Capítulo 9
UN SAFARI INESPERADO
MASAI MARÁ 19 DE ENERO DE 2004
Por fin iniciábamos el camino a la misión. Desde Mombasa tomamos un vuelo regular de Kenia Airlines hacia Nairobi. En el mismo aeropuerto de Jomo Kenyatta, Richard hablaría con un primo suyo que tenía una avioneta. La alquilaríamos para que nos llevase lo más cerca posible de la misión en Turkana.
Lo único que nos quedaba por conseguir era un vehículo con tracción a las cuatro ruedas que esperara en el lugar que eligiésemos para aterrizar, sin olvidar al guardaespaldas turkano que, como hermano de los moradores de esas tierras, conociera la zona, el dialecto, los caminos de cabras sin señalizar que nos llevarían a nuestro destino y las costumbres de los que a nuestro paso saliesen. Según Richard, aquel hombre sería imprescindible, pues muchos de los de aquella tribu eran casi tan primitivos e impredecibles como los masáis.
Sólo nos ahorraríamos el conductor, ya que Richard se sentía capaz de sentarse frente a un volante situado a la derecha y enfrentarse a la única norma de circulación que parecía imperar en aquellas carreteras dejadas de la mano de Dios: el valor.
Sentada sobre una silla de plástico verde fosforito que estaba atornillada al suelo, esperaba a que Richard terminase las eternas negociaciones con su primo. Desde que comprendí que la paciencia nunca era suficiente en África y decidí armarme de ella, todo comenzó a afectarme menos. Ya no recordaba cuándo había dejado de mirar el reloj, e incluso me sentía extraña al llevarlo asido a la muñeca.
Cansada de analizar todo y a todos los que pasaban a mi alrededor, desplegué el mapa de Kenia que llevaba en la mochila, en el que había señalado con una línea entrecortada la ruta de derrota a seguir hasta la misión. Lo miraba una y otra vez intentando aprenderme de memoria su geografía y así no sentirme perdida. Cada vez que lo hacía me imaginaba aún más distante de España. Aquel país lindaba con algunas de las naciones más pobres y conflictivas del mundo. Al norte, Somalia, Etiopía y Sudán. Al oeste, Uganda; y al sur, Tanzania. Los kenianos hablaban de sus vecinos con cierto tono de superioridad, puesto que se sabían los más ricos.
Negué con la cabeza para mí misma.
—Ser rico entre pobres no es digno de alarde.
Sentí como el hombre que estaba sentado a mi lado, al escucharme, dejaba de apuntar en un cartel de safaris organizados el nombre de los muzungus que venía a recoger. Al comprobar que notaba su mirada, me preguntó:
—¿No tendrá una revista o periódico español por ahí? ¿Hola, Semana, Diez minutos? Algo que me cuente la vida de Penélope Cruz o de los jugadores del Real Madrid.
Negué sorprendida por su casi perfecto dominio de mi idioma, y quise comprobar si me entendía.
—Hace demasiado tiempo que estoy aquí como para conservar alguna. Además, no entiendo de fútbol y la prensa rosa no me atrae en absoluto. Creo que llenar mi existencia con la vida privada de los demás no me aporta nada en absoluto. Sólo tengo libros.
Aquel hombre se encogió de hombros defraudado. Su pesarosa actitud me intrigó.
—¿Para qué las quiere?
—Para mejorar mi español. La universidad en Nairobi es cara y los libros de texto prohibitivos. Por eso tuve que recurrir a las revistas. Con ellas he aprendido a hablar español, italiano, francés y un poco de ruso. Gracias a eso, hoy tengo un trabajo de guía y puedo mantener a mi familia en el pueblo. Es un primer paso, ya que en realidad lo que más me gustaría sería dedicarme algún día a la política. ¿Sabe que nuestro presidente es kikuyu como yo?
Abrí los ojos admirada. Aquel joven era inteligente y ambicioso. Si hablaba los otros tres idiomas como el español, con el suahili y el inglés ¡dominaba seis lenguas! Seis sin apenas ayuda ni medios para conseguirlo. ¡Cómo me hubiese gustado contar con un alumno así en la universidad! Si los redactores de aquel tipo de prensa supiesen de la labor cultural que hacen en Kenia no dudarían en donar los números atrasados a alguna de las múltiples ONG o misiones que operan allí.
Mi acelerado descubrimiento se sobresaltó de repente.
—Lo siento, la tengo que dejar.
Aquel hombre, al ver que una nueva nube de turistas salía de la puerta de llegadas internacionales, se levantó corriendo y alzó el cartel que llevaba: «Señores de Fernández».
Me hubiese gustado hablarle de las becas para estudiar que tienen los alumnos más brillantes en España, pero para qué, sólo le hubiese tentado con un caramelo que nunca podría saborear. Me extrañó su agitación entre tanta calma.
Plegué el mapa que aún tenía sobre las rodillas al ver aparecer a Richard sonriente entre la multitud.
—No lo dobles. Antes hay que añadir tres líneas más al camino a seguir.
Fruncí el ceño a la espera de una explicación convincente.
—Señora, tengo una sorpresa preparada para usted. No se puede uno despedir de Kenia sin ver ciertos lugares. Hazme caso y déjate llevar por tu conseguidor. Aunque parezca premeditado, te aseguro que no lo es. El piloto nos llevará hasta Turkana por un módico precio siempre y cuando le acompañemos antes a transportar a algunos pasajeros que le contrataron hace meses. Ellos han venido de safari fotográfico y se niegan al traqueteo de los caminos.
—¿Cuánto nos demoraremos?
—Cuatro días. Te prometo que no te arrepentirás.
—Desde que salimos de Mombasa, me guste o no, estoy atada a ti.
Sonrió.
—¡Qué maravillosa y extraña sumisión!
Le di un empujón.
—Aún puedo cambiar de opinión.
Sobrevolamos el valle del Rift. El verdor de las llanuras fue amarilleando poco a poco hasta secar su color, convirtiendo la hierba en paja y los frondosos cultivos en ganado pastando. Atrás quedó el monte de Kenia, y más allá de la infinita llanura creímos divisar en lontananza las cumbres nevadas del Kilimanjaro.
Atravesamos la línea del ecuador, donde un hombre nos demostró con un cubo y un embudo cómo el líquido desaguaba girando en una dirección en el hemisferio norte y al contrario en el sur. Nunca pensé que la fuerza de Coriolis fuese tan evidente en ese punto. Supe por Richard y sus comentarios con doble sentido que no sólo el agua gira a contrarreloj, también las plantas trepadoras como la de la fruta de la pasión lo hacen.
Nos dirigíamos al territorio de Masai Mara. En realidad, era una lengua del Serengueti tanzano que quedó en Kenia por capricho del antiguo reparto que los occidentales hicieron del continente africano en su momento.
Desde la altura divisamos la polvareda que levantaban los vehículos todoterreno y los matatus en su frenético peregrinar por los senderos de la amarillenta sabana en busca de una presa fácil para el objetivo de sus cámaras fotográficas. La niebla rojiza de polvo, alzado debido a la diferencia de temperaturas en las corrientes de aire, se quejaba formando pequeños remolinos que crecían surcando los campos según alcanzaban velocidad.
Distinguí plantaciones de té y café, plataneros, maíz, patata y legumbres. Conté con los dedos de una mano los tractores y por cientos los trillos y arados que remolcaban burros y personas. De vez en cuando una gran manada manchaba los pastos. El piloto descendía sobre ella para que los prismáticos nos ayudasen a distinguir el tipo de animal que la formaba. Unas veces eran ñus, otras facóceros, elefantes, gacelas, impalas, antílopes, búfalos, cebras, avestruces o rinocerontes. Los leones, leopardos y guepardos nos fue imposible divisarlos desde la altura, ya que sesteaban la mayor parte del día.
Junto a los turistas que transportábamos, pasamos tres noches en campamentos de lujo que, como pirámides aisladas en el desierto, albergaban a los privilegiados que podíamos pagar la estancia.
Al atardecer me senté en la piscina, junto a un acantilado que dominaba el paisaje, me embadurné de un repelente insecticida y pedí una tónica fría. Desde la infección de estómago que tuve en Mombasa había sustituido las pastillas de quinina por tónica. Esta bebida contrarrestaría el efecto de una posible picadura de la mosquita anofeles cargada de malaria. Era la última de las noches que iba a pasar perdida en el mundo antes de llegar a Turkana, y por mucho que me pesase, tenía que reconocer que Richard no se había equivocado. Me hubiese arrepentido toda la vida de no haber conocido aquellos lugares.
Inspirando profundamente, dejé que los olores a jazmín y magnolio me emborracharan mientras recordaba las recientes vivencias al son de las notas sensuales del jazz que llegaban de la barra del lejano bar. Aquella misma tarde habíamos visitado un poblado masái. Impresionada como estaba, me dispuse a tomar notas en un cuaderno antes de dar una oportunidad al olvido.
Sus habitantes viven por y para el ganado en unas chozas que sus mujeres hacen con estiércol, cañas y barro. Son nómadas según la abundancia de pastos. Sus altas figuras vestidas siempre con pareos de un rojo fuerte, escocés o liso huelen a la sangre con leche que desayunan en la calabaza con que el árbol salchicha les premia en cada fruto. Las mujeres se rapan el pelo al cero, mientras que los hombres, guerreros y pastores por excelencia, se tiñen las largas y minúsculas trenzas del cabello con barro rojo de la tierra. No sólo son polígamos, compartiendo a sus mujeres, sino que además la endogamia está en su tradición y modo de sexualidad. Todos son hijos de todos en un mismo poblado y forman una misma familia.
La mosca azul les trae larga vida y suerte. Respetan a sus ancianos al borde de la veneración hasta que son incapaces de servirse por sí mismos, momento en el cual practican la eutanasia dejándolos morir. A los cadáveres los untan con manteca de animal para atraer a hienas, buitres y todo tipo de alimañas carroñeras. Los dejan en medio de la sabana a su merced y así cierran el ciclo de la vida.
Al oír el ruido de una rama quebrada bajo la acacia amarilla que tenía a mi lado, giré la cabeza. Un mandril se levantó tranquilo y se alejó aburrido de observarme. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí, pero me sentí a gusto siendo presa de su interés. Estaba dispuesta a continuar cuando una voz me sobresaltó.
—Escribes demasiado ligera. ¿Sabes que realmente lo único que se sabe de los masáis es que se niegan a prosperar?
Richard dio un buche al botellín de cerveza que traía. Había llegado en silencio, y sentado a mi lado, leía sin permiso mi cuaderno de notas.
—Quizá no estén tan equivocados. Vivirán felices mientras no conozcan otras cosas, y por lo que he podido apreciar, según velan por sus tradiciones los jefes de los poblados, tardarán en hacerlo.
Sonrió.
—Mira, Carmen, que intentar regalarles una barra de labios… A gentes descalzas y medio desnudas, que apenas conocen la utilidad del jabón, tú pretendías maquillarlas.
Como una idiota, me sentí en la obligación de dar explicaciones.
—No era mi intención. Alguien me dijo demasiado tarde que agradecían los bolígrafos de colores y las pequeñas libretas, sobre todo los pocos niños en vías de alfabetización que hay. Me dio rabia no haberlos comprado, y buscando entre las cosas de mi mochila, encontré la barra. Pensé que al ser roja y dorada les gustaría. Ellos mismos le buscarían una utilidad. ¿O no es éste el reino del reciclaje? De todos modos, qué más da. El jefe se negó a que se lo regalase a la vieja reina.
—Hiciste buenas migas con ella. Nunca había visto a una mujer masái colgarle a una muzungu sus abalorios. ¡Si te hubieses visto! Fue cómico; cuando la anciana comprobó que no tenías trepanadas las orejas, te las colgó del ala del sombrero.
—Aunque te parezca extraño, he disfrutado al ser aceptada por una tribu tan primitiva.
Richard se balanceó sobre las patas traseras de la silla.
—Tu ingenuidad es lo que me enloquece de ti. ¿De verdad crees, Carmen, que lo hicieron simplemente porque les caíste bien? No pensaba decírtelo, pero para entrar en sus casas tuve que pagarles mil cuatrocientos chelines, más otros tantos por permitirnos atravesar sus territorios hacia el río donde viste los hipopótamos y cocodrilos.
Cerré de golpe el cuaderno, tomé la llave de mi cabaña y me levanté silenciosa. ¿Cómo conseguía indignarme con tanta facilidad y al mismo tiempo rezumar un atractivo tan fuerte? Hacía tan sólo unas horas que, cuando aquel hombre me había abrazado en medio del círculo de bienvenida que los masáis nos hicieron danzando y cantando a nuestro alrededor, el corazón se me aceleró y una opresión incontrolada en el pecho hizo más profunda mi respiración. Confiaba en que él no lo hubiese percibido. Sólo debía resistirme a sus encantos unos días más.
Al amanecer despegaríamos hacia el norte para sobrevolar tres de los lagos más significativos del país. El de Nakuru, sembrado de flamencos; el Victoria, donde quiso nacer el Nilo; para aterrizar en las orillas del de Turkana. Lugares todos paradisíacos donde una mujer sola es fácil de seducir, algo a lo que me resistiría con toda seguridad.