Capítulo 12

CARTA DEL REY AL PAPA

MALINDI

DÍA DE SAN ESTEBAN DEL AÑO

DE NUESTRO SEÑOR DE 1627

Transcurridos varios meses, Jerónimo se empeñó en enseñar a Isabel su segundo reino, el de Malindi. Eran tan reyes de aquella ciudad como de Mombasa, y sus súbditos se merecían la oportunidad de admirar a su reina. El primer sitio al que quiso llevarla fue un gran monolito encalado y coronado por la cruz.

—Es el primer vestigio que la religión cristiana dejó en estas costas. Vasco de Gama ordenó que lo construyesen allá por el año 1498 de nuestro Señor.

Ella le escuchaba con la misma atención con la que intentaba agradarle en cada momento. Día a día el marido que le asignaron por imposición la seducía de uno u otro modo, y ella se dejaba conducir gustosa por todos los senderos por los que él la guiaba. Aprendía de su amor y sensibilidad sin saber cómo corresponder a tanto agasajo. Asida a su brazo, procuraba sentirle muy cerca en todo momento, y ansiaba el día en que le pudiese regalar la criatura que les sucedería para perpetuar su unión. Al presentir el atento observar de su mujer, Jerónimo continuó:

—Los lugareños cuentan que cuarenta y cuatro años después de hacerlo el almirante Vasco de Gama, pasó por aquí san Francisco Javier camino de la India admirándose del poder que manaba de esta cruz tan sola y victoriosa en medio de estas tierras, por aquel entonces dominadas por los moros, ya que diecisiete eran las mezquitas que aquí había. Hoy la mayoría son iglesias o pequeñas capillas. La verdad es que aún sorprende al caminante al encontrarla.

Isabel disfrutaba viendo como su converso marido se enorgullecía de aquello. Jerónimo parecía querer imbuirla de la historia de su reino, quizá porque había pasado demasiados años en el colegio de Goa aprendiendo la de España y Portugal y ahora se sentía en el deber de divulgar la propia y más cercana.

Al atardecer fueron recibidos en casa de una de las más nobles y ricas familias de Malindi, que normalmente y a falta de palacio les aposentaban con la magnificencia que se merecían.

Esa misma noche, Isabel entró de sopetón acompañada por su anfitriona y sin aguardar a ser previamente anunciada en la antesala que Jerónimo había habilitado para despachar. Éste se hallaba dictando al escribano. La repentina presencia de su esposa, a pesar de andar concentrado, no pareció importunarle. Muy al contrario, al verla se levantó aparentemente alegre por la intromisión con el billete recién escrito en la mano. En silencio esperó pacientemente a que se secara la tinta fresca del documento y se lo tendió con un viso de súplica en la mirada. Esperaba la conformidad y visto bueno de una esposa que disfrutaba con esa responsabilidad.

—Leedlo y juzgad sin temor, porque con esto sólo espero disipar cualquier duda que alberguéis sobre mis verdaderas intenciones.

Al ver el encabezamiento y nombre del destinatario, una mezcla de júbilo y curiosidad embriagó a la reina. ¡Iba dirigido a su eminencia el papa!

Sin preámbulos de ningún tipo y ansiosa por conocer el contenido, comenzó a leer. Jerónimo se presentaba a sí mismo como un rey cristiano fiel a su religión y compromisos, para continuar con el resumen de la historia de su infancia hasta el momento actual. Elogiaba la labor de los padres agustinos en todo ello y solicitaba alguna gracia para ellos.

Consciente de su expectación ante el primer parecer de ella, alzó la voz al leer la última parte de la carta:

—Soy acatado por mis vasallos moros con obediencia y sumisión. En dos años he convertido a la fe de Cristo a más de un centenar de hombres libres y continuaré con tesón en mi propósito, pues si consideramos a los esclavos son más de cuatro mil las almas que moran en esta plaza fuerte.

»Yo, el rey Jerónimo de Chilingulia, me tengo por su leal, obediente y verdadero hijo, a 20 de agosto de 1627 en Mombasa.

Orgullosa de su esposo, Isabel la enrolló y lacró con el sello de sus armas. Él mismo la llevaría a Goa al día siguiente para entregársela al virrey de la India y propiciar así que fuera enviada con celeridad al Vaticano. Aquella prueba era el mejor regalo que el rey de Mombasa le podría haber hecho nunca a Isabel antes de embarcarse hacia la India. La excusa para afrontar la separación haría más llevaderos los meses de soledad hasta su regreso. Isabel le despidió muy a su pesar en el mismo puerto de Malindi.

Desde el ventanuco de su silla de manos, el Pangayo, que era como se llamaba el gran falucho real, se hizo diminuto hasta desaparecer en la enmarcada lontananza del horizonte. Nadie mejor que ella sabía lo que la mar distanciaba a los seres queridos, y por eso mismo tuvo que resistirse a rechistar ante la forzosa ausencia. Por extraño que pudiese parecer, aquel hombre la había acostumbrado rápidamente a su cariño y compañía. Aquello sólo era un ardid más en su sutil forma de seducción, pero le gustaba. En ausencia del rey, su presencia en Mombasa era imprescindible para seguir manteniendo la paz. Así nadie aprovecharía para enquistar las rencillas que en la sombra seguían tentando a los muzungulos en contra de los portugueses. Isabel se quedaría como regente y aprovecharía los tiempos de soledad para limar las esquirlas que el capitán del fuerte Jesús mantenía en contra de Jerónimo.

Dos fueron las jornadas que le llevó al séquito de la reina recorrer costeando hacia el sur las leguas que distaban Malindi de Mombasa, cuarenta y ocho horas que ella dedicó a la meditación, el rezo y la observancia. Agudizó los sentidos hasta empapuzarse de las gentes, paisajes y costumbres que la acariciaban en su transitar. Todos los detalles, por nimios que pareciesen, la atañían. Aún tenía mucho que aprender si quería llegar a ser una soberana justa para con sus súbditos. ¡Y qué mejor manera de hacerlo que fundirse con ellos!

En cuanto llegó a palacio percibió que algo no andaba bien. La bahía parecía un sembrado de navíos de muy diversos tamaños. Hacía días que ninguno se hacía a la mar porque el cielo tornaba su cariz llamando a la tempestad. Las olas no tardaron en azotar con toda su fuerza contra el arrecife, dibujando una línea de espuma blanca en la desembocadura. La tormenta pronto arreció sin viso ni intención de amainar.

Presa de la melancolía, observaba desde la tronera de su aposento al resguardo de las inclemencias. Los hombres, animales y barcos menos precavidos se desesperaban buscando un refugio en el saturado puerto. El viento era tan fuerte que ululaba por los pasillos como alma en pena. En el horizonte se divisaban los rayos y el aire traía olor a azufre. Los pequeños faluchos se apiñaban abarloados a pocos metros de la playa. Éstos fueron los primeros que, incapaces de soportar los enérgicos abordajes de sus gemelos, sucumbieron ante las cicatrices que las vías de agua dibujaron en sus frágiles cascos de mango.

Pescadores y comerciantes observaban impávidos de impotencia cómo sus bodegas repletas de dátiles, especias, marfil, porcelanas y sedas de la India se anegaban, para acabar saciando la voraz hambruna de aquella mar enrabietada. Las embarcaciones jahazi, por no tener un clavo que uniese sus piezas de teca, se deshicieron como castillos de naipes acompañando al fondo a los faluchos. Las velas latinas se hicieron jirones antes de desaparecer entre las olas. Ni siquiera el ojo pintado en sus cascos logró ahuyentar los malos espíritus que les amenazaban.

Isabel no pudo contener su preocupación ante la posibilidad de que la tormenta que ahora divisaban hubiese sorprendido al Pangayo en plena travesía. Allí muchos de los comerciantes retrasarían su salida, pero ¿qué habría sido del barco del rey en alta mar? Caminaba descalza de un lado a otro de sus aposentos desgastando la alfombra y sin saber a quién recurrir. En el fondo era consciente de que sólo el tiempo le traería noticias de él. De nuevo se asomó a la ventana con la incierta esperanza de verlo aparecer.

Fondeado justo en el centro de la bahía, aguardaba un gran navío cargado de porcelanas y telas procedentes de Asia y la India que al parecer debería haber zarpado hacía días. Suspendió la salida al comprobar que la travesía se hacía demasiado arriesgada y la pérdida, en caso de naufragio, cuantiosa para las ya mermadas arcas del rey don Felipe de España.

Tan defraudada y atada de pies y manos como todos aquellos hombres, Isabel entró en el salón sintiendo la humedad de su blanco camisón sobre la piel. El rubor de las mejillas de fray Domingo la confundió hasta que adivinó la causa de tan extraña reacción al seguirle el rastro de la mirada. El sensual contorno de su cuerpo se impregnaba en el lienzo empapado haciéndolo obsceno a los ojos del fraile. La vergüenza se apoderó de ella y corrió a cubrirse con una mantilla.

Fray Domingo era uno de los agustinos que reemplazaron al padre Lobo en su confesionario cuando llegó a Mombasa. Ya más recatada, estaba a punto de arrodillarse para la confesión cuando recordó algo. Solicitando con un gesto un breve aplazamiento al fraile, se asomó de nuevo para comprobar algo que bien podría ser fruto de su imaginación.

—Disculpadme un momento, fray Domingo. Entre las fuertes lluvias, justo antes de entrar, me pareció adivinar la silueta de un barco.

Un escalofrío recorrió su entumecida piel para terminar erizándole el vello del cogote. Se encogió de hombros con una mueca de amargura en el rostro, y ante la mirada confusa y atónita del fraile, gritó:

—¡Sólo los piratas se aventuran a navegar con este tiempo! ¡Corra, padre, a tocar las campanas y a dar la voz de alerta!

El estruendo del cañón que les atacaba no se hizo esperar. La ciudad entera se puso a la defensiva. Media hora después ya distinguían la bandera. Era Mir Aley Bey, el nieto de un antiguo saqueador de Mombasa, que ayudado por un par de navíos de apoyo del sultán de Lamu se disponía al saqueo. Hermanados con el diablo, los truenos y las tormentas, venían a robar, matar y violar para vengar la paliza que Mombasa le dio un día a su abuelo.

La catástrofe fue inevitable. El palacio era demasiado ostentoso como para pasar inadvertido, por lo que la reina decidió esconderse con algunas de sus damas, doncellas y esclavas en un seguro parterre que había en el jardín. Desde allí fueron testigos aterradas del saqueo hasta que un pirata estuvo a punto de descubrirlas. Una de las damas del séquito, que además era cuñada de Isabel, al no encontrar otra salida le entregó temblando a su hijo después de besarle y hacerle la señal de la cruz en la frente.

—Si fuese menester, os ruego que como sobrino vuestro que es lo criéis como propio. Si no regreso, vos mi reina habréis sido la razón de mi sacrificio junto a él.

Isabel, suponiendo la intención del sacrificio de Luisa de Silva, lo tomó en su regazo asintiendo con temor y pesadumbre. Aquella mujer también era blanca, y como a ella la desposaron muy joven con un primo de Jerónimo bautizado con el nombre de Antonio. Su señor había partido junto al rey.

La gallarda dama inspiró, cerrando los ojos con fuerza, se armó de valor y salió despavorida consciente de su destino al pretender distraer al sayón. Éste, como era de esperar, la alcanzó a pocos metros del escondrijo en el que se encontraban las demás. La tumbó de un golpe y la tomó con violencia.

Ella no gritaba. Sólo sus mudos sollozos revelaban el dolor que aquella sombra le provocaba embistiéndola una y otra vez. Isabel, mirando al hijo de la dama que dormía tranquilamente en su regazo, comprendió el sacrificio al que Luisa se estaba sometiendo para salvar a su criatura. A menos de diez pies de distancia aquella mujer se tragaba los quejidos con tal de no delatar la posición de su párvulo y a la postre la de las demás.

Presa del espanto, Isabel sólo pudo aferrarse a la criatura para acallar su rabia. Desde que se desposó aún no había engendrado. Su cuñada estaba siendo mancillada y ella se sentía impotente para ayudarla. Repentinamente el niño debió de percibir el dolor maternal que le protegía y tornó su plácido sueño en un fruncir de ceño a punto del sollozo. Isabel se asustó y sólo fue capaz de tapar la boca al niño suplicándole silencio.

—No engroséis con vuestro lamento este espantoso dolor.

Los cinco minutos de violación parecieron horas. Cuando todo se calmó, la reina salió del escondrijo con la intención de consolarla. Al verla sentada con las piernas abiertas en el fango y las faldas alzadas del sayo, sintió su dolor. Luisa lloraba desconsoladamente, frotándose con todas sus fuerzas las partes pudendas. Ponía tanto ímpetu en ello que muy pronto el pedazo que sesgó de las enaguas para arrancarse la piel se tiñó de sangre.

—Si seguís así, os desollaréis viva y esta criatura os necesita.

Miró a la reina sin pudor, con los ojos fuera de las órbitas y totalmente despeinada. Con la rabia en sus pupilas y las venas del cuello hinchadas, soltó el trapo con el que se friccionaba para pasar a tirarse con más fuerza aún del vello púbico. Era como si ansiase arrancárselo. Isabel no pudo contener las palabras en su boca:

—Desollada y calva, nadie os querrá. Dad gracias al Señor por seguir viva, que ahí afuera muchos son los degollados que ya no podrán llorar su desgracia.

Por fin se tapó y rompió a llorar:

—Mi señora, no sabéis cómo me hubiese gustado estar circuncidada como muchas de estas salvajes. Al menos así no hubiese sentido nada. Ahora Antonio ya no me querrá como esposa.

Con mucho cuidado y el alma llena de compasión, Isabel, intuyendo un poco más de sosiego en sus palabras, se acercó despacio a ella para entregarle a su niño y ayudarla a olvidar. Con cariño le tapó el pecho desnudo, comenzando a enhebrar los lazos cruzados en los agujeros de su corpiño para cerrárselo. Fue entonces cuando vio que los arañazos de aquel desalmado habían herido su piel como latigazos.

—No digáis tonterías. Los cristianos no repudian a sus mujeres por estas cosas. Los cristianos comprenden y aman a los que sufren, compartiendo su quebranto.

Ella negó con la cabeza y siguió llorando hasta que el sueño la venció. Aun dormida sus suspiros eran prolongados, como los de un niño después de una rabieta. La reina no quiso separarse de los pies de su cama hasta que la suave voz de un hombre la requirió.

—Dejadla dormir, que os necesito en el hospital.

En una sola noche de saqueo pirata, fray Domingo parecía haber envejecido diez años. Se veía agotado, sucio y medio desnudo, ya que aprovechó el despojo de su hábito para hacer vendas.

De camino hacia allí Isabel no podía dejar de mirar a diestra y siniestra, presa de la angustia más profunda al ver la desolación en la que los piratas habían sumido su ciudad.

—¿Cómo Dios permite esto?

El fraile le contestó azuzándola y sin detenerse.

—No es cuestión de Dios, sino del hombre. Nosotros no nos lo podemos preguntar; yo sólo estoy aquí para cumplir con mi cometido. Ayudadme con la misma entrega que lo hacéis siempre y curadles como mejor os dicte la conciencia, que no hay tiempo para responder preguntas y el trabajo se acumula.

Cuando Isabel entró en el claustro del convento de San Antonio, se quedó petrificada hasta que el fraile la empujó.

—¿Qué os he dicho?

Inmediatamente se arremangó, dispuesta a todo con tal de calmar a un alma en pena o salvar una vida. Por el suelo de aquellos pasillos atestados, heridos quejumbrosos se entremezclaban con cadáveres aún calientes.

Uno de los hermanos del fraile que allí moraba sacaba agua del pozo en el instante en que Isabel irrumpió. La miró con gratitud, secándose el sudor de la frente con la manga del hábito, y dijo:

—Menos mal que hay marea baja y el pozo anda lleno. Si no, no sabría qué hacer.

Aquel extraño brocal se llenaba con la marea baja y se secaba con la alta. Todos lo sabían y aceptaban como tantas otras cosas inexplicables.

Pero aquello sólo era un aviso que Dios les debió de mandar para prepararlos, pues la noche en la que el verdadero diablo vino a visitarles no tuvieron tanta suerte.