XXI

Todos los que han sido presos en el alboroto y con las armas en la mano serán arcabuceados.

Toda reunión de más de ocho personas será considerada como una junta sediciosa y desecha por la fusilería. Todo lugar en donde sea asesinado un francés será quemado. Los amos quedarán responsables de sus criados; los jefes de talleres, obradores y demás, de sus oficiales; los padres y madres de sus hijos, y los ministros de los conventos de sus religiosos. Los autores, vendedores, distribuidores de libelos impresos o manuscritos provocando a la sedición serán considerados como agentes de Inglaterra y arcabuceados.

Bando de Murat publicado en gacetas y

diarios en los días posteriores al Dos de Mayo

Los franceses clamaban venganza por las insignificantes bajas que habían tenido el Dos de Mayo. Muy pocas comparadas con las muertes de nuestros valientes, cuyos parientes, al no poder darles cristiana sepultura, optaron por consolarse arrodillados frente a los altares. Rezaban por sus almas las viudas, viudos y huérfanos, cuando para su mayor dolor y escarmiento los intrusos entraron a saco en todas las iglesias que a su paso encontraron. ¡Sacrílegos sin corazón! ¿No les bastaba con disponer a su antojo de nuestras vidas y hogares que ahora querían privarnos hasta de la salvación eterna?

Haciendo caso al consejo de Goya, me atrincheré con los míos en mi casa de la Cuesta de la Vega y esperé tiempos de calma. Con todo, incapaz de hacerlo de brazos cruzados, decidí ocupar mi tiempo ayudando en la enfermería de la calle del Viento, aquella misma donde habían atendido a mi cochero de sus heridas. Allí, el cirujano Sebastián Tejada me enseñó a suturar, bajar fiebres, hacer torniquetes y contener hemorragias.

Dispuesta a apaciguar la inmisericorde calamidad a la que nos tenían sometidos, ordené que todos los días a la hora del almuerzo se abriesen las puertas de nuestra casa para alimentar a todo hambriento al que a ella se acercase. La voz se corrió tan rápido que la docena de mendicantes del primer día se quintuplicó al segundo, lo que me obligó, muy a mi pesar, a seleccionar de entre todos a los más necesitados, y es que aun habiendo cocinado el doble ya no nos quedaba ni guisote de olla para llenar tanta escudilla ni cuartos para comprar alimentos. ¡Qué bien nos hubiera venido un milagro parecido al de los panes y los peces!

Pero… de qué servía lamentarse. Muy necia sería si no me percatara de que la creciente miseria solo era un mal menor, un minúsculo mosquito que volaba en el oscuro enjambre que enturbiaba la ciénaga en la que Murat nos tenía ahogados hasta el cuello. Arenas movedizas que no nos brindaban ni la remota posibilidad de asirnos a un palo para salir de ellas. Y lo peor era que, desde la noche de la masacre, la incertidumbre crecía según pasaban las horas sin que nadie nos diera una sola respuesta. ¿Era verdad que andábamos sin monarca? ¿Sería cierto que el rey Fernando también había abdicado en Bayona? ¿Habrían matado ya los franceses a todos los miembros de la familia real y nos lo ocultaban? ¿Qué estaría pasando con mi hijo Paco y con mi yerno, el marqués de Santa Cruz, que habían acompañado al rey a Bayona? Desde el día en que salieron de Vitoria con el séquito de don Fernando y recibimos notificación suya de que partían a Francia, no habíamos vuelto a tener noticias de ellos. ¿Estarían interceptando sus cartas en la frontera?

El maravilloso día en que distinguimos sus voces calle abajo casi no pudimos creerlo y corrimos como locas a su encuentro. Fue como volver a ver a dos resucitados. Mi hija Joaquina, que en cualquier momento podía salir de cuentas y alumbrar un hijo que hasta ese preciso instante no sabía si conocería a su padre, cubrió de besos a su marido mientras yo esperaba impaciente a abrazar a mi primogénito tras mi nuera, que como todos los demás había optado hacía poco por cobijarse en mi casa de la Cuesta de la Vega tras haber sido testigo de cómo desvalijaban y quemaban la suya.

Después de los saludos, los besos y las caricias pertinentes, yo ardía en deseos de que por fin alguien me aclarase todas las incógnitas que aquel mes de mayo me habían tenido torturada; con todo, aún tuve que seguir conteniéndome. Ellos debían primero descansar, asearse y cambiar aquellos andrajos que traían pegados a la piel por ropas más decentes.

Una vez adecentado, mi yerno, el marqués de Santa Cruz, decidió acercarse a su casa para catalogar el alcance del estropicio que esta sufrió la fatídica noche en que la asaltaron, mientras el resto permanecimos en la mía. Sentados ya a la mesa, las mujeres de la casa observamos en silencio cómo, sin apenas respirar, Paco engullía una fuente entera de perdices escabechadas.

—¡Menos mal que reservé dos tinajas por si acaso! Son de las que cazaste antes de partir junto al rey —le informé.

Él, limpiándose la boca con la servilleta, se excusó.

—Perdón por la gula, madre, pero casi no he comido desde que los caritativos frailes de un monasterio cercano a Jaca nos dieron albergue junto al resto de los vaqueros que nos ayudaron a cruzar.

La impaciencia me impulsó a ser concisa.

—¿Desde dónde veníais?

—Del castillo de Valençay, propiedad de Talleyrand.

—¿Y cuándo dejasteis Bayona?

—¿Dónde te quedaste, madre? —Comprendiendo ya que tendría que contarnos mucho más de lo que había supuesto, se bebió de un sorbo todo el vaso de vino y aclaró la garganta.

—En que acompañabais a su majestad don Fernando para que Napoleón lo reconociera como rey.

Suspiró.

—¡Es tanto lo que te tengo que contar que casi no sé por dónde empezar! Te lo resumiré lo máximo posible, ya que aún me abochorna recordar el engaño del que fuimos testigos.

Todas permanecimos atentas y yo, solícita, le rellené el vaso mientras él comenzaba.

—Nada más llegar a Francia nos encontramos con la sorpresa de que Napoleón, antes de reconocer como rey a don Fernando, había organizado un careo entre padre, madre e hijo. El emperador, sabiendo de la pugna por el poder que existía entre los tres, se había dedicado a alimentar el odio entre los miembros de la familia real mediante cierta correspondencia que los implicaba.

»Apenas había comenzado la reunión cuando don Carlos acusó a don Fernando de los altercados que sufristeis aquí el Dos de Mayo. Le responsabilizaba también de haber incitado al pueblo en el motín de Aranjuez. El padre, por todo aquello, le pedía al hijo que le devolviese de inmediato la corona. Su majestad don Fernando, haciendo caso a los consejos de Escóiquiz, San Carlos e Infantado, contestó a sus padres que no les pensaba devolver lo que hacía tan poco le habían entregado.

»Ya conoces el real sainete, madre: la disputa se hizo riña para terminar en reyerta. Las regias bocas, cual trabucos cargados con pólvora de odios enquistados, dispararon a bocajarro los más dolorosos improperios. Como no podía ser de otra manera, la reina fue la primera que desembuchó señalando a don Fernando y dirigiéndose a Napoleón: “¡Mátelo, su majestad imperial!”. Y don Carlos la secundó: “¿Es que no te cansas de ultrajar mis canas? Me avergüenzo de ti, Fernando”. Y podría seguir durante horas, pero mi mente ha querido borrar el millón de insultos que se dedicaron.

Hizo memoria mirando al techo y prosiguió:

—Que yo recuerde, aquello aconteció durante la tarde del día cinco de mayo y solo fue el preludio de la debacle que nos esperaba a la mañana siguiente. No sabría decir si por el cansancio de los aludidos o por su falta de constancia, pero lo cierto es que Napoleón aprovechó su entretenimiento en tan fragorosa pelea para hacerse con el botín.

Absorta en las palabras de mi hijo, no pude menos que asombrarme de mi clarividencia de días atrás, cuando le hablé a Michelle del juego de la silla: ¡era tal y como había imaginado! Sin embargo, y aunque había llegado a suponerlo, ahora que sabía que esa fantasía mía se había materializado no quería creerlo. Paco partió una hogaza de pan, la mojó en la salsa de la perdiz, bebió otro vaso de vino y continuó:

—El primero en claudicar y devolver los derechos a su padre fue don Fernando, que después de una noche en vela dolido por los insultos de sus augustos predecesores, y ante la amenaza de Napoleón de someterle a un consejo de guerra como el máximo responsable de la muerte de los soldados franceses en la revuelta a manos de los españoles, no pudo hacer otra cosa. Dicho de otra manera: o cedía sus regios derechos o aceptaba una condena de muerte. No lo pensó mucho antes de proclamar: «Mi venerado padre y señor: para dar a vuestra majestad una prueba de mi amor, de mi obediencia y mi sumisión, y para acceder a los deseos que vuestra majestad me ha manifestado reiteradas veces, renuncio a la corona en favor de vuestra majestad, deseando que pueda disfrutarla en muchos años». Cuando lo oímos pronunciar semejantes palabras, a todos los hombres que habíamos confiado en él se nos retorcieron las entrañas. Fue como si a traición y por los irreprochables servicios prestados nos pagase con un latigazo. Habíamos salido de España como séquito del rey y no sabíamos en calidad de qué regresaríamos.

Paco miraba al suelo y negaba defraudado. Comprendiendo su decepción me senté a su lado y, tomándole de la mano, intenté infundirle ánimos. Me dedicó una mirada vidriosa antes de proseguir con voz temblorosa:

—Y eso no es todo, madre. La decepción aún fue mayor cuando supimos que don Carlos solo quería recuperar el trono de España para entregárselo a Napoleón. El muy… prefirió abdicar en favor del emperador de los franceses que dejar la corona sobre la testa de su hijo. A cambio, el gabacho le entregaba el castillo de Chambord en el valle del Loira y una cuantiosa pensión para vivir holgadamente junto a su familia hasta el día de su muerte. ¡Se vendió por treinta millones de reales! No creo que exista una palabra que defina a semejante monarca. —Apretando el puño golpeó la mesa. Intenté consolarle en vano—. Y pensar que don Carlos, doña María Luisa, el pérfido Godoy, su hija Carlota y su amante la Tudó ahora están en Compiègne entre nubes de algodón mientras nosotros…

—Tranquilo, Paco. Demos tiempo al tiempo. Su mero transcurso repondrá las cosas en su lugar.

De reojo, me miró con sarcasmo.

—¿De verdad lo crees, madre? ¿Piensas que todavía hay algo que hacer después de que padre e hijo han firmado sendos convenios con Napoleón dejándonos a todos sus súbditos al arbitrio del ejército más poderoso de Europa?

No supe qué contestar, la verdad es que mi comentario no había sido demasiado acertado, pero la impotencia ante tanta sandez me bloqueó el pensamiento.

—Lo siento, Paco, solo ha sido hablar por hablar —me excusé.

—Después de haberse hecho con media Europa, el último capricho de Napoleón era España, y ya lo ha conseguido. —Medio embriagado por su rápido beber, mi hijo comenzó a divagar—: Con el cetro en la mano y la corona sobre las sienes ha citado a ciento cincuenta desertores españoles para que acudan a su Asamblea de Notables a refrendar su Constitución, y te aseguro, madre, que no ha tenido que esperar. ¡Bastardos sin principios! ¡Deleznables amantes de los Bonaparte a quienes no les importa en absoluto que un asesino como Murat y su esposa Carolina Bonaparte sean nombrados reyes de Nápoles!

—¿Es cierto entonces? —le interrumpí—. ¿No será Murat nuestro rey? ¿De verdad se lo llevan a Nápoles? Michelle escuchó algo al respecto hace días en una botillería, pero no lo podíamos creer. ¡Lo que daría por ver a ese asesino encolerizarse al recibir la noticia!

—Es cierto que Napoleón lo ha dudado mucho —asintió—, pero no era en su hermana Carolina, la mujer de Murat, en quien pensaba para dirigir España, sino en Luis o Jerónimo Bonaparte. Al no querer estos dejar sus reinados de Holanda y Westfalia, será por fin su hermano José quien ocupe el trono de España. Dicen que no le hace demasiada gracia cambiar su trono de Nápoles por el nuestro, pero las órdenes de Napoleón son indiscutibles incluso para sus seres más queridos, por lo que ya está de camino.

—¿Qué hace mientras don Fernando?

—Pasear por entre los rebaños de ovejas merinas que allí tiene Talleyrand o salir con su hermano Carlos a cazar venados. Dicen que descienden de los de El Escorial.

—¿Y ya está? —Se me llevaron los demonios—. ¡Nosotros aquí dejándonos la vida, el espíritu y la bolsa mientras él espera apaciblemente a que le saquen las castañas del fuego! ¡Ajeno a cualquier pendencia, entrega España al invasor y nos deja solos para defenderla!

—Recuerda lo que me enseñaste, madre, y a quién debemos fidelidad —me soltó.

—Sí, hijo. —Consciente del desacato, solo pude rectificar—: Como en cualquier matrimonio, los nobles hemos de ser monárquicos para lo bueno, para lo malo y hasta la muerte.

Al igual que Paco y mi yerno, fueron muchos los que poco a poco lograron llegar a hurtadillas desde Francia. Venían todos dispuestos a armarse para organizar un ejército más ordenado que el de guerrillas en contra del invasor. Y, al igual que mi hijo, aun habiendo vivido aquellos deleznables acontecimientos en Bayona, ninguno culpaba directamente al rey don Fernando de semejante desaguisado. Muy al contrario, lo deseaban, lo seguían anhelando tanto o más que cuando tan poco tiempo atrás entró en Madrid ya coronado rey en vez de su padre.

Quizá fuese por la falta de opciones, o tal vez porque cualquier cosa sería mejor que vivir bajo la bota gabacha, lo cierto es que nunca llegué a comprender claramente sus motivos, pero si una cosa estaba clara era que, me gustase o no, tendría que aceptarlo. El Rey Deseado solo era otra víctima de Napoleón, y era necesario liberarlo para sentarlo de nuevo en el trono que le habían arrebatado.

No tardaría el general Murat en desquitarse de su mal agüero torturando a los presos que aún no reconocían su participación en el alzamiento del Dos de Mayo. Los arcabucearon, y el motivo de su venganza no fue otro que la llegada de un decreto firmado por el emperador el 6 de junio en el que definitivamente proclamaba rey de España a su hermano José en vez de a Murat. A cambio, les ofrecía a su esposa Carolina y a él, como consorte, el reino de Nápoles.

Napoleón era así, como un dios a pequeña escala disponía de países, tronos y gentes a su libre albedrío y ni los de su propia sangre osaban llevarle la contraria. Quizá Murat, de haberlo sabido antes, no se hubiese ensañado como lo hizo con nosotros.