Teatro Calderón. Madrid
10 de julio de 1936
Aquel anochecer esperábamos con verdadero entusiasmo en el chaflán del número 18 de la calle Atocha a que se abriesen las puertas del Teatro Calderón. Se representaba Monte de abrojos, de José Castellón, la obra ganadora del premio Duque del Infantado en 1930 y que por fin su autor vería interpretada por la compañía de Enrique Borrás. Carmen Muñoz Gar haría el papel de Isabela.
La cola de gente daba la vuelta a la siguiente esquina. Me alegré de ello, ya que el aforo completo que anunciaba el cartel dejaría cuantiosos beneficios. En menos de media hora las mil almas que esperaban con nosotros ocuparían los asientos de sus seis pisos.
Las coloridas vidrieras de Maumejean, iluminadas desde el interior, difuminaban las apresuradas sombras de los que dentro se disponían a quitar los cerrojos. Alcé la vista para admirar una vez más su soberbia fachada con balaustradas, guirnaldas, medallones y cariátides.
Aprovechando que mis padres no venían esa noche, Borja había invitado a Rafaela al palco presidencial, que solíamos ocupar como propietarios del teatro. Hacía casi diez años que mi padre lo había comprado y había decidido cambiarle el nombre de Odeón por el de Calderón, uno de los poetas que más admiraba.
Aún recordaba la inauguración. Se estrenó con La otra honra, de Benavente. Aquel día, María Fernanda Ladrón de Guevara y Rafael Rivelles arrancaron los aplausos del público durante más de una hora con su soberbia representación. Papá, siempre avanzado a su tiempo, pensaba seriamente en modernizarlo para convertirlo en el cine más grande de Madrid. Era el futuro y a él no le pasaba desapercibido.
A mi espalda, Borja se lo contaba a Rafaela. Por primera vez en mucho tiempo había dejado colgado su uniforme para vestirse con un impecable traje príncipe de Gales y un sombrero que, según él, le hacía ser la envidia de la perancia. Llevaba un clavel prendido de la solapa.
Al sentarnos me percaté de cómo Rafaela miraba el fresco que coronaba el patio de butacas.
—Es de Demetrio Monteserín, el mismo artista que pintó el telón principal.
Asintió.
—Parece una ventana abierta al cielo. Desde aquí se aprecia mucho mejor que desde el patio de butacas.
Asentí intuyendo que no debía de ser la primera vez que entraba en el Calderón.
Apenas se apagaron las luces, Borja aprovechó para correr su silla hasta quedarse prácticamente pegado a ella. Esta vez, apoyada en la balaustrada, no hizo amago de separarse, quizá porque era la primera ocasión que no la acompañaba ninguna de sus hermanas. No hacía ni una semana que mi hermano, después de invitarla a la verbena de la Paloma, había vuelto refunfuñando porque de nuevo sus chaperonas le habían coartado cualquier posibilidad de cortejo.
Terminada la obra, permanecimos sentados un rato a la espera de que la sala se fuese vaciando y así, con más tranquilidad, poderle enseñar los recovecos más secretos del teatro: el escenario, la tramoya, los vestuarios y los camerinos, donde los actores aún estaban cambiándose y desmaquillándose.
Fue en uno de esos angostos pasillos donde topamos con un admirador que por su parecido podría haber sido el rey. Llevaba en la mano un ramo de flores para una de las actrices. Fingí curiosidad por saber quién era la destinataria para adelantarme a la pareja y regalarles un poco de esa intimidad que Borja ansiaba. Desde mi posición, aunque no podía verlos sí podía escucharlos, así que agucé el oído.
—¿No es increíble el parecido de ese hombre con don Alfonso?
Rafa me sorprendió con su comentario.
—Los dos sabemos que no es posible. Cada vez estoy más convencida de que no volverá. Haríamos bien en dejar de imaginárnoslo en cada esquina. ¿Y si regresa y luego resulta ser como su bisabuelo Fernando VII, que pasó de ser el Deseado a convertirse en el Rey Felón?
Borja se mostró disconforme.
—Aquel se fue a sabiendas de que los gabachos nos invadían. Dejaba abandonados a sus súbditos para que defendiesen solos el fuerte, y le importaban un bledo las vidas que aquello se cobrase. Don Alfonso es diferente. Se fue precisamente para que reinase la paz entre los españoles. Aquí no hay extranjeros usurpadores.
—¿Cómo que no? ¿Y qué me dices de los rusos que andan ensuciando las mentes de todo el que los escucha? A la vista está que solo les falta el canto de un duro para dar el pistoletazo de salida a una contienda entre hermanos. ¿Cuál es su respuesta?
Borja calló un instante para excusarle de nuevo.
—Tal y como están las cosas, se encuentra maniatado. Si regresase ahora, se complicarían las cosas mucho más. Además, no suponía yo que estabas entre los dubitativos.
—Simplemente escucho a mis mayores. No quiero recordarte que en casa siempre hemos sido monárquicos, pero hay cosas que están cambiando, y si antes se brindaba a todas horas por Dios, España y el rey, ahora cada vez son menos los que mentan al tercero.
—Yo seguiré haciéndolo pase lo que pase.
La voz de ella sonó más taimada.
—Y yo también, Borja. No me malinterpretes. Solo son dudas que expreso en alto. Saber que ellos viven plácidamente en París, Roma o Ginebra y, en cambio, nosotros…
El breve silencio que continuó me hizo suponer que Borja no desperdiciaba la ocasión para abrazarla. Me pareció oír un beso rápido y fugaz. Debió de dárselo en la mejilla. A punto estuve de darme la vuelta para mirarlos, pero me contuve. Ella bajó el tono de voz:
—Pase lo que pase, prométeme que no harás locuras.
—¿A qué te refieres con locuras?
—El inminente alzamiento es un susurro a voces. Lo que no sé es si seremos nosotros o los rojos los que prenderán la mecha, pues también hay rumores sobre un golpe por su parte.
Borja parecía halagado al saberse en los pensamientos de ella.
—Si eso ocurre, ya sabes a qué árbol me arrimaré.
Sonó otro casto beso, casi como el de las amas a un recién nacido. Ella susurró:
—¿A cuál?
—Tomaré partido por los que luchen por Dios y por España. Cuando triunfemos, ya veremos qué hacemos para traer al rey de vuelta.
—¿Crees de verdad que esto se puede arreglar a la fuerza?
—Está claro que ya no puede ser de otro modo. O ponemos remedio o los cadáveres de los asesinados acabarán por alfombrar las calles.
La voz de ella sonó preocupada:
—Si vas a participar, espero que esta vez estéis mejor organizados que en la «Sanjurjada».
—¿Me lo dices a mí, que tuve que soportar el presidio de mis dos hermanos en Villa Cisneros? No te preocupes, Rafa. Algo bueno ha de tener que el descontento general haya crecido en estos cuatro años, y es que tendremos muchos más adeptos.
Finalmente, el hombre del ramo de flores tocó a una de las puertas y entró ufano. Era la de Carmen Muñoz, la actriz principal. Ya no pude continuar disimulando y al darme la vuelta para intervenir los encontré del brazo el uno del otro.
—No he podido dejar de escucharos. Déjalo ya, Borja, que no creo que esta noche sea para hablar de esas idioteces.
Borja sonrió.
—¡Ay, hermanita! Me quito una noche el uniforme y te olvidas de a qué me dedico. No son idioteces y quiero que sepas, por muy poco que te guste, que en caso de guerra seré el primero que acudirá al frente.
Mirando con arrebato a Rafa a los ojos le preguntó:
—¿Querrás ser mi madrina entonces?
Ella me miró a mí, le apretó el brazo a él hasta clavarle las uñas y por fin le contestó indignada:
—Da gracias a Dios de que no sepamos lo que es una guerra y reza para que nunca la vivamos.
Estaba claro que lo que él había querido dedicarle como un halago a ella la enervó. Opté por cambiar de tema e interrumpir lo que amenazaba con ser su primera discusión de enamorados.
—Rafa, ¿iréis al norte este verano?
Asintió.
—Pasado mañana nos vamos a San Sebastián. Estoy deseando alejarme de este polvorín en el que se ha convertido Madrid.
Borja se mostró entusiasmado:
—Entonces, ¿no vais a Deba o a Gijón?
Negó.
—Después de lo que pasó hace año y medio, no está el horno para bollos y mamá ha alquilado una villa en Donostia.
Borja no pudo disimular su alegría al pensar que la tendría cerca.
—Iré a visitarte desde Zarauz, si no decide nuestro padre este año mandarnos a Francia como algunas veces ha insinuado. No comprendo cómo vamos a participar los jóvenes en la revolución si nos vamos con el rabo entre las piernas.
Guardó silencio comprendiendo que de nuevo acometía temas farragosos que todos queríamos evitar.
Pensativos, los dos subieron al coche. Aquella niña de ojos claros me gustaba cada vez más para mi hermano, tanto que no podíamos dejarla escapar. Desde la calle Atocha la llevamos a su casa en la calle Sacramento.
Me quedé en el coche para que pudieran despedirse. Borja tuvo que reprimir su deseo de abrazarla al oír las inoportunas risitas de sus hermanas escondidas entre los cortinajes que daban a la balconada.
El sereno abría el portón cuando fue su madre la que se asomó a una ventana para darnos las buenas noches. Iba envuelta en una bata de raso cuajada de puntillas. Era una mujer elegante y campechana que, según mi madre, a todos hacía reír con su fantástico sentido del humor y su innata naturalidad. Concha Ulloa, a pesar de ser viuda desde los treinta y dos años, casada por segunda vez y con nueve hijos en el mundo, no se había amedrentado en absoluto. Mis padres nos habían contado cómo, una fatídica noche, cenando en ese mismo palacio, tuvieron la desgracia de presenciar el macabro accidente que terminó con la vida de su primer marido. Estaba asomado al hueco de la escalera avisando al cochero para que trajesen el coche de uno de los comensales cuando alguien llamó al ascensor y este, al bajar, lo decapitó. Es algo de lo que nunca hablamos con sus hijas, dado que Rafa debía de tener entonces unos cinco años y su hermano pequeño no habría cumplido los dos.
Regresábamos ya a casa cuando oímos una fuerte explosión. Santiguándome con una mano rogué a Dios para que no hubiese muertos, mientras que con la otra sujeté a Borja que, aferrado a la manivela de la puerta, se disponía a salir disparado.
—Quieto ahí. El mal que pretendiesen hacer ya está logrado y tú no pintas nada en ese entierro. Tengamos la fiesta en paz.
Desgraciadamente, aquel sobrecogedor sonido era tan habitual en las noches de Madrid que lo único que podíamos hacer ya era dar gracias a Dios por no haber sido alcanzados. Desde las pasadas elecciones, los de las bombas cada vez estaban más activos. El día anterior, sin ir más lejos, habían tirado una en medio del paseo Imperial y hoy, vaya usted a saber dónde. No debía de estar muy cerca, dado que no se oyeron gritos de alarma o los gemidos de los heridos como en otras ocasiones.
Acabábamos de llegar a casa cuando un estruendo aún mayor nos sobresaltó de nuevo. Esta vez hizo retumbar los cristales. Estábamos asomados a las ventanas intentando atisbar de dónde provenía cuando la mademoiselle de mis sobrinos Álvaro, Imelda e Íñigo irrumpió en el salón con el más pequeño berreando entre sus brazos. Traía la cara desencajada.
—¡Son ráfagas de ametralladoras y cañonazos! Quedaron grabados en mi memoria cuando de niña los oía en la Gran Guerra. ¡No me digan que ya ha empezado! Mon Dieu. ¡He de regresar a casa!
Borja, sonriente, entró desde el balcón.
—Tranquilas, no es más que el ruido de unos camiones al pasar por la calle adoquinada cargados con vigas de hierro y la casualidad de la explosión del escape atorado de un automóvil al arrancar justo aquí al lado.
Aquella noche me acosté con la sensación de que aquel espeluznante sonido bien podría ser una premonición.
El 13 de julio, con un calor de justicia en Madrid, amanecí con la intención de abordar el tema de nuestras vacaciones; aquellas que se rezagaban semana tras semana sin un motivo aparente. Era la primera vez que aún estábamos en la capital por esas fechas y no comprendía el porqué. Me dirigí al comedor y me encontré a mi padre desayunando.
El mayordomo le trajo el periódico sobre una bandeja de plata. Un Abc que él abrió dándole gracias a Dios de poder hacerlo un día más y ante la expectativa de que en cualquier momento fuese incautado por el Gobierno.
El día anterior habían cerrado el Ya y solo era cuestión de tiempo que el diario monárquico por excelencia fuese el siguiente en caer. Nada extraño, ya que no sería la primera vez que la censura aplicaba multas, obligaba a visar algún artículo o procedía a precintar un periódico entero. Ya lo hicieron cuando Juan Ignacio Luca de Tena se vio envuelto en los altercados del Círculo Monárquico al principio de la República y otra vez al año siguiente durante más de tres meses. Ahora temíamos que a la tercera fuese la vencida.
Apenas vio la portada, gritó:
—¡Han matado a Calvo Sotelo!
La inmensa esquela que ocupaba su cabecera lo dejaba claro. Me santigüé. Mi padre intentaba dar una explicación lógica a su muerte:
—Esto no puede ser más que una venganza por el asesinato ayer mismo de ese guardia de asalto. José Castillo, creo que se llamaba. Pero… ¡si no está demostrado quién lo mató! Además, ¿no se lo achacaban a los falangistas? ¿A qué viene entonces el ensañamiento con este buen católico?
Íñigo entró en el comedor. Venía de la calle.
—A nada, padre. El objetivo era lo de menos. Al parecer fueron primero a casa de Gil Robles y al no encontrarlo decidieron dirigir sus pasos a casa de don José. A la vista está que este no tuvo tanta suerte.
Una foto del cadáver de Calvo Sotelo junto a un médico en la siguiente página reflejaba la atrocidad. Compungida por la imagen, cerré el periódico. Íñigo siguió contándonos lo que había oído.
—Esta vez no hay ninguna duda de quién es el responsable porque en la camioneta donde se lo llevaron iban sentados varios guardias de asalto y miembros de la milicia paramilitar socialista. Varios testigos han identificado a dos de ellos como afines a Indalecio Prieto.
Mi padre aún necesitaba confiar en la justicia.
—Siendo así, le llamarán pronto a declarar.
Íñigo negó:
—No lo creo, padre. El muy ladino tiene una coartada perfecta porque esa noche estaba en Bilbao.
—Qué más dará eso. Igualmente podría haber ordenado el asesinato antes de salir.
Íñigo se encogió de hombros.
—Pues se ha mostrado de lo más sorprendido al recibir la noticia. Dicen que les daba igual a quién matar, querían que fuese el líder de algún partido de la derecha y le tocó la china al máximo dirigente de Renovación Española, nuestro partido.
Papá pensaba en silencio y cabizbajo. Íñigo prosiguió:
—Según me ha contado su hija Enriqueta al ir a darle el pésame, todo fue muy rápido. Entraron en su casa con una orden de detención y le pidieron que los acompañara a la Dirección General de Seguridad. Ahora se ha comprobado que la orden era falsa. Él preguntó de qué se le acusaba y les advirtió de su inmunidad como diputado, pero eso a ellos no les importó. Al final lo sacaron de casa, pese a las súplicas de su mujer para que no se lo llevasen.
Se bebió un zumo de naranja para recuperar el resuello.
—Los serenos vieron la camioneta salir despepitada por la calle Velázquez abajo hasta llegar al cruce con la calle de Ayala, donde sonaron dos tiros. Dicen que los descerrajó en la cabeza y a bocajarro uno de los guardias que se sentaba tras él. Allí se perdió su pista, pero está claro que debieron de dirigirse al cementerio del Este, donde arrojaron el cadáver bajo unos cobertizos. Se llevaron su maletín, sabe Dios para qué.
Solo pude balbucear:
—¿Y su mujer?
—Ha identificado fotográficamente a un capitán llamado Condés, pero una de dos: o se lo ha tragado la tierra o las fuerzas de seguridad lo protegen. Dicen que los más folloneros ni siquiera dejan depositar su cadáver para el velatorio en la Academia de Jurisprudencia, de donde era presidente, y aún lo tienen en la cámara mortuoria del cementerio.
Padre pensaba en alto:
—Sabía que ocurriría algo así, pero no esperaba que fuese tan pronto. Llevamos cientos de cadáveres en toda España y más de cuatrocientos heridos a causa de la inseguridad, pero este asesinato es el colofón. Este, sin duda, es el detonante que todos andaban esperando. Nos culparán a nosotros de haber empezado, pero han sido ellos los que con esta vileza han provocado la guerra. Estoy seguro de que Prieto está a la cabeza de esta artimaña. Cuando un diputado ordena la muerte de otro sin que rueden cabezas, ya no hay legitimidad que avale al Parlamento. ¿Qué va a hacer el pueblo sino imitar a sus representantes en las Cortes?
Se terminó el café para mirarnos a los ojos fijamente.
—Definitivamente, ha llegado el momento. Es cuestión de días o quizá horas. Escúchame, María, porque tu madre con toda probabilidad se pondrá muy nerviosa. Las mujeres de esta casa, a excepción de Teresa, que se debe a su marido y mañana se marcha a Biarritz, y Cristina, que se niega a dejar el convento, prepararéis de inmediato el equipaje para marcharos a Requesens. Allí estaréis a tiro de piedra de Francia, y la frontera no estará tan vigilada como las salidas de esta ciudad. En el caso de que tuvieseis que cruzarla, he dispuesto todo con mis administradores de Burdeos para que no os falte de nada. De todas maneras, y por si esto se prolonga más de lo esperado, llevaos todas las joyas. Así, en caso de necesidad, siempre podréis empeñarlas o venderlas.
Sus palabras sonaban como si ya estuviésemos en guerra. Protesté:
—¿Y vosotros?
—Nos quedaremos. Yo tengo que terminar de arreglar unos asuntos e Íñigo y Jaime quieren estar aquí por si el bien de España se lo demanda. En cuanto podamos nos reuniremos con vosotras. Mandaré a Borja cuando llegue de Salamanca para que os escolte en caso de necesidad, y no hay más que hablar.
Gruñí disconforme.
—Quedaros aquí sería una locura, ya que Madrid se convertirá en una ratonera y cualquiera, por muy de confianza que sea, podría delatarnos. Como mucho, dentro de tres días os quiero fuera, así que haced rápido las maletas.
Mientras nosotras empacábamos, papá y los hermanos acudieron al entierro de Calvo Sotelo, como no podía ser de otra manera. Allí, Antonio Goicoechea, compañero de partido del difunto, fue el encargado de su epitafio. Al leérmelo Jaime, se me erizó el vello:
No te ofrecemos que rogaremos a Dios por ti; te pedimos que ruegues tú por nosotros. Ante esa bandera colocada como una cruz sobre tu pecho, ante Dios que nos oye y nos ve, empeñamos solemne juramento de consagrar nuestra vida a una triple labor: imitar tu ejemplo, vengar tu muerte y salvar a España.
La reacción de los asistentes después de sentir suyas aquellas palabras no se hizo esperar y en solo unos minutos organizaron una multitudinaria manifestación en pleno centro de Madrid. Los guardias de asalto, al principio, la intentaron disolver pacíficamente, pero ellos hicieron caso omiso y, enardeciéndose los ánimos en la confluencia de Goya con Alcalá, a tan pocas manzanas de donde Calvo Sotelo había sido asesinado, los guardias la emprendieron a tiros con los manifestantes. Cinco muertos y treinta y cuatro heridos sembraron el caldeado corazón del barrio de Salamanca sin que nadie señalase a los culpables.
El eco de muchos españoles pidiendo justicia rebotaba contra el muro de sordera que el Gobierno había tejido a su alrededor. Los muy ingenuos declararon el estado de alarma sin comprender aún que esta vez el incendio se haría crematorio.
Apresuradamente cerré los baúles. Madrid era como una olla a presión a punto de estallar. Me asomé a la ventana con el oscuro presentimiento de que quizá fuese la última vez. Hasta las espontáneas risas que normalmente se oían en las terrazas de las cafeterías del paseo del Prado daban la impresión de ser fingidas, y es que ya no convencía a nadie el viejo refrán de que «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer». Por mucho que algunos intentasen disimular, la tensión se olía y solo un milagro podría evitar lo inevitable. ¿Cómo podíamos quedarnos cruzados de brazos ante el asesinato de los valientes defensores de nuestros ideales?
Tuve que tragarme las lágrimas cuando aquella mañana nos despedimos de los hombres de la casa en la estación del Mediodía. Y no pude retenerlas cuando papá evocó su despedida de cuando éramos niñas dibujándonos la señal de la cruz en la frente. Habían transcurrido años desde la última vez; y que también se la hiciera a nuestra madre nos dio que pensar.