Capítulo 10
DE TEZ OSCURA
BAHÍA DE MOMBASA
DÍA DE SAN VICENTE DEL AÑO DE
NUESTRO SEÑOR DE 1627
Isabel se asió de la mano que le tendió don Pedro Leitao de Gamboa desde el pantalán de atraque y tomó impulso para saltar. Haciendo caso a una antigua superstición, puso gran cuidado en que fuese la pierna derecha la primera en tocar tierra, pues era la propicia para reverenciar a Dios. La izquierda, como el protocolo mandaba, la reservaba para inclinarse ante su futuro esposo, don Jerónimo de Chilingulia, rey de Mombasa y Malindi. El único hombre que desembarcó con ella fue el arisco artillero e improvisado pescador de tiburones Andrés Macedo.
Don Pedro era el más alto representante de la corona hispanolusa en aquella recóndita isla. Como tal vivía en el fuerte Jesús, una fortaleza clásica como todas las que por aquellos años se construían para dominio y defensa de las ciudades costeras a lo largo de la Ruta de las Especias.
Descubriéndose ceremoniosamente ante Isabel, dibujó en el aire medio círculo con su amplio sombrero de ala, inclinándose ostentosamente a pesar de su inmensa barriga. Las largas plumas que lo adornaban barrieron el rosetón de su zapato de raso para terminar levantando una polvareda del suelo.
A la incipiente reina le pareció un hombre demasiado joven para el alto cargo que ostentaba, pues no le asomaba cana alguna en la perilla, los mostachos o la melena rojiza. Podría haber asegurado sin temor a errar que no llegaba a la treintena, y muy pronto lo agradeció, ya que doña Joana, su mujer, le acompañaba. Era tan delgada y frágil que bien hubiese pasado inadvertida si el capitán no la hubiese presentado. De la mano llevaba a una niña de unos ocho años tan pelirroja como su padre. La pequeña Bárbara imitó a su madre, asiéndose ligeramente de las faldas con la otra mano para reverenciar a la recién llegada.
Isabel se sintió extraña ante tanta inclinación, protocolo y solemnidad. Ella siempre había sido defensora de la sencillez y la humildad, pero sabía muy a su pesar que a partir de aquel momento tendría que mantener las distancias con sus súbditos si quería ser respetada; tarea difícil si deseaba transmitir cariño sin caer en la soberbia.
Disimuladamente, analizó a las dos primeras personas que había conocido. Así como el semblante del capitán del fuerte no le pareció agradable, la mirada tímida y esquiva de su dulce mujer la cautivó de inmediato.
Atrás quedaba el padre Lobo, y con él la única persona en quien confiaba. Ahora necesitaba un reemplazo urgentemente. No había cruzado ni dos palabras con Joana y sin embargo, ya intuía su segura y fiel amistad.
Terminados los saludos, fue ella la que extendió lentamente la mano hacia el pasillo alfombrado de flores. A cada lado una escolta de soldados lusos retenía el ímpetu de los que se agolpaban tras ellos a base de empujones. Entre los uniformes de la infantería portuguesa Isabel pudo ver alguno de los rostros que intentaban atisbar más allá de esa muralla. Percibiendo su confusión, la apacible voz de la que muy pronto se convertiría en su dama preferida de entre todas las de aquella extraña corte intentó tranquilizarla:
—Como veis, mi señora, la mayoría son oscuros de piel. Hay entre ellos navegantes persas, cazadores de esclavos, soldados baluchis, esclavos bantúes, hindúes y bastantes de los nuestros. Los vientos, ignorantes de razas y costumbres, soplaron y dirigieron sus pasos hacia este lugar, convirtiéndolo en poco tiempo en la morada predilecta de todos ellos. No lo olvidamos, y por eso, dejando a un lado nuestras diferencias y colores, todos nos hacemos llamar los hijos de los monzones.
Aquello le hizo recordar las enseñanzas del padre Lobo. Inconscientemente, se dio la vuelta para dedicarle un último adiós. Allí estaba, junto al timón, en aquel puente de mando que tan pronto hacía de confesionario como de iglesia o escuela. Junto al capitán Freiré, cuidarían juntos de las almas y los cuerpos de todos los que proseguían la travesía. Al verla mirar, el jesuita bandeó la mano al aire contestando al despido de la pupila más aventajada que nunca tuvo. La gratitud y el cariño que los dos se profesaron siempre quedaría en sus recuerdos a pesar de que posiblemente sería la última vez que se viesen.
No había tiempo para sentimentalismos y los dos lo sabían. El repentino sonar de tambores y flautines obligó de inmediato a Isabel a cambiar de tercio la mirada. La Santa Catalina simbolizaba el pasado ya lejano, mientras que el desconocido ocupante de la silla de manos que aguardaba al final del improvisado sendero humano era su futuro inmediato.
Las veladuras de la silla, a modo de postigos, estaban cerradas. Eran de una gasa tan fina que se mecían al son de la brisa acariciando el cuerpo que salvaguardaban de las miradas. Al trasluz, Isabel sólo entreveía el perfil de una sombra expectante y misteriosa. Las piernas le temblaron, pero la intriga y el sentido del deber empujaron su solemne caminar hacia su encuentro. Al avanzar, el gentío enardeció, acallando la música de los tambores.
A punto estaba de llegar cuando uno de sus pajes, tocado y vestido a la usanza del rey Baltasar en la adoración al Niño, posó su mano en el rico pomo de la portezuela y la abrió. Con una leve inclinación, aquella joven asustada sólo supo bajar la mirada como signo de respeto. Estaba tan nerviosa que las fuerzas le flaquearon al querer volver a enderezarla.
Frente a ella refulgían un par de babuchas de oro y piedras preciosas posadas sobre el único peldaño que pendía de la silla. El inquilino de aquel extraño zapato, a falta de calzas, mostraba sólo un blanquecino talón que contrastaba con un oscuro tobillo y la aún más sombría pantorrilla. La futura reina de Mombasa detuvo su indagación donde la piel de su rey se escondía bajo el bombacho de seda. Su piel aceitada por las esencias refulgía por la falta de vello.
En ese preciso instante, Isabel sintió como si su corazón dejara de latir. ¿Cómo era posible? Llevaba doce meses resignada, asumiendo un destino impuesto, imaginando una forma para un rostro e ilusionándose con el deseo de su conocimiento, y ahora que lo tenía frente a ella ¡no se atrevía a levantar la vista! Un insólito pudor la embargó ante el presentimiento del recíproco observar de aquel hombre. ¿Qué pensaría él? ¿Estaría tan asustado como ella? ¿Le habría parecido tan hermosa como el padre Lobo le aseguraba que estaba con su sayo nuevo? ¡Si al menos su hermana Teresa hubiese compartido el trago con ella! Temía tambalearse de inseguridad cuando Jerónimo le hablara por primera vez.
—Asiéndoos a mi brazo, disimularéis vuestro temblor.
Sólo pudo asentir, con un nudo de nervios en las entrañas. Su acento era perfecto. El portugués parecía su lengua natal, y la sensibilidad, su lema.
Isabel sólo quería encontrar virtudes en él. En aquel momento sentía su fornido brazo guiándola hacia la capilla de San Antonio. Acababa de escuchar su grave y melodiosa voz, olía y casi saboreaba los suaves aromas que le perfumaban, y a pesar de que todo era placentero en su semblante, seguía sin poder alegrarse la vista al verle.
La mano del rey cruzó la mirada gacha de su futura mujer, mostrando una muñeca cuajada de pulseras y unos finos dedos engalanados con anillos engastados por enormes piedras preciosas. Aquello intimidó aún más a Isabel, que se agarró al brazo de Jerónimo con todas sus fuerzas. Él rezumaba toda la seguridad que a ella le faltaba. Según avanzaban hacia la pequeña capilla encalada, el gentío formaba un largo séquito a su espalda.
Isabel no entendía lo que gritaban desgañitándose, pero por sus expresiones estarían vitoreándolos. Su futuro esposo debía de ser un soberano querido por sus súbditos. Entre tanta algarabía, sólo él percibió la temerosa evasión de la joven.
Al cruzar el gran portón tallado, pudo ver frente al altar a un fraile dispuesto a oficiar los esponsales. Junto a él, otros dos más jóvenes le hacían de monaguillos. Por sus hábitos serían los agustinos a los que se refirió el padre Lobo. El altar estaba cubierto con ricas telas y presidido por un gran crucifijo de marfil que casi hacía olvidar la falta de un retablo digno en su frontal.
Todos los que estaban sentados se levantaron al ver a los novios. ¡Había muchos más portugueses de lo que ella hubiese imaginado! Al llegar frente al Santísimo, se detuvieron, los tambores cesaron y el tintineo de una pequeña campanilla marcó el inicio de la ceremonia. La novia se encomendó a una pequeña imagen de santa Mónica que había encastrada en una hornacina de la pared, tragó saliva y por fin se decidió.
Tímidamente acarició el antebrazo de Jerónimo, buscando su mirada. Él la correspondió posando su mano sobre la que le acariciaba. Su negro iris le brindó la más candorosa bienvenida, al igual que sus gruesos labios y sus perfectos dientes. La piel de su faz barbilampiña brillaba como el ébano encerado. Su nariz era más afilada que la de la mayoría de los de su raza.
Al ponerse de pie, Isabel comprobó que la sobrepasaba en dos palmos de altura, y la longitud de sus delgados miembros le pareció tan desmesurada como distinguida. El regio porte de su semblante creaba una aureola a su alrededor que incrementaba su singularidad. Tocado por un rico turbante, todo él enjaezado por varias hileras de perlas unidas en la frente a una esmeralda del tamaño de un puño, hubiese resaltado entre muchos miembros de la austera realeza española.
Por un momento la joven se sintió mísera en comparación con tanta opulencia. Aquel rico sayo que ella misma cosió y bordó en la Santa Catalina se tornaba repentinamente harapiento. Jerónimo, receptivo ante el sentir de Isabel, procuró de inmediato poner remedio a tan triste circunstancia.
—Sois aún más hermosa de lo que imaginé en mis sueños.
Con estas palabras la sedujo. Su exótica mirada convirtió de un plumazo las miserias de sus tímidos pensamientos en seguros alardes, y por primera vez desde que ella había sentido el tacto de la piel de su prometido se irguió como una verdadera reina. Como la reina en la que se transformó en cuanto Jerónimo la aceptó, contestando afirmativamente a las preguntas que se le formularon en el sacramento matrimonial.
Al salir, los reyes se detuvieron frente al capitán don Pedro, que por orden del virrey de Goa se dispuso a prender de la pechera de Jerónimo una condecoración otorgada por el rey don Felipe IV de España y Portugal. Aún se balanceaba aquella pieza esmaltada cuando los tambores de los cafres comenzaron a tocar y un hombre muy alto se abrió paso entre la muchedumbre hacia los recién casados.
Prácticamente desnudo, comenzó a danzar a su alrededor sacudiendo extraños abalorios de plumas, dientes y pieles que pendían de las partes más inverosímiles de su cuerpo.
En cualquier otra circunstancia Isabel se hubiese asustado, pero ahora contaba con el apoyo de un hombre fuerte y joven a su lado que la protegería de cualquier amenaza. Acababa de conocerle, apenas había cruzado unas palabras con él, pero aun así quería confiar en él, le necesitaba y ansiaba tanto que haría lo indecible por encontrar su definitivo lugar a su lado. Al comprobar que Jerónimo se detenía pacientemente a observar a aquel extraño bailarín, le imitó intentando disimular su ignorancia.
Aquel brujo conjuraba al amor con su endemoniado proceder, y, sirviéndose de un extraño plumero impregnado en sabe Dios qué, los salpicaba rociándolos con buenos augurios. Isabel recordó inmediatamente las pócimas que la Celestina preparaba en aquel libro que dejó en poder de su hermana Teresa en su precipitada despedida. Si aquel diabólico hombre les confería buenos auspicios para el amor, bienvenidos fuesen, que no estaba el percal para despreciar un regalo como aquél.
Los ágapes y festejos se sucederían durante una semana. Apoyada entre las pequeñas almenas de la azotea de palacio, Isabel observaba desde la distancia a los diminutos habitantes de las chozas de la playa. Cantaban y bailaban alegres porque gracias a la generosidad de los reyes pudieron celebrar sus esponsales dejando a un lado por unos días la forzosa dieta a base de algas y pescado crudo a la que estaban asiduamente forzados. La boca se les debía de hacer agua al hincar el diente a la sabrosa carne que pudieron cocinar en las brasas de la leña que se les entregó junto al manjar. Las hogueras que prendieron sobre la arena blanca refulgían haciéndose visibles desde muy lejos al contrastar con la oscuridad cercana del dueño de las olas que hasta allí guiaron a la recién llegada reina. El sonoro batir de éstas contra los arrecifes se vio roto por la seductora voz del joven y eufórico recién casado.
—En muy poco tiempo el sol cegará al fuego, el Índico se tornará azul y el hilo que separa la noche del día se hará invisible. En ese preciso momento quiero teneros entre mis brazos para engendrar al que nos ha de suceder en estos nuestros reinos.
Jerónimo abrazaba por detrás a Isabel mientras ella le correspondía acariciando su mejilla derecha contra su brazo. Procurando mantener la tranquilidad ante el nuevo reto que se le presentaba, inspiró queriendo retener una ráfaga de la brisa marina en el interior de su pecho. Le tendió la mano y, asida a ella como aquella misma mañana lo hizo hacia la capilla, se dejó guiar hasta sus aposentos procurando no traicionarse a sí misma con nuevos temores.
Al sentarse sobre el lecho junto a él, no pudo impedir que su mano se cerrase en un apretado puño, arrugando en el interior de su palma la colcha de seda que serviría de abrigo a su vergüenza. El rey, sintiendo el desasosiego en el que se sumía su mujer, dedo a dedo y muy despacio fue abriéndole la mano para terminar besándola con sus gruesos labios en las huellas que las uñas habían labrado en su piel. Desesperada por no saber contener sus temores, Isabel le miró fijamente a los ojos con un viso lloroso de súplica en su entrega.
Perceptivo ante su mudo deseo, Jerónimo se esforzó en ser lo más dulce que pudo. Le cerró los párpados con mimo, le secó las lágrimas con su propia mejilla y permitió que su respirar se filtrase en su oído. La desnudó despacio y tan sutilmente que ella sólo sintió la caricia de unas plumas en vez de dedos. Arrulló el temor a lo desconocido con cosquillas. Arropó con murmullos de amor el apocamiento de la inexperiencia para al fin, seguro de la calma y entrega absoluta por parte de Isabel, adherir su piel al desnudo sentir de su mujer. No la penetró hasta que sus latidos se acompasaron con los de ella.
Tanta fue la delicadeza que Jerónimo puso en la empresa que consiguió que la pérdida de la virginidad de la reina se tornase un dolor gozoso que le dio el valor suficiente como para entreabrir los ojos. Apoyada sobre su ancho pecho, sentía su caricia en la espalda. Ella bajó la mirada a sus piernas, que como las columnas de ébano y marfil que decoraban el patio se entrelazaban retorcidas para sostener la esperanza de un fértil hogar. Sólo pudo susurrar:
—Gracias a vos, ya me siento hija de los monzones.
A la mañana siguiente, Isabel se despertó sobresaltada por el sonido de unos martillazos. Al asomarse al patio supo el motivo. Carpinteros, albañiles y herreros trabajaban a destajo para finalizar las obras inacabadas de su palacio. El sobrio clasicismo de la piedra blanca del exterior se rompía por los ornamentos barrocos e hindúes que cincelaban en puertas, ventanas y capiteles, los últimos de un corintio tan recargado que superaba en mucho a la lujuriosa vegetación circundante.
Al observar todo aquello, agradeció al padre Lobo que no le hubiese descrito del todo su hermosura. ¡Hubiese sido tan difícil! Nada tenía que ver con aquella choza macabra en la que, según el jesuita, se había criado Jerónimo junto a su padre los dos primeros años de su vida. La riqueza embriagaba. Las esencias de perfumes y especias se habían impregnado en sus muros. La piedra clara de la fachada mantenía el frescor en su interior mejor que el adobe utilizado en la mayoría de las casas de Mombasa.
Estaba tan entusiasmada que, sin esperar a que se lo mostrase Jerónimo, recorrió todos y cada uno de los recovecos del palacio. ¡Era tan opuesto a la austeridad que había imaginado en un principio! Alfombras de piel de leopardo, león o cebra cubrían los suelos, y las sedas de Persia y la India hacían lo propio en los vanos con sus colgaduras.
Tenía estancias para el recogimiento particular, cocinas, baños y un salón del trono para las audiencias. Afuera otras dependencias separadas cobijaban a la guardia y la servidumbre. En el jardín había un hermoso cenador desde el cual se dominaba casi toda la isla. Estaba cuajado de claveles, hibiscos, jazmines, buganvillas, mangos y un sinfín de plantas exóticas sin bautizar aún.
Correteaba Isabel investigando cada recodo del palacio cuando chocó con el rey. No le hizo falta separar su rostro de aquel ancho pecho para saber que era él. Le abrazó fuertemente, mientras su voz grave y cálida le susurraba al oído.
—Sois la reina de todos estos parajes, y desde vuestro palacio podéis vigilarlos. Allí están los baños de vapor que nos trajeron los persas, y un poco más abajo el mercado y el puerto. Hoy pasearemos juntos por todos los recovecos de esta tu gran ciudad y conoceréis a vuestros vasallos. ¿Sabéis que la posición de cada uno de ellos se refleja en la riqueza de la puerta de su casa? No hace falta aseguraros que puse esmero en traer de Goa la más grandiosa.
Cuando giró la mirada hacia el fuerte Jesús, suspiró y la besó suavemente en la mejilla.
—¡No lo digáis! Sé lo que estáis pensando. Desde esta posición nosotros dominamos la ciudad, pero el fuerte nos domina desde arriba.
Jerónimo negó con la cabeza antes de proseguir.
—Me hubiese gustado construir nuestra morada en el lugar más alto de la bahía de Mombasa, pero no pude, ya que éste ya estaba ocupado por el fuerte desde hacía tiempo. Es el bastión más representativo de esta costa. La escultura de las armas de don Felipe de España nos recuerda quién es el otro rey de estas tierras cada vez que atravesamos su portón. Sirve para nuestra defensa y el cobijo del capitán junto a las tropas portuguesas. Desde sus torres vigías se divisa sin problemas la entrada y salida de navíos. Los dos metros y medio de grosor que sus muros tienen le hacen inexpugnable. Don Giovanni Battista Cariati, como arquitecto y jefe de ingenieros de la India, sin duda se esmeró en cumplir con diligencia la orden del virrey de Goa.
Hubo un ligero quiebro en su voz, que intentó disimular tragando saliva antes de continuar.
—Desde que Francisco de Gama, el nieto de Vasco, posó sus botas sobre Faza, Pate, Lamu, Zanzíbar, Malindi y Mombasa rodeado de frailes agustinos con la aparente misión pacifica de convertir y bautizar en masa a los que aquí vivían, siempre ha sido así. Agazapados tras los que luchaban contra la herejía con la cruz como única arma estaban los mosqueteros y artilleros portugueses, convenciendo de su superioridad con la amenaza y el miedo.
»Me guste o no, desciendo de la ya extinguida dinastía shirazi, pero no ha de importarme, porque hoy soy reconocido de nuevo como rey de Mombasa y Malindi por nuestro pueblo, el papa y vuestro rey. Es mutuo el respeto que nos tenemos, e intentaré mantenerlo a pesar de la prepotencia que el capitán don Pedro nos demuestra.
»Lo realmente importante es que por fin los hijos de los monzones conviven pacíficamente aquí. El espíritu de cruzada o yihad que a lo largo de la historia nos ha asaltado está muerto en este lado de la costa del Índico.
Sus palabras sonaron sinceras, a pesar de que por un momento a Isabel le pareció percibir el emerger de una rabia contenida. Tal y como lo relataba, estaban sometidos al gobierno del hasta entonces su rey don Felipe.
—Sed sincero, mi señor, y reconoced que nunca ha sido plato de buen gusto el que un rey rindiese vasallaje a otro. ¿No creéis que la lucha pueda estar simplemente aletargada? En Europa hace muchos siglos que luchamos contra la herejía, y ésta nunca llega a erradicarse del todo. ¿Creéis sinceramente que ya no despertará?
—Los muertos no resucitan. Sólo me queda convencer a los míos de que los portugueses no son peligrosos, y os aseguro que no será fácil. Los frailes dicen que se predica con el ejemplo. ¿Qué mejor ejemplo que el mío? Aquí me tenéis. Soy hijo de un sultán mahometano y sin embargo, rindo pleitesía a un rey cristiano. Asesinaron a mi padre y me arrancaron del pecho de mi madre para guiarme por el camino certero y lo han conseguido. Abjuré de Alá, olvidé mis costumbres, renuncié a un harén e incluso desistí de rendir los honores debidos a mis ancestros para abrazar el catolicismo. Aun así, el sacrificio de mi ejemplo no hace mella en mis súbditos.
Consciente de que se estaba delatando, se calló repentinamente. Ése fue el preciso momento en que la joven comenzó a intuir que su señor esposo no estaba tan convertido como aseguraban los padres agustinos. ¿O se equivocaba?
—Sólo espero que no desconfiéis de mí. Sé de vuestra historia por boca del hombre que me preparó durante los largos meses de travesía para esta empresa. Ahora es el momento de conocer el resurgir de mi rey. No me privéis de ello porque me siento zozobrar entre dos aguas. Percibo cómo el rencor se adhiere a vuestros labios al recordar el pasado o… ¿simplemente es dolor? Abriros a mí como vuestra mujer que soy.
Isabel sólo procuraba averiguar si el ansia de venganza enraizaba en su corazón. Su súplica le calmó. Jerónimo, evitando sostener su mirada, procuró contestarla.
—Os diré lo que sé por los libros, las gentes y los padres agustinos, porque desgraciadamente la párvula memoria infantil hace niebla los recuerdos.
»Veinte años de pacífica convivencia unían a las gentes de esta costa cuando repentinamente el capitán portugués que gobernaba tuvo problemas con mi padre en Malindi. Sin dudarlo ni dialogar, abrió fuego en su contra. Según me contaron, la brasa incandescente de la rebelión se encendió cuando el sultán entregó sólo trescientos sacos de arroz como pago de los tributos de aquel año en vez de los quinientos que el capitán solicitaba. No le quedaba otro remedio, porque si accedía, los graneros de Mombasa quedarían esquilmados y el hambre estaría asegurada entre todos los de su pueblo.
»El ejército portugués abatió al sultán en pocos días. Mi padre, al verse derrotado, intentó la huida hacia Rabai junto a todos nosotros, pero no lo consiguió. Nos apresaron y le ejecutaron por comportamiento sospechoso. Fui obligado a presenciar su asesinato antes de ser separado del resto de mi familia para ser enviado a la India. Goa sería el lugar donde los padres agustinos me prepararían para ser el rey que tenéis ante vos. Los sultanes eran señores mahometanos, así que yo preferí nombrarme rey como los cristianos. Corría por aquel entonces el año de 1614 de nuestro Señor y cumplidos los siete años de edad, a mi madre y hermanos no los volví a ver.
Con la mirada gacha, calló de nuevo. Isabel, por mucho que lo intentaba, no lograba atisbar lo que reflejaban sus negras pupilas, sólo sentía su mano temblorosa manteniendo muy prieta la suya.
Quiso consolarle alzándose de puntillas para besarle. El simple roce de sus labios en su barbilla le derrumbó. Estaba claro que aquel hombre fornido andaba falto de cariño desde tiempo inmemorial. Una lágrima recorrió su mejilla; la segunda, por el movimiento de su nuez, se la tragó. Sería la única vez en la vida que su esposa le vería llorar. Ella le rogó que continuase. Sabía por propia experiencia que escupir toda la congoja acumulada durante muchos años de sufrimiento ayudaba a levantar el ánimo.
—Nada más arribar, fui bautizado con el nombre de Jerónimo de Chilingulia y privado del que al nacer mis señores padres me otorgaron, que era Yusuf bin Hasan. Primero aprendí a rezar en latín, a leer y escribir, y a cantar y tocar instrumentos musicales en el colegio para niños de la parroquia de San Juan Evangelista de Neurá, a las afueras de Goa. Después, al cumplir la edad púber, me alisté como artillero a las órdenes del mismo general Freiré de Andrade en las escuadras de la marina portuguesa. Le serví durante siete años con valor y aprendí el uso de armas en Ormuz.
»Los portugueses nunca me beneficiaron con un trato preferente al de mis compañeros porque nunca pensaron que regresaría a Mombasa, pero el destino es caprichoso. Las cartas de mi preceptor, don Leonardo de Gracia, al virrey de la India, don Jerónimo de Acevedo, y mi ejemplar comportamiento en la armada portuguesa trajeron buenos augurios. Pronto fui nombrado caballero de la orden de Cristo y agraciado con un serafín diario de renta para mi mantenimiento. El serafín en muchas ocasiones no llegaba o lo hacía con cuentagotas, pero aquello era lo normal.
»Después de once años desterrado del lugar que me vio nacer, me sometí al albedrío de muchos portugueses para ver si ya era digno de regresar. En el mes de abril llegó al fin la ansiada orden, firmada por el virrey de la India y sellada por el rey don Felipe IV.
»A los dieciocho años partí del puerto de Goa, pasadas la Natividad y nuestro Señor de 1625. A principios de 1626 divisaría mis reinos. Sólo me despedí del padre Leonardo de Gracia. En ese preciso momento, en dos partes muy distantes del mundo, dos personas dejaban atrás todo lo que hasta el momento vivieron para iniciar otra vida en común. Hoy reina Felipe IV en Portugal y España, Urbano VIII en la Iglesia y nuestras majestades en concordia con ellos en Mombasa y Malindi. Casi dos años os estuve esperando, y mereció la pena.
Tomándole de la mano, esta vez fue Isabel la que le guió hacia sus aposentos. Parecía mentira que aquel hombre que le pareció el día anterior tan sólido y fuerte se derrumbase con tanta facilidad. Ella sabía que eran muy pocos los hombres que no tenían nada que esconder y muchos los que al vomitar lo retenido se derrumbaban. Nunca conoció a nadie capaz de fingir eternamente, y a pesar de su juventud, sospechaba que nunca lo encontraría.
De nuevo en el calor del lecho conyugal, al abrazarle sintió temerosa que no había resignación en sus palabras. Pero Isabel prefirió olvidar aquel sentimiento en cuanto volvieron a unir sus cuerpos.
Escuchándole, se dibujaban dos semblantes opuestos en la faz del rey. Escondía dos caretas de Carnavales en su mesita de noche junto al Libro de las Horas, la palmatoria, el turbante y el crucifijo. La bifurcación reinaba en su alma. Por mucho que ella le mirase a los ojos no lograba adivinar su pensamiento. Igual mostraba resquemor que un amor verdadero. Lo mismo rabia que alegría, pareja era la sumisión a la rebeldía.
Antes de conciliar el sueño junto a él, sólo pudo susurrar:
—¿Por qué ese nombre?
Dudó un minuto antes de contestarla.
—Jerónimo, porque recibí las aguas bautismales un 30 de septiembre de 1616 y a este santo le pertenecía el día. Chilingulia fue el apellido que yo elegí. Me gustaba y al no ser ni portugués ni árabe, me recordaba a la lengua de mis antepasados, un pequeño detalle que era mejor ocultar a mis educadores. En nuestro idioma, kiungulia significa «corazón en erupción», aunque vos sois la única que lo sabe. Será nuestro secreto.
A ella le gustó la complicidad que le otorgaba, aunque no fuese nada realmente importante. Más tranquila, jugueteó con los rizos de sus largas patillas.
—¿Es en verdad vuestro corazón tan ardiente?
—Como el cráter de un volcán a punto de entrar en erupción.
—¿Tan imprevisible os mostráis?
—Sólo cuando me llevan al límite de la paciencia.
Ella bromeó, escondiéndose bajo el embozo.
—No me asustéis.
La negra faz del rey se aclaró bajo las sábanas blancas.
—Nunca lo haré. Os lo prometo.
Por primera vez parecía sincero. ¡Qué simples podían parecer las palabras al pronunciarse por primera vez, y cuántas cosas podían significar pasado el tiempo! Aquéllas, sin duda, serían premonitorias.