Capítulo 15

EL REGRESO

CONSTELACIÓN DE ORIÓN

ABRIL DE 2004

Regresé a mi casa colonial al borde de la playa junto a Analía. Ella dormía en mi cama o en una hamaca que le había colgado entre las dos columnas del porche. Aprendía con mucha rapidez y poco a poco iba adquiriendo confianza con todo lo nuevo y desconocido.

Aquella noche la dejé dormida balanceándose y me acerqué al hotel que estaba a quinientos metros de mi casa para pedirme una piña colada. La marea estaba alta. Analía dormía mientras que yo, segura por la presencia de los guardias que en la linde de los jardines del hotel con la playa estaban apostados las veinticuatro horas del día, me tumbé en la arena a mirar el firmamento. Las ranas de los estanques del jardín cantaban posadas sobre las redondas hojas de los nenúfares, y el suave batir de las olas del Índico humedecía mis pies.

Una conocida voz interrumpió mi nirvana.

—Un beso por cada estrella del firmamento.

Sonreí sin mirarle.

—Te advierto que las contaré.

Antes de tumbarse a mi lado sobre la arena blanca se inclinó para besarme en los labios.

—Resta una y cámbiame las demás por tus pensamientos.

—Mira arriba. ¿Ves las tres estrellas que justo encima y en fila parecen partir nuestros cuerpos en dos?

—Ajá.

—Es la constelación de Orión. Los árabes la ven como un gigante, los griegos la identificaron con un cazador y los egipcios la creyeron el lugar de descanso de Osiris. ¿Sabes que Nihal es la primera y señala justo la línea por donde pasa el ecuador? Alnilam está en medio y Alnitak es la que más se adentra en el hemisferio sur. Son conocidas como las tres Marías o el collar de perlas.

—¿Y?

—Richard, ¿no te sientes grande en el centro del universo?

—Me gusta tu eterno romanticismo. De cualquier detalle haces un momento idílico.

—No hago daño a nadie.

—¿Temes que alguien te lo haga?

—Una vez lo temí tanto que fui incapaz de sentir y vivir con intensidad lo que me rodeaba. Hoy es diferente. Me he desprendido de aquella coraza de infelicidad que tejí a mi alrededor y vivo más tranquila. No hiere el que quiere sino el que puede.

—¿Podría el gobierno keniano herirte?

Me incorporé preocupada.

Sonrió.

—No pasa nada. Todo va viento en popa. Si no surge ningún otro contratiempo, dentro de un mes la pequeña será tuya.

Le pellizqué con rabia.

—No vuelvas a bromear con eso.

Me besó.

—Creo que aunque te sepas cuidar por ti misma a veces te confías demasiado. Mira en tu tapia sin ir más lejos. Hay un masái sentado sobre ella.

—Es Samuel. Analía ha agudizado mi sentido de la responsabilidad y el temor. Ese hombre cuida del jardín y vela por nuestra seguridad en esta costa sangrienta. Si vinieses más a menudo a verme no te extrañaría.

Una pareja armada de militares cruzó tras nosotros.

—¿Sabes que Mombasa, inmersa en la costa zanj, es apodada la isla de la guerra? Míralos, cuidan más de nosotros como muzungus que de sus propios compatriotas. ¿Por qué será?

No contesté, si algo había aprendido de él era a no caer en sus trampas. Estaba cansada de discutir siempre lo mismo. Algún día se daría cuenta por sí mismo de que hay hombres que no se mueven sólo por interés.

—¿Puedo servirles algo?

Un camarero del White Sand nos interrumpió, cumpliendo diligentemente con su trabajo.

Richard se sentó.

—Una Tusker.

Asintió y se fue arrastrando los pies.

—Después de haber visto tantas injusticias, a veces me siento egoísta. Mientras nosotros podemos tener todo lo que se nos antoje con sólo pagarlo, a un kilómetro y unos cuantos controles militares de aquí la población de Mombasa vive hacinada en chabolas sin agua corriente ni luz. Muchos amanecerán mañana pensando en la mejor manera de conseguir un bocado medio podrido para saciar el hambre de los suyos en sus mercados basureros.

Como siempre, se hizo el sordo y miró impaciente al camarero. Éste, con toda la parsimonia del mundo, charlaba bajo el techo de palma del chiringuito con una discreta prostituta que esperaba a su particular muzungu. El cliente apareció de inmediato con su gran barriga cervecera y pinta de ebrio. El color rosado de su piel abrasada por el sol de aquel día le hacía parecer aún más estúpido. Con lascivia en la babosa comisura de sus labios y sin pronunciar una sola palabra, asió de la cintura a la jovencísima mujer y la arrastró por el camino que llevaba al bungalow. Ella sólo tuvo tiempo de darle al camarero su bolsito para que lo guardase bajo la barra durante su corta ausencia.

—Míralos, ella lucha por sobrevivir mientras que él se expone con su estupidez a un contagio de sida más que probable.

Richard negó.

—Si llevaras tanto tiempo como yo en esta costa, no disertarías tanto sobre estas gentes. ¡Ni siquiera te detendrías a observarlos! Comprenderías que cada uno se saca las castañas del fuego como buenamente Dios o la experiencia les da a entender. Si son serviciales es porque saben que detrás de esta conducta suele haber un par de dólares de propina. En Kenia, pagando, se consigue casi todo.

—No lo creo. Aquí, como en todas partes, habrá gentes generosas.

Me acarició.

—Cuando encuentres alguna avísame. Por cierto, hablando de pagar, ¿te llegó la transferencia de tu hermana?

Asentí.

—Espero que el gobierno no pida nada más para concederme toda la documentación necesaria para la adopción. He demostrado que llevo residiendo en el país mucho más de los dos meses que exigen, la niña me quiere, nadie la reclama y se acepta a la familia monoparental como solicitante. Aquí tienes el sobre de las tasas más los imprevistos de última hora. Espero que con esto todo se agilice y termine, porque estoy arruinada.

Se guardó el sobre en uno de sus múltiples bolsillos y me besó ardientemente.

—Eres tú la que dices que aquí no se mueven por dinero. Tu conseguidor te ha dicho que dentro de un mes la tendrás y así será.

No pude replicarle.

—¿Velarás por mí esta noche?

Hakuna matata.