Capítulo 14

CAMBIOS DE HUMOR

CONVENTO DE SAN ANTONIO

CORPUS CHRISTI DEL AÑO DE NUESTRO

SEÑOR DE 1628

El saqueo de los piratas sirvió para unir a Isabel con más firmeza si cabe a Joana y Luisa. Las dos pasaban tantas horas en el convento que casi se había convertido en su segunda morada. Como un lazareto de infecciosos, aquellos muros acogían a toda alma y cuerpo que acudiesen perdidos o enfermos.

Las tres jóvenes aprendieron a cultivar en el huerto todo tipo de plantas para la raposera. La apodaban así porque todo lo que se gasta hay que reponerlo y no siempre había reemplazo. Aprendieron que había hierbas para cualquier remedio o enfermedad. Unas semillas las trajeron de España y Portugal, otras se las proporcionaron los curanderos del lugar. Los agustinos pasaban tanto tiempo asistiendo a los necesitados que a veces eran ellas las que tenían que cuidar de que los frailes no cayeran en más miseria que la de los pedigüeños.

Aquel día, después de recolectar las hierbas medicinales más necesarias para el sanatorio, la reina, Joana —la mujer del capitán—, su hija Bárbara y Luisa de Silva ayudaban a vestir a las cafres en el convento de San Antonio para la procesión del Corpus Christi. Las cuatro reían a carcajadas viendo cómo aquéllas andaban patizambas sobre las rudas chinelas de piel y gamuza que les obligaron a calzarse. Una de ellas tropezó por el susto cuando uno de los cañones de fuerte Jesús disparó. Las mujeres se incorporaron a la espera impaciente del segundo cañonazo. ¡Eran las salvas de bienvenida con las que se solía recibir al rey!

—¡Dirijámonos al puerto para darles la bienvenida como se merecen!

Joana siguió a la reina a pesar de no tener a nadie en el barco. Cuando casi habían alcanzado el portón de salida del claustro se detuvieron en seco. Luisa seguía sentada en el brocal del pozo cabizbaja y pesarosa. Sólo tarareaba por lo bajo una nana mientras acunaba a su retoño. Era como si no se quisiese dar por enterada. En silencio la reina se sentó a su lado. Con cariño le acarició el cabello. Una lágrima surcó su mejilla hasta derramarse en el regazo de su sayo. La redonda humedad se dibujó justo entre la tela que cubría sus piernas.

—¿Veis la mancha, mi señora? Miradla y ayudadme a contárselo a Antonio.

Isabel no dijo nada; sólo la pudo tomar de la mano. Hacía ya más de seis meses que Luisa había sido víctima de la vil violación por parte del pirata. Muchos días que, separada de su señor, sólo le sirvieron para cicatrizar las heridas superficiales y ahondar más en las del corazón. Las dos habían hablado de ello muchas veces, pero las palabras sólo la consolaron sin llegar a curar los quebrantos que portaba en el alma. De nada serviría reiterar una vez más lo pronunciado. Isabel hubiese querido permanecer a su lado, pero el deber la llamaba. Consciente de ello, recurrió a otra de sus damas para que la supliera.

—Joana, quedaos con ella hasta mi regreso.

La mujer del capitán del fuerte la obedeció ligeramente molesta por perderse el festejo que se avecinaba. La llegada del barco del rey a puerto siempre lo era.

No habrían pasado dos horas cuando la reina cruzó de nuevo el rico portón en sentido contrario. Esta vez iba del brazo de Jerónimo. Tras ellos, su primo Antonio de Malindi y el capitán escoltaban un pequeño carro de paja. Las dos damas de la reina ya no estaban junto al brocal. Las cafres que habían estado vistiendo les indicaron el lugar donde se encontraban señalando a la iglesia.

¡Kanisa, Kanisa!

Antonio suspiró aliviado, ya que después de haber hablado con Isabel también la buscaba con la desesperanza dibujada en el rostro. Como era de suponer, las encontraron sentadas en el primer banco frente al altar. La talla de san Antonio de Padua parecía observarlas. Hincadas de rodillas, rezaban en silencio. A Joana no se le debió de ocurrir un remedio mejor y más sencillo que el rezo para calmar los pesarosos ánimos de Luisa. Al oírles, la mujer del capitán, comida por la impaciencia y la curiosidad, se levantó rauda precipitándose a su encuentro; Luisa ni siquiera se dio la vuelta.

Con los ojos cerrados, continuaba rezando devotamente. Su alma oraba mansa mientras que el encaje de la mantilla que le cubría la testa tiritaba con los temblores de su cuerpo. Antonio se dirigió muy despacio hacia ella, la abrazó y la besó con pasión. Ella, aferrándose a su marido, rompió a llorar expulsando así todo el dolor que guardaba enquistado en su interior desde la noche en que fue mancillada por un hombre sin rostro. Por fin aquella mujer podría superar entre los fornidos brazos de su esposo todos los miedos que desde aquella noche la asaltaban una y otra vez.

Los presentes respetaron la intimidad del matrimonio dirigiendo su curiosidad a los cuatro esclavos que rastrillaban entre la paja del carro en busca de algo. Enterrada en ella, había una soberbia pila bautismal de mármol que Jerónimo había comprado en Goa. Tenía forma de concha. Isabel quiso aprovechar el momento para demostrar su cariñosa gratitud a Jerónimo, pero éste la rechazó sutilmente. Por primera vez se dirigió a ella con una frialdad pasmosa y esquivando su mirada.

—Será donde bauticen a nuestros hijos.

Acariciando la fría piedra, la reina se quedó en silencio. Aquellas palabras le sonaron a reproche, ya que hacía mucho tiempo que Dios había bendecido su matrimonio y sin embargo… Sin pensarlo, la mirada se le desvió inconscientemente hacia la cuna del pequeño de Luisa y Antonio. Le hubiese gustado explicarle a Jerónimo que ardía en deseos de darle un hijo tanto o más que él, que se sentía yerma ante su evidente frustración, que no comprendía el porqué de su prematuro hastío. A sus dieciocho años estaba en la edad más fértil de la vida de una mujer y no comprendía muy bien el empeño de su vientre en permanecer desocupado. Ansiaba calmar y compartir su ansiedad con él, pero no lo hizo. No tanto por la inoportunidad del momento como por la ausencia esquiva en la que el rey parecía sumido desde su regreso.

Aquella misma noche, cuando cenaban con todos los miembros de su casa para celebrar la vuelta del rey, Isabel se sintió sola entre la multitud. Únicamente ella parecía percibir aquel frío invisible en el aparente ambiente caldeado por frívolas carcajadas y bailes.

Jerónimo de Chilingulia se despidió de ella hacía muchos meses en Malindi para reunirse con el virrey de la India. Debería haber regresado pletórico y alegre, pero en vez de júbilo en su mirada sólo se vislumbraba decepción. Algo había cambiado en su interior. No sabía exactamente qué podría ser, pero se mostraba distante y huraño. Fue la primera vez que no se santiguó al pisar tierra firme y olvidó bendecir la mesa al sentarse. La primera vez que no rezaba ante el altar de la capilla de San Antonio para dar las gracias al Señor por haberle premiado con una travesía en calma. La primera que en vez de aprovechar el primer instante de soledad para hacer el amor con Isabel, como era de esperar después de tan largo viaje, prefería el sueño a la pasión de su esposa. ¿Cómo pretendía entonces engendrar un heredero para la corona que estrenase la pila bautismal?

Con la congoja agarrada al gaznate, Isabel supo en el preciso momento en el que el rey comenzó a roncar sin ni siquiera sentir el impulso de rozarla que la promesa de fidelidad a su vínculo matrimonial había sido quebrada. La tristeza se apoderó de su acostumbrada serenidad y el insomnio de sus párpados. Para ella aquella noche fue eterna, mientras desgastaba el rostro de su marido de tanto observarlo recordando los gratos y felices momentos que habían compartido.

¿Qué habría ocurrido en Goa? ¿Se mostró el virrey déspota ante él? ¿Le hizo sentirse inferior? ¿Le recibió como era menester? ¿Le negó quizá los honores de los que era merecedor? Cientos de preguntas atenazaban su angustia. Pero aquello no tenía nada que ver con su voluntario celibato. ¿Quién sació su necesidad? ¿Por qué tuvo que recurrir a otra mujer? ¿Lo hizo con alguien de su raza añorando el color de su piel? ¿O fue el hastío de su yermo vientre lo que le condujo a ello? Amanecía cuando el sueño venció a un sinfín de preguntas sin respuesta. Aún no sabía que al día siguiente, al levantarse a desayunar, obtendría contestación a muchas de ellas.

Absorta en sus pensamientos, recogía con una cucharilla de plata la pulpa del mango cuando el cubierto se dobló debido a la fuerza inconsciente con que la empujaba. Con legañas en sus hinchados ojos, la alzó sorprendida ante la forma en que ella misma había exteriorizado la rabia de su corazón. Una dulce y desconocida voz la interrumpió.

—Tomad ésta de hueso, mi señora. Al ser más dura no se torcerá al introducirla en la carne. ¿Quiere que le traiga otro fruto más maduro?

Sin mirar a la esclava, tomó el cubierto marfileño.

—Es cierto que el hueso es duro de roer. Pero decidme, ¿creéis que la belleza de la regia plata puede igualarse o sustituirse por la novedad de un servil hueso?

La mujer, sin entender nada, no encontró mejor respuesta que darle la razón.

—Todo depende de la inclinación del elector. Si mi señora lo cree así, así debe de ser.

Como en otras ocasiones en las que le atemorizaba lo desconocido, Isabel no quería mirar directamente a la cara a aquella mujer. La intuición había erizado su vello y la conciencia le alertaba sobre su presencia.

—No reconozco vuestra voz, vuestro acento es extraño y tampoco recuerdo haber adquirido ninguna esclava nueva. Decidme, ¿cómo os llamáis? ¿Cómo llegasteis a palacio?

La reina hubiese querido cerrar los oídos igual que había evitado su mirada, pero eso habría supuesto permanecer en la ignorancia y no estaba dispuesta a ello.

—Me llaman Fatanini. Nací en Persia y fue mi señor el rey quien me compró en la subasta del mercado de Goa.

El corazón le dio un vuelco al comprobar que era cierta su temerosa intuición. Al parecer, Jerónimo se dedicaba ahora a la compra de esclavas para la servidumbre de palacio. Inspiró hasta llenar su pecho de aire. Cerró los ojos procurando templar su ánimo y muy despacio giró la cabeza para afrontar cara a cara la presencia de aquella mujer.

Dios no escatimó hermosura a la hora de dotarla. Llevaba la cabellera recogida en una larga y gruesa trenza. Sus ojos eran tan verdes como las aguas con las que el Índico bañaba las playas. Su cuerpo estaba perfectamente proporcionado y lucía voluptuoso donde debía serlo. Cintura estrecha, cuello largo, prominentes pómulos y sobre todo una elegancia inusual en sus movimientos.

Celosa de tanta hermosura, intentó ser positiva. Al menos Jerónimo conservaba el buen gusto con las mujeres. Sólo esperaba que aquella esclava fuese tan yerma o más que ella, no fuese a tentar demasiado al rey en sus debilidades y deseos. De todos modos, en cuanto pudiese, aun a riesgo de tener un enfrentamiento con su marido, ordenaría su venta inmediata el primer día de mercado.

Le ordenó que se retirase a las cocinas, prohibiéndole aparecer en la parte noble del palacio, para luego seguir desayunando en silencio y pensativa. Tenía que hablar con Jerónimo al respecto. Cuando se disponía a doblar la servilleta para levantarse en su busca, le vio entrar ufano en la estancia.

Isabel tomó asiento de nuevo, pues aquél probablemente sería el único momento a lo largo de la ajetreada jornada en el que podrían dialogar a solas; no lo iba a desperdiciar. Con un paternal beso de buenos días en la frente, se sentó frente a un plato lleno de fruta. En su fugaz saludo le pasaron inadvertidas las ojeras que a ella le había regalado el insomnio de la pasada noche. Hizo una señal para que le sirvieran el té y frunció el ceño al comprobar que la esclava que lo hacía no había cambiado.

—¿Hay algo que os disguste?

Negó distraído, buscando a Fatanini por la estancia. Al no preguntar por ella, Isabel decidió no sacarla a colación por ahora. Encauzaría el problema por otros derroteros.

—¿Qué os pasa, Jerónimo?

La pregunta consiguió captar su errante mirada.

—Desde que llegasteis os mostráis distante, no sólo hacia mi persona, sino también hacia todo lo que nos rodea. ¿Ocurrió algo desagradable en Goa?

Ligeramente sorprendido por la pregunta, procuró la ya habitual evasión en la que se refugiaba desde su llegada.

—Fui a entregar las cartas que leísteis para el papa y vuestro rey. Lo hice y regresé. No sé a qué se deben los desvelos.

—Bien lo sabéis. Sólo me gustaría que me hicieseis partícipe de lo que la evidencia esconde. ¿Os faltó al respeto el virrey de Goa? Os conozco, Jerónimo. Durante el tiempo que llevamos desposados, a falta de infantes que os robaran mi atención, no he hecho otra cosa que preocuparme por vos, y parecía gustaros hasta hoy. Ya no podéis engañarme ni fingir. Os lo ruego. Por Dios, decidme qué os ocurre.

La súplica le desesperó.

—¿Por Dios? ¿A qué Dios os referís? Para vos todo es sencillo, pero para mí cada vez se hace más difícil convencer a los mahometanos de que renuncien a Alá, a sus profetas y al Corán. Sobre todo cuando los tributos que me solicitan los portugueses por cada uno de mis territorios se incrementan día a día.

»Mirad la isla de Pemba. ¿Cómo creéis que sus miserables moradores van a pagar los quinientos fardos de arroz al año que se les requieren? ¿Acaso eso me hace popular entre ellos? Esquilmarlos no es la mejor condición para convencerles de unas creencias que no entienden. Muchos se dejan bautizar como el que acude a un baño a recibir las aguas. Me ven como el rey traidor que renegó de su verdadera religión. Antes de partir solicité a don Pedro Leitao de Gamboa que, como capitán del fuerte, me condonase la deuda, y al no acceder aproveché el viaje para solicitarlo a su superior. ¿Qué pensáis que me contestó?

El sarcasmo se dibujó en su rostro.

—¿Faltarme al respeto, decís? No, mi querida Isabel. A eso estoy tan acostumbrado que apenas lo hubiese percibido. Más bien diría que poco le faltó para darme el mismo trato que a un esclavo.

»El virrey gana en déspota y orgulloso a don Pedro. Una vez más, para mantener la paz del reino me tuve que humillar para no atentar en su contra cuando me vejó. Una cosa es que admita vuestras costumbres y otra muy diferente que renuncie a las de mis ancestros. Una buena mujer ha de cerrar los ojos a los deslices de su señor marido. Isabel, sois lo único que amo de todo lo que me ha sido impuesto. Olvidaos de mis dudas y aceptadme tal cual porque, al igual que hoy vivimos en paz y armonía por mi sumisión, mañana todo bien podría regresar a su antiguo cauce. No temáis nada. Disfrutad de lo que tenéis y olvidad el resto. Ansiar demasiado no es bueno. Estoy empezando a pensar que los portugueses se exceden en sus exigencias. ¿No es vuestro el refrán que dice que la avaricia rompe el saco?

La desilusión se reflejaba en todo su ser. Después de aquel discurso, la infidelidad carnal era el menor de los problemas que se le avecinaban. De nada le serviría a Isabel acudir a don Pedro para advertirle. Aquel pedante y soberbio señor estaba demasiado seguro de su superioridad como para admitir una posible rebelión por parte de los muzungulos. Por otro lado… delatar a su propio marido sería la mayor de las traiciones. ¿Qué debía hacer?

—¿Por qué no me contestáis, Isabel? En el fondo sabéis que tengo razón y os sentís incapaz de rebatirme.

Sólo pudo musitar.

—Os aseguro, Jerónimo, que nunca seré vuestra enemiga. Pero no me pidáis que reniegue de mis convicciones.

Su puño enrabietado golpeó la mesa, derramando líquidos, viandas y temores.

—¿Os dais cuenta de que me pedís que no haga con vuestra merced lo que hicieron conmigo? ¿Tenéis una leve idea de cómo me siento al haber renegado de los míos?

Se hizo un ovillo, asustada ante la enfurecida reacción de su marido. Jerónimo cambió de inmediato el tono de su voz acariciándole la mejilla.

—Perdonadme, pues vos no tenéis más culpa que yo de lo que acontece. Lo siento, Isabel, pero cuando me habláis de vuestra historia, ¿os preocupáis acaso de la nuestra? Cuentan los ancianos que hace muchos años aparecieron los portugueses en estas costas para librarnos del acecho de las gentes del jefe Zimba.

»Aquel caníbal con su ejército se había comido a toda la población de Mombasa y a parte de los poblados costeros, llegando hasta Malindi. Allí apresó a nuestro rey y a la hora de engullirlo dijo que nadie de sangre tan innoble podría saber bueno para una sana digestión. Rogó que se lo quitaran de delante y lo arrojaran al mar para que los tiburones se envenenasen. Es cierto que el banquete de esos enemigos fue detenido gracias al general Vasco de Gama, pero decidme, ¿no lo hicieron para ocupar su lugar de una forma más sutil?

Isabel quería rebatirle, quería hablarle de Fatanini, pero no parecía ser el mejor momento. El odio de sus palabras se desmesuraba con cada recuerdo.

—Nuestras costumbres, por bárbaras que os parezcan, son ancestrales. Hemos sido capaces de defendernos durante siglos sin demandar ayuda y menos si ésta es mercenaria y se cobra a un precio tan caro.

Ante la mirada confusa de su esposa, su voz comenzó a alzarse de nuevo, golpeando con el puño en la mesa.

—¡No les basta con esquilmar las tierras del interior, sino que además quieren dirigir nuestras almas y costumbres! Mombasa es codiciada por todos para el comercio de la Ruta de las Especias. Su puerto es de los más transitados en la costa suahili y sus barcos, los más ricos. El puerto de Kilwa pierde importancia frente al nuestro. Los brillantes de las minas del interior, el marfil y el coral forman un lecho en sus bodegas para el oro que cargarán más al sur en Sofala. Decidme, ¿qué estandarte portan esos barcos? ¿Son acaso nuestras armas las que ondean en sus mástiles? ¡Contestadme!

De nuevo comenzaba a ofuscarse y esto contagió a Isabel, que no pudo contener más la rabia.

—¿Qué quiere decir todo esto? ¿Acaso os vais a rebelar como vuestro padre? ¿No os basta su ejemplo? ¿Queréis terminar igual? Y ya que estamos, ¿desde cuándo os dedicáis a comprar esclavas en las subastas? ¿No es ése un menester que atañe a vuestro mayordomo?

El siguiente golpe de Jerónimo sobre la mesa no se hizo esperar.

—¡Vos me reprocháis el holgar con una mujer! ¡El capitán del fuerte Jesús me trata como un inferior! ¡Los moros dicen que soy tirano y perverso al obligarles a comer cerdo! ¡Urbano, vuestro papa, no contesta a mis cartas!

Isabel, envalentonada, osó corregirle.

—¿Cómo mío? ¡También es el vuestro, y como tal os contestará!

Jerónimo se levantó, dándole la espalda, y bajando súbitamente la voz, contestó:

—Ya es tarde.

Una vez sola en el comedor, Isabel se derrumbó con lágrimas en los ojos. ¿Qué era lo que sucedía? Su marido ni siquiera se había molestado en negar su infidelidad. Era como si no se diese por aludido ante la acusación y el odio hacia todo lo que le rodeaba hubiese emergido de una vez llenando su ardiente corazón. De repente parecía haber escondido la sumisión en un arcón para demostrar la rebeldía heredada de sus antepasados.

Desde la ventana vio temerosa como se alejaba rumbo a la hondonada donde descansaban sus antepasados, junto a una antigua mezquita. Al no atreverse a seguirle, le pidió a su cuñada Luisa de Silva que lo hiciera. Lo que aquella mañana descubriría en su tímido espionaje la aterraría aún más.