebración del desfle por mar ha acabado llevando más tiempo del que esperaba. Me temo que no puedo acompañarte a la fiesta, pero me reuniré contigo en el vestíbulo a las ocho y media y haremos nuestra entrada entonces.
Saludos, H. Schoonmaker
—Es esta noche, ¿no?
Elizabeth miró fjamente su refejo en el espejo ovalado que colgaba sobre su tocador y refexionó acerca de aquella pregunta. Tenía la cara empolvada, y los pómulos, cubiertos de colorete, destacaban discretamente enmarcando sus labios de un rojo intenso. Llevaba el cabello peinado en rizos muy elaborados y adornado con perlitas de agua dulce. Aquellas palabras eran de las pocas que Lina había pronunciado en toda la semana. La joven frunció el entrecejo, considerando su respuesta.
—¿A qué te referes?
—Al joven mister Schoonmaker, por supuesto —dijo Lina, con una familiaridad que a Elizabeth le llamó la atención por lo insólita, al menos en los últimos tiempos—. La primera noche que aparecerán en público como una pareja —añadió, con otro fuerte tirón de las tiras del corsé de Elizabeth.
—¿Henry? —preguntó la joven mientras su doncella le estrechaba la cintura aún más. La mención de Henry la sorprendía, porque llevaba días con la mente ocupada por la amenaza de Will. Para ella, aquella noche no tenía nada que ver con Henry. Era la noche en que Will se marchaba—. ¿Qué hora es, Lina? —preguntó, pensando de nuevo en los trenes y en si Will estaría ya en uno.
—Las ocho, miss Holland —respondió Lina enseguida.
Se le cayó el alma a los pies. Will le había dicho con claridad qué iba a hacer, y sin duda ya se había marchado. Por supuesto que se había marchado. Eran las ocho, y sin duda el último tren habría salido ya de la Gran Estación Central.
Lina volvió a tirar del corsé de Elizabeth, que respiró jadeando.
—¿La acompañará mister Schoonmaker hoy? —quiso saber Lina mientras pasaba las tiras del corsé a través de los últimos orifcios.
—Nos encontraremos en el hotel, porque Henry se ha entretenido en el Elysian —respondió Elizabeth de forma automática. La nota escrita con descuido había llegado hacía una hora, entregada por un criado que había tenido que remar hasta la orilla en un bote para cruzar el caos que en ese momento abarrotaba el East River.
Aunque dedujo por la cara de su madre que debía de estar disgustada por aquel contratiempo, la joven no sentía nada—. Así se llama el velero de los Schoonmaker —añadió en el mismo tono anodino—. Henry asistió por mar al desfle en honor del almirante Dewey.
—¡Vaya!
Lina dio un último tirón que causó un dolor agudo en el torso de Elizabeth.
Mientras se hallaba delante del espejo en espera de que Lina empezase a ponerle el vestido, oyeron una ovación en la calle. Incluso en los edifcios que rodeaban el parque, silenciosos por lo general, los sonidos de una ciudad en celebración masiva ascendían con el aire nocturno. Se oían a lo lejos los fuegos artifciales y gritos de los juerguistas en el cercano Broadway, el ruido del tráfco tirado por caballos y las pisadas de los soldados desflando en grandes grupos. Para Elizabeth, cada uno de aquellos ruidos sonaba como la partida de un tren.
—Solo son los soldados, señorita —dijo Lina mientras volvía con el vestido.
Había algo en la amabilidad de Lina que irritaba a Elizabeth.
—¿Desde cuándo eres tan habladora? —masculló.
—Perdón, yo solo…
—Lo siento, Lina —dijo Elizabeth enseguida.
Trató de sonreír un poquito a su doncella y se recordó que ella también había estado muy unida a Will. Aún debía de sentir cariño por él. Elizabeth recordó que, cuando todos eran amigos, un pequeño trío, antes de que todo se complicase, antes de que Elizabeth se diese cuenta de lo profundos que eran sus sentimientos hacia Will, Lina siempre había demostrado cierta devoción por el joven cochero. De pronto se le ocurrió que tal vez Lina supiese ya que se había marchado, que tal vez ella también estuviese entristecida por su ausencia.
—No tenía que haberte hablado así, y además no lo pensaba. Supongo que debo de estar un poco nerviosa por lo de presentarme en público con Henry.
Lina inclinó un poco la cabeza y luego regresó a su habitual silencio arisco mientras ayudaba a Elizabeth a ponerse el vestido. Le quedaba muy bien, pues el espectacular escote adornado con perlas destacaba su estrecha cintura. Mientras Lina se lo abrochaba, Elizabeth no pudo evitar pensar que, de haber sido más valiente, de haber hecho lo que Will le pedía, jamás habría vuelto a lucir vestidos como aquel. Por un momento detestó la seda, las perlas y los hilos dorados, e incluso a sí misma, por dejarse comprar con tanta facilidad. Por supuesto, las razones para aceptar la propuesta de Henry eran numerosas y variadas, pero en aquel momento de desprecio por sí misma le parecía que se había dejado comprar por el valor de un vestido hecho a medida. Elizabeth se habría echado a llorar, pero no podía hacerlo delante de Lina, que le estaba poniendo unos zapatos de tacón.
—¿Estás lista? —preguntó Diana mientras cruzaba el umbral de la puerta de caoba.
Llevaba un vestido más sencillo que el de su hermana, con manga corta, escote en forma de corazón y una gran falda violeta que se balanceaba a sus espaldas. Un ancho fajín negro marcaba su estrecha cintura y le daba un aspecto mucho menos descuidado que de costumbre. Elizabeth sabía que lo habían confeccionado con un vestido viejo —la familia Holland apenas podía permitirse un vestido nuevo—, pero se la veía alegre y bonita, y Elizabeth encontró un poco de felicidad en ello. Al menos, una de las dos podía ser feliz todavía.
—Sí, casi —respondió Elizabeth, que consiguió ponerse en pie a pesar de que la tristeza la embargaba.
Comprobó el aspecto de sus tirabuzones en el espejo y luego trató de sonreír mientras cogía el brazo de su hermana y la acompañaba por los pasillos hasta el primer piso. Le hubiera gustado dar las gracias a Lina o mostrarle su gratitud de algún modo, pero sus pensamientos estaban tan centrados en la marcha de Will que no se le ocurrió qué decir.
Al llegar al vestíbulo, las hermanas vieron a su madre, que las esperaba. Iba de luto, y pareció aliviada por la atractiva apariencia de sus hijas. Incluso las mejillas cálidas de Diana estaban llenas de una especie de feliz expectación, y Elizabeth no entendía por qué se sentía tan desgraciada cuando estaba haciendo algo que suponía un enorme alivio para su familia. Consiguió saludar con un gesto de la cabeza mientras se esforzaba por aparentar un estado de ánimo normal, y entonces apareció mistress Faber para ayudarlas a ponerse los abrigos.
Cuando estuvieron adecuadamente ataviadas para la velada, se volvieron y salieron despacio por la gran puerta de roble. Con un nudo en la garganta, Elizabeth miró a la calle, con todo su alboroto, y se sintió abrumada y aislada. A continuación, sus ojos cayeron sobre la berlina de las Holland, enganchada a los cuatro caballos negros. Vio la fgura del asiento del cochero y parpadeó dos veces para estar segura.
Allí, justo delante de ella, estaba Will. No parecía feliz —¿cómo iba a estarlo?—, pero tampoco triste o angustiado. La serenidad de la mirada que dirigió a Elizabeth hicieron que la joven sintiera que empezaba a ruborizarse y que iba a echar a volar de tanta alegría.
Hubo unos momentos en que olvidó qué tenía que hacer aquella noche. Su madre y su hermana no parecían darse cuenta de que Elizabeth se había parado en seco. Ambas avanzaban, bajando los siete peldaños de arenisca rojiza y esperando a que Will las ayudase a subir al carruaje. Ella dio un paso hacia el coche, deseando poder tocarle, solo para asegurarse de que no imaginaba su presencia.
El joven llevaba una chaqueta corta de lana con el cuello subido, pantalones negros, las desgastadas botas marrones de siempre y un bombín, que solo usaba de noche. Aunque no la miró mientras la ayudaba a subir, ella notó sus manos en la cintura y se sintió reconfortada por aquel contacto tan familiar. Enseguida estuvo dentro del carruaje y los caballos las llevaron al Waldorf.
—Por fn sonríes —dijo su madre.
—¡Ah! —Elizabeth se llevó los dedos a las mejillas en un gesto instintivo—. Solo me siento aliviada, eso es todo. Aliviada de haber salido ya.
—Sí. Por supuesto, es una pena que Henry se reúna contigo allí, y no en nuestra casa…
Elizabeth no pudo evitar continuar sonriendo sin pronunciar palabra, dijese lo que dijese su madre. Se sentía ligera como una pluma, volando por la ciudad, con solo una pizca del frenesí llegando hasta ella a través de las ventanillas del carruaje.
—Aunque no importa mucho —seguía su madre—. Lo importante es que entréis juntos en el salón de baile.
—Sí —dijo Elizabeth en tono alegre.
Habría respondido con alegría a todo lo que hubiese dicho su madre en ese momento. Will no la había abandonado. Al fnal, había comprendido que lo hacía todo por su familia. Nunca podrían estar verdaderamente juntos, pero tampoco estarían separados del todo. Ella buscaría una forma de verle siempre que pudiera, y tal vez él aprendiese a amarla incluso cuando fuese mistress Schoonmaker.
Pese al intenso tráfco del anochecer, pronto llegaron a la esquina de la Quinta Avenida con la calle Treinta y cuatro. Elizabeth continuaba sonriendo, y esperó a que
Will fuese a abrir la puerta. En el exterior, toda Nueva York parecía estar en las calles, clamando en dirección al Waldorf-Astoria. El hotel se alzaba unos veinte pisos hacia el cielo, y las incontables ventanas iluminadas de la fachada y las torrecillas titilaban en la noche. La calle estaba llena de carruajes a lo largo de todo el edifcio.
Una vez que su madre y su hermana se apearon, Elizabeth cogió la mano de Will y dejó que la ayudase a bajar. Cuando sus pies tocaron el suelo, la joven se soltó, pero él mantuvo la presión en sus dedos. Siguió apretándola con fuerza y, cuando ella se volvió, vio que se inclinaba y le besaba la mano. La calidez de sus labios se difundió por todo su cuerpo. Will alzó los ojos hasta los de la joven. Ella los miró, con su color claro y decidido, miró su nariz aguileña, y luego los labios gruesos que tantas veces había besado. Entonces se dio cuenta de que se movían. Will le decía en silencio, delante del Waldorf-Astoria y de todo el mundo, que la quería.
—¡Will! —gritó mistress Holland.
Petrifcada, Elizabeth retiró la mano. Entonces oyó con gran alivio las vulgares instrucciones de su madre —Will tenía que llevar los caballos a casa, pues los Schoonmaker se encargaban del regreso— y supo que su peligroso gesto había pasado desapercibido. Tuvo el valor sufciente para sonreírle con timidez, con la intención de expresarle de una manera sutil el alivio que sentía al ver que se había quedado. A continuación, se volvió y siguió a su familia hasta el interior del hotel.
—¿Verdad que hace un tiempo perfecto?
Al darse la vuelta, Elizabeth vio a una mujer corpulenta que llevaba un vestido de pesado brocado dorado. No la reconoció y supuso que debía de ser la esposa de uno de aquellos millonarios de las minas del oeste que parecían llegar a Nueva York cada día en mayor número.
—Yo lo llamo el tiempo Dewey —añadió la mujer sonriendo, con las mejillas sonrosadas.
—Sí, es estupendo —respondió Elizabeth. No se había dado cuenta hasta entonces de lo agradable que era el ambiente, húmedo y fresco. Por primera vez en toda la semana, le pareció que todo iba a salir bien—. ¡Que pase una buena noche! —le deseó a la mujer mientras Diana la cogía de la mano y tiraba de ella hacia el grandioso y resplandeciente vestíbulo.
Avanzaban deprisa por un largo corredor con el suelo de mosaico y las paredes revestidas de mármol color ámbar y espejos aquí y allá. Algunos invitados estaban repantigados en las lujosas butacas de terciopelo situadas junto a las paredes, riendo, gritando y mirando a la gente. El lugar estaba lleno de movimiento, y Elizabeth empezó a entender por qué los periódicos se referían a él como Callejón de los Pavos Reales.
—No está aquí —anunció mistress Holland enérgicamente.
—¿Quién? —preguntó Elizabeth.
La joven vio que su madre estaba irritada, aunque no había dejado de sonreír.
Seguía demasiado ensimismada en sus alegres pensamientos acerca de Will.
—Pues Henry, quién va a ser. Todo el mundo dice que aún está en el velero.
Elizabeth vio que su madre cruzaba los brazos. Solo alcanzaba a refunfuñar de tan consternada como se sentía ante aquella falta de cortesía de su yerno.
Entonces apareció Penelope detrás de ella, preciosa con su vestido de color caqui, muy escotado y adornado con cuentas de delicado brillo. El vestido, de larga cola, le ceñía las caderas, y la piel de la muchacha resplandecía de forma muy particular.
—Sí, varios invitados del Elysian han regresado a tierra —anunció—, aunque parece ser que Henry se ha entretenido.
—¡Bueno, no importa! —dijo Elizabeth en tono alegre—. Estará aquí enseguida.
Eso no es motivo para no disfrutar de la festa.
Cogió la mano de Penelope y le dio a su amiga un cálido beso en cada mejilla.
Se alegraba de haber recuperado a Penelope, pues tenía una especial capacidad para hacer que una festa no fuera nunca aburrida.
Mistress Holland se volvió bruscamente y se dirigió hacia el enorme salón de baile del Waldorf-Astoria. Elizabeth miró la expresión burlona de su amiga y su hermana, y se encogió de hombros.
—Alguien debería decirle a mamá que no es ella quien va a casarse con Henry Schoonmaker.
Penelope soltó una carcajada, y Diana se echó a reír. A continuación, las tres se cogieron del brazo e hicieron su entrada en aquella gran festa resplandeciente, tan felices de estar juntas como siempre.