Capítulo 3
MADRID
DESAYUNO EN EL PASEO DE LA CASTELLANA
ABRIL DE 2003
Al entrar en el Hispano, los distinguimos de inmediato a pesar de estar sentados en la mesa del fondo y no llevar alzacuellos o enlutadas sotanas. Los más jóvenes iban vestidos con descoloridas camisetas de propaganda y vaqueros, y el mayor, con una camisa a cuadros y un pantalón verde de campaña. Les delataban las cuarteadas sandalias sobre calcetines de tenis y los desaliñados pelos de barbas y cabeza.
Me sentí desesperada ante la encerrona, y forzando un traspié, frené el paso. Mi hermana Ana, que me conocía de sobra, se impacientó. Sabía que era muy capaz de echarme atrás en el último momento y estaba dispuesta a impedírmelo como fuese. Decidida a neutralizar mi huida, apretó disimuladamente la mano que yo tenía posada en su antebrazo obligándome a mirarla. Mientras esbozaba una fingida sonrisa, sus ojos suplicaban imperiosamente que me quedara. Evitando vocalizar, aprovechó el estruendo que el camarero estaba armando en el fregadero de la barra y masculló apretando los dientes a sabiendas de que aún no la escuchaban:
—¡No se te ocurra dejarme sola ahora! ¡Escucha y luego, si quieres, te exasperas! Sabes que si estoy aquí es por ti. Sólo intento brindarte una salida. No atranques la puerta antes de abrirla.
Una sonrisa se dibujó en sus rostros en cuanto vieron que avanzábamos con decisión hacia ellos. De inmediato se levantaron y el mayor nos tendió la mano, dispuesto a hacer las presentaciones oportunas. Pablo, Avelino y Francisco, aquellos hombres se mostraron tan afables, tranquilos y sencillos que no tardaron más de cinco minutos en derruir las barreras mentales que había levantado al verles.
El mayor de los tres misioneros fue el encargado de plantear la cuestión, y no tardó mucho en ir al grano. Al principio le escuché con bastante escepticismo, pero poco a poco aquel hombre de mundo consiguió captar mi atención.
Para entonces yo ya estaba despegando con el filo de mi uña la etiqueta de la botella de agua. Mi hermana Ana me cogió de la mano disimuladamente y me la metió debajo de la mesa como si fuera una niña. La miré con reproche. Aquélla era una fea manía que adquirí un par de años antes, cuando dejé de fumar, para tener ocupadas las manos. El padre, que se percató de aquel movimiento, nos sonrió y prosiguió.
—Carmen, hace casi cuatro siglos nació una mujer que rompió con los moldes y conceptos preestablecidos en el siglo XVII. Una joven que surcó el océano Atlántico e Índico con tan poco miedo a lo desconocido como los conquistadores, marinos y misioneros que la acompañaron en la Ruta de las Especias. Una pionera en la aceptación del mestizaje, precursora de la defensa pacífica de la religión católica y las costumbres barrocas frente a las de las tribus nativas. Me gustaría hacer hincapié en la palabra pacífica, ya que es eso precisamente lo que queremos resaltar de ella como ejemplo de integridad y constancia en su labor diaria, sin haber recurrido nunca al famoso proceso inquisitorio en el que toda la civilización católica andaba inmersa en su tiempo. La leyenda negra nos ha hecho más daño del que quisiéramos, y será difícil convencer a muchos de su mala interpretación. Esta historia no degüella herejes en manos de un tribunal eclesiástico, muy al contrario, cuenta cómo la violencia apóstata de un falso converso se ensañó con aquéllos que intentaron recurrir a la diplomacia.
»Isabel de Várela se enfrentó a piratas y esclavistas, afrontó tormentas y monzones, y defendió hasta el martirio sus ideales. África fue su destino como ahora es el nuestro. La evolución de los tiempos no ha alterado en lo más mínimo la esencia del motivo que a todos nos impulsa a permanecer en aquel seductor continente; lo que nos atrae la primera vez de él es lo de menos.
»¡Hay tantos tabúes y creencias que debemos borrar! Sería tan bueno divulgar que la costa suahili de Kenia fue colonia portuguesa antes que inglesa… Que allí recalaron gentes de colores, creencias, costumbres, lenguas y religiones de lo más variopintas, mezclándose en las ciudades costeras del África oriental. Isabel de Várela conoció bien todo aquello, pero nos ha dejado muchas lagunas en su vida y creemos que sería interesante que alguien las investigase, estudiase y diese a conocer al mundo. Si consigo tentarla con esta historia, le entregaré todo lo que tengo sobre ella; lo demás correrá de su cuenta.
Aquel hombre sabía lo que hacía sin necesidad de púlpito. Partiendo de la sencillez, tenía carisma y poder de oratoria. Había logrado captar mi atención con una facilidad pasmosa, y eso a pesar de mi estado de tristeza e indecisión.
Mientras le escuchaba, seguí arrancando la etiqueta de la botella. La despegué despacio para que no se rompiese. Las gotas de la escarcha derretida habían reblandecido el papel, pero conseguí que no se quebrase y comencé a enrollarla entre los dedos. El padre, creyendo percibir en ello un disipado aburrimiento, cambió el tono y comenzó a tutearme con una sutileza casi inapreciable. Le miré de nuevo, con la vaga impresión de parecerme a uno de mis estudiantes sorprendidos al copiar.
—En definitiva, Carmen, estamos aquí hablándote de alguien que nos interesa. Tu hermana nos ha comentado que tienes una tesis inacabada que se centra en comportamientos sociológicos y religiosos y en el choque de civilizaciones. Nuestro único objetivo aquí es darte a conocer una historia que lo aúna todo en una mujer. La historia la tienes. Ahora depende de ti aceptarla.
El silencio vino tan repentinamente que me sorprendió desprevenida. Su monólogo se había hecho muy cómodo para todos, pues nos evitaba tener que intervenir. No supe qué decir.
—Lo pensaré. Pero… ¿qué tiene que ver esta historia con vuestra labor en el lago Turkana? ¿No os cansáis de luchar por un imposible?
Meneó la cabeza discretamente.
—No lo entiendes. Ella fue una precursora en nuestro campo, y la historia que la rodea la hace aún más atractiva. Nuestra misión en Nariokotome es un grano de arena en el desierto del hambre, y cualquier cauce que nos haga ser recordados es de agradecer. No cejaremos en nuestro empeño, como Isabel no renunció al suyo, y esperamos que tú no desistas en el tuyo cuando empieces a investigar. La vida está llena de retos, y creo que el que no se los plantea es digno de compasión. Hasta los que acuden a nosotros lo tienen claro. El suyo es conseguir comer a diario, el nuestro, darles y enseñarles a procurarse alimento por sí mismos.
»¿Cuál es el tuyo, Carmen? Nosotros te proponemos uno. Nadie ha dicho que sea fácil, pero intentarlo es lo primordial, y te aseguro que conseguirlo sin demasiada ambición nos llena de tanta satisfacción que incluso nos sentimos un poco egoístas.
Asentí, sorprendida ante el carisma de aquel hombre humilde. El padre Francisco continuó inyectándome ánimo. Sin duda, sabía cómo hacerlo.
—Mil veces hemos estado tentados de dejarlo todo y un millón más hemos sentido frustración e impotencia al pensar, en los momentos de debilidad, que nuestro quehacer era imposible. Pero salvar a un niño de entre millones de una hambruna feroz, cavar y encontrar un miserable pozo de agua en un desierto, enseñar a cultivar a un poblado incapaz o ayudar a morir dignamente a un anciano abandonado por los suyos nos compensa por todo. La labor que los misioneros agustinos hacían en tiempos de Isabel se centraba en predicar y bautizar. Salvaban almas. Nosotros vamos más allá, queremos ser, además, salvadores de cuerpos. Hoy se sorprenderían al saber que entre nuestros colaboradores hay muchos misioneros laicos.
Hablaba con tanta pasión que mi hermana Ana y yo debíamos de parecer dos pánfilas boquiabiertas escuchándole. No nos atrevíamos a interrumpir.
—La fe cristiana estaba antiguamente tan atada a una forma de expresión que perdió mucho de lo que tenía que ofrecer. Hoy nos abrimos a los valores y costumbres africanos, aunque sean contradictorios a lo que Dios espera de un buen cristiano. Lo contrario ha sido durante mucho tiempo un error aprovechado por muchos para hacer apología en su propio beneficio y en nuestra contra.
»En tiempos de Isabel de Várela existían muy pocos frailes que se esforzasen en entender la riqueza religiosa contenida en las prácticas y realidades socioculturales de los nativos. Hoy nosotros seguimos a san Francisco Javier en sus escritos. Misión sin imposición. Como teólogos que debemos ser, tenemos que esforzarnos en brindar a los que a nosotros acuden una salida convincente tanto física como espiritual. Con una paciencia infinita conseguimos nuestro objetivo. No sirve de nada bautizar si el que recibe el sacramento lo toma como una simple ducha. Enseñamos a sembrar y sembramos esperando un fruto lento y seguro incapaz de regalar falsas esperanzas.
Aquel hombre canoso nos captaba tanto o más que su historia. El padre Francisco, con sus palabras, me brindaba una salida. Estaba claro que la única que podía asomarse al hoyo era yo misma. Él sólo intentaba ayudarme a tomar el primer impulso. Me asió de las manos con toda la confianza del mundo y cambió de tercio.
—¡Piénsalo, Carmen! ¿Qué hubiese sido de Vasco de Gama si nadie hubiese repetido su travesía? ¿Cuáles fueron las circunstancias que impulsaron a Isabel a separarse de su familia? ¿Desde dónde partió? ¿Adónde fue? ¿Consiguió sobrevivir a la masacre en la que se vio inmersa? La respuesta la encontrarás en estos papeles.
La última pregunta me hizo observarle perpleja. Balbucí:
—¿Masacre?
Aprovechando mi curiosidad, se agachó, abrió una cuarteada cartera con motas de piel de avestruz y sacó un taco de papeles que dejó sobre la mesa.
—Aquí tienes, Carmen. Es la copia del proceso que se siguió en la ciudad de Goa después de la matanza. Los documentos que hay fueron enviados a Portugal nada más entrevistar a los pocos que escaparon. Fueron traducidos del portugués al latín y de éste al inglés. Creo que te podrán ayudar si dominas el idioma. Si no, tendrás que traducirlos.
—¿Está la vida de Isabel escrita en ellos?
—La de ella y la de muchos que con ella convivieron. Quizá lo que de ella no se cuente lo puedas reconstruir a través de sus contemporáneos.
Por primera vez me vi tentada de verdad. Solté sobre la mesa el lazo que había hecho con la etiqueta retorcida y me acerqué el taco de papel a la nariz. El olor a humedad y a polvo característico del papel viejo de los archivos en los que usualmente husmeaba me embriagó. El padre sonrió. La experiencia le había enseñado a analizar a muchos hombres y sus actitudes. En ese preciso momento supo que aceptaba inconscientemente el reto.
—¿Sabes, Carmen? A lo largo y ancho de todo el mundo hay mucha gente que se dedica a lo mismo que nosotros. Son personas que por primera vez se sienten útiles y así son felices. ¡Lo dan todo por la causa y encima dicen que reciben mucho más de lo que dan! ¿Necesitas tú una salida parecida, Carmen?
Le miré con recelo. ¿Cómo podía invadir mi intimidad con tanto descaro? Mi malestar no podía ser tan evidente. Ana, sin comprender mi complicidad con aquel misionero, se sintió obligada a implorar:
—Acéptalo, tómalo como un reto.
Dos segundos tardé en contestar, abrazando los libros y documentos que me había tendido:
—De acuerdo. Dadme sólo unos días para pensarlo. No quiero precipitarme.
No se había cerrado aún la puerta del Hispano y Ana ya me estaba presionando de nuevo.
—Lo tienes todo para una buena tesis. Una sociedad multirracial sujeta a comportamientos teológicos diversos en el transcurso de la historia. Es una pena que te dediques al ensayo en vez de a la novela, porque esta historia da para mucho más que eso.
La miré de reojo sin contestar. No se dio por vencida.
—Siempre has dicho que tu sueño frustrado era colgarte una mochila al hombro y desaparecer. ¡Pues hazlo! Tienes desgracias para olvidar, ahorros suficientes, proyectos que reactivar y posibilidad de tiempo. Sólo tu inseguridad te frena.
Ana me aturdía con tanto entusiasmo, y ahora, además, intentaba dirigir mi vida. Me vendía el camino hacia la felicidad con demasiada naturalidad como para ser factible. La teología y la sociología, como casi todo, eran imposibles de analizar a través del prisma de una incipiente depresión, pero la historia de aquella mujer me había calado hondo, y algo me decía que no debía dejarla escapar. Al bajarme del coche, conseguí que se callase.
—Te juro que pensaré sobre la propuesta.
Una sonrisa de satisfacción se esbozó en sus labios antes de meter la primera.