I
Haciendo de andante caballero,
te ciñes el botín, riges la brida,
y al bruto dócil oprimiendo el lomo,
sin ser vista ni oída,
ya estás en la Alameda,
llevando al gran Olmeda
por tu caballerizo, mayordomo,
bastonero, trinchante,
escudero y perpetuo acompañante.
Versos de Tomás de Iriarte para la
condesa-duquesa de Benavente
1796
Aun consciente de todo lo que Dios me ha otorgado, nunca he disfrutado de un momento de sosiego. Y tampoco lo hacía aquel día. ¿Desagradecida?, ¿inconformista hasta la médula? Nunca lo he sabido ni creo que llegue nunca a averiguarlo, a pesar de la vida tan opulenta que me ha tocado en gracia.
Pasados los cuarenta, sabía que todo lo que poseía era mucho, mucho más de lo que probablemente hubiese merecido, pero el destino me quiso como la única heredera de las grandezas de mis antepasados y eso ya nunca cambiaría. Habría sido una estúpida si hubiera renegado de mi suerte.
Yo no había hecho nada extraordinario para merecerlo, excepto crecer en el útero de mi madre, sobrevivir al parto y superar la niñez sin que me masacrara alguno de los males que a tantos pequeños mataban en aquellos tiempos.
En mi reducido entorno, la mayoría de las señoras pasaban alegremente por la vida disfrutando de todos y cada uno de los placeres que aquella les otorgaba. No demostraban más inquietudes que las de danzar, engalanarse o reírse incluso de sí mismas. Sumidas en ese tedioso transitar desperdiciaban el tiempo en las perjudiciales apatías a que el aburrimiento conduce, pero aquello era algo con lo que yo no comulgaba.
Tenía cuarenta y cuatro años, cinco hijos, uno más en mi vientre y un matrimonio feliz con un hombre al que amaba y respetaba. Era, según se decía, una de las mujeres más poderosas del Madrid de mi tiempo, y me había granjeado el afecto y aprecio de grandes e ilustres hombres dedicados a las letras, a la pintura, a la música… Lo tenía todo para ser feliz y sentirme plena y, sin embargo, nunca terminaba de hallarme satisfecha, jamás creía que no tuviera nada que hacer ni conseguir. Mi mente siempre estaba bullendo en busca de nuevos planes y quehaceres, y aquel día no podía ser una excepción.
Descorrí, como solía hacer con frecuencia, los cortinajes de la ventana que daban a la Cuesta de la Vega para observar el frenético bullir de la calleja. Como un volcán en erupción, cada mañana la Puerta de la Vega se abría a muchedumbres que accedían a Madrid desde los arrabales del campo del Moro y las riberas del río Manzanares.
Unos iban en dirección a los mercados para comprar o vender sus mercancías, y otros caminaban dispuestos a trabajar en sus talleres de artesanos. Aquella entrada, que durante siglos había estado fuertemente custodiada, por ser la más antigua y vulnerable de la metrópoli, ahora jamás cerraba sus rejas. Todo el que a la villa y corte quisiese venir la cruzaba sin necesidad de salvoconductos ni explicaciones.
En lo más alto de su arcada central, metida en una hornacina, la talla de Nuestra Señora de la Almudena, aquella morena virgen que según la leyenda salvaron los cristianos de manos de los musulmanes escondiéndola entre los sillares de la antigua muralla, vigilaba junto a esta su servidora el frenético transitar de cientos de almas.
Solo unas pocas bajaban a contramano. Eran las humildes lavanderas que, habiendo entrado al amanecer desde más allá del puente de Segovia, ya habían recogido sus encargos. Con los cestos repletos de ropa sucia sobre la cabeza y armadas con cuarterones de jabón que habían hecho ellas mismas con el aceite pasado que les donaban los mesones, bajaban al lavadero que Juan de Villanueva les había construido en la orilla oriental del río por orden del padre del rey. Allí cada día, y sin dejar uno solo al descanso, cuajadas de sabañones se arrodillaban dispuestas una vez más a desollarse los nudillos.
Frota que te frota la colada, las desriñonadas solían huir de la compasión ajena entonando alegres canciones que, además de disipar sus miserias, amenizaban a los que chapoteaban en los cercanos baños públicos, y es que pocos oficios podían calificarse de más ingratos que aquel.
Observando a estas y otras gentes no podía dejar de pensar en cómo hubiera sido mi vida si en vez de nacer en una cuna cuajada de puntillas lo hubiese hecho, como ellas, en un mísero jergón de paja y heno. Intentaba imaginarme vestida con los andrajos de aquellas mujeres. La mayoría eran lidiadoras de la vida. Provenían de las aldeas circundantes y a diario recorrían varias leguas para dirigir sus pasos hacia la plaza del mercado. Lejos de despreciarlas, como la mayoría de los privilegiados de mi entorno, las admiraba por su entereza y su fuerza.
Allí estaban. Las más afortunadas portaban un gran cesto de huevos, pan recién horneado, verduras, cántaros de leche o jaulas de aves para vender. Las menos, cualquier baratilla sisada de sabía Dios dónde para procurar un digno trueque. Un mendrugo o un pedazo de mojama bastaban para llenar los quejumbrosos buches de las criaturas que a modo de fardo llevaban envueltas en una pañoleta anudada a la espalda y que sus desecados pechos ya no podían amamantar.
Para ellas, probablemente el arte no tenía otro significado que la demostración altanera del boato en los pórticos de las catedrales, en las pinturas y esculturas sacras de los altares o en el relumbrón enjaezado de nuestros carruajes. Pero ¿y si ellas hubiesen tenido, como yo tuve, la posibilidad de aprender a apreciar esa belleza? ¿Y si no tuviesen que levantarse cada mañana con el único propósito de sobrevivir y sin tiempo para nada más antes del anochecer? Quizá existiese alguna que estuviera tocada por el don de la sabiduría. Si fuese así, la susodicha jamás lo sabría. Claro que tampoco lo lamentaría. ¡Qué desperdicio! ¡Bendita ignorancia que impide echar de menos lo desconocido!
Al contrario que ellas, y puede que para mi desgracia, a mí me ocurría que, cuanto más sabía de algo, más sed de profundizar en ello se me abría. Necesitaba continuamente ampliar horizontes, instruirme, discernir sobre lo aprendido e incluso encontrar a alguien digno para rebatirlo. Aún quedaban en el mundo muchas cosas por mejorar y yo no era mujer dada a quedarme de brazos cruzados.
¿Utopía? Puede que sí. Era probable que aquella obra de santo Tomás Moro que había leído apenas cumplidos los quince años fuera lo que estimuló mis hasta entonces anquilosados pensamientos de rica heredera consentida y mimada. Pero esa lectura me cambió y, después de ella, otra decena de libros de muy diferente índole comenzaron a hacerme pensar y me impulsaron a dar una y mil vueltas a las nimiedades y a otros muchos aspectos más trascendentales de la vida. Aprendí a buscar respuestas lógicas y, probablemente a raíz de eso, aprendí también a respetar a todos los librepensadores, científicos y filósofos, compartiesen o no mi ideología, moral o religión.
Ahora, tantos años y volúmenes después, seguía impenitentemente fiel a mi afición por la lectura. De las obras recientemente prohibidas por la Santa Inquisición, las de Rousseau y Voltaire fueron las que más me influyeron, hasta el punto de que sus parámetros y fundamentos me guiaron a la hora de educar a mis hijos según algunos de sus dictámenes. Debió de ser por aquel entonces, recordé sin dejar de mirar por la ventana, cuando decidí hacer algo más para ayudar a todo aquel que me necesitase.
Me vino a la memoria cómo había tomado aquella decisión: si era cierto que los nobles de Madrid dábamos trabajo a una tercera parte de las gentes que a la capital se allegaban, pensé, yo además podría dar mecenazgo a los tocados por las gracias y las musas que, por falta de peculio, no podían dedicarse por entero a ellas. Como los Médicis en su tiempo, yo me propuse ayudar a todo aquel artista, ya fuera poeta, dramaturgo, pintor o músico, que según mi juicio lo mereciese. A todos los sabios que lejos de aspavientos innecesarios luchaban por reflejar sus barruntos, alegrías y padecimientos sin necesidad de llorar, carcajearse o gritar. A los anónimos genios, que a partir de entonces solo sudarían por el esfuerzo que sus mentes les demandasen.
Sí, y para que mis propósitos llegaran a buen puerto utilizaría en nuestro beneficio la estupidez de los cortos de sesera, envidiosos de mis posesiones y abultados bolsillos. Para tentarlos bastaría con invitarlos a disfrutar de mis últimas adquisiciones y presentarles a sus artífices. Estaba segura de que ellos, solo por imitarme, pronto estarían dispuestos a prestar su apoyo, al igual que yo hacía, a cualquier artista digno de mi admiración y en la forma que yo les aconsejase.
Mi plan, al menos ahora así lo recordaba, me parecía perfecto. Sería, o al menos así lo deseé, una manera de limar por fin los grilletes que me tenían encadenada a esa desesperanzadora frontera que mis ojos veían con tanta claridad: la que separaba a los poderosos de los necesitados. Mi propuesta abriría una brecha, pequeña pero firme, en la infranqueable muralla que separaba a las hormigas trabajadoras de las holgazanas. Sería un sutil pasadizo que permitiría a las primeras colarse en el mundo de las segundas.
Calle arriba resonaron los cascos de varios caballos que iban a galope y me sacaron de mis pensamientos y recuerdos. Presté atención y divisé a los guardias de corps de la cabecera, que, encargados de prevenir a los transeúntes para que ningún caballo los arrollara, no sabían hacerlo de otra manera que gritando:
—¡Haceos a un lado! ¡Dejad paso!
Tan poco tiempo tuvieron de reaccionar los viandantes que más de uno optó por empotrarse en la pared para que no lo cocearan. De seguir así acabarían matando a alguien, y, sin embargo, el hombre a quien escoltaban, en vez de mandar a sus guardias que amansaran el paso, espoleaba aún más a su corcel. No me hizo falta fijarme en el jovencísimo jinete para saber que se trataba de Manuel Godoy. Sí, por supuesto que se trataba de él. Hacía dos días que los reyes habían llegado desde Aranjuez y con ellos tenía que venir, como era habitual, su inseparable sombra, ese advenedizo que tan rápido había ascendido en la corte.
Manuel, a quien yo, y no por mi gusto, tan bien conocía, era un hombre de rutinas arraigadas que siempre que paraba en la villa y corte repetía ruta: salía de palacio para recorrer las callejas de la Cava Alta de ida y la Baja de vuelta cruzando la plaza Mayor, de la cual salía por el arco de Cuchilleros para ir a parar en la hostería de Botín, donde invariablemente le esperaba una jarra de chocolate caliente con buñuelos. Bien lleno el buche, solía montar de nuevo para bajar por la Cuesta de la Vega, bajo mis ventanas, hacia las oreadas riberas del Manzanares. Él decía que aquel paseo le servía para hacer ejercicio antes de comenzar a despachar con los reyes, pero todos los que le conocíamos sabíamos que probablemente fuese otro de sus ardides para hacerse notar. «Aquí estoy yo», parecía decir con cada uno de sus gestos, dispuesto a satisfacer todos y cada uno de los deseos de sus majestades los reyes y a comerse el mundo mientras tanto.
A medida que se acercaba a todo galope estudié con detenimiento su rostro: su mirada altiva y despótica asustaba. ¡Y pensar que hacía muy poco el primer secretario era tan solo un simple guardia de corps tan importante como los hombres que ahora lo custodiaban, o incluso menos que ellos! ¿Con qué levadura se había rociado aquel jovencito que unos cuantos meses atrás había alcanzado la treintena para esponjarse de semejante manera? ¿Cómo podía estar tan seguro de sí mismo?
Como una exhalación, Godoy desapareció calle abajo dejándome sumida en las reflexiones que su visión me había suscitado. Tan pensativa estaba, con la mirada extraviada en la lejanía en que él se perdía, que no estuve atenta al revuelo que se acababa de provocar frente a mi casa.
De pronto tomé conciencia de los gritos y las exclamaciones alteradas que se producían bajo mi ventana y, abriéndola, salí al balcón y me asomé a tiempo de ver cómo una mujer yacía tumbada en el suelo junto al carro de abastos que a diario salía para surtirnos. Aquel día debió de hacerlo con demasiada prisa y sin mirar, pues la había atropellado.
El cochero ya había saltado del pescante para socorrerla y con mucho cuidado, y adelantándose al curioso observar de la muchedumbre, la ayudó a levantarse, si bien la arrollada, aún tambaleante, se soltó del apoyo de su brazo con rapidez, más preocupada por sus bienes que por su salud, en un frustrado amago de rescatar todo lo que de su cesto había quedado esparcido por los suelos. No lo logró. Ante sus incrédulos ojos, media docena de sombreros, plumas, hebillas y las vistosas cintas que antes llevaba, probablemente con objeto de venderlas, desaparecían como por arte de magia. ¿Qué invisibles zarpas eran las ladronas? Era imposible averiguarlo entre el gentío. Compadecida por la suerte de la muchacha y apenada por lo sucedido, pues en cierto modo me sentía responsable al saber que el causante de aquel atropello era un hombre que estaba a mi servicio, grité sobre sus cabezas para hacerme oír:
—¡Antonio! —pedí a nuestro cochero—, ¡decidle a la moza que me hago cargo del expolio! ¡Sacadla inmediatamente de ahí y metedla adentro para curarla!
En aquel momento, la joven alzó la mirada y advertí que la brecha de su frente sangraba a borbotones. Con los ojos vidriosos me dedicó un gesto desmayado de agradecimiento antes de dejarse guiar al interior de mi casa.
Cuando bajé al comedor de servicio para constatar cómo estaba, pude comprobar que, tal y como me había parecido desde el balcón, aquella joven era, sin llegar a ser bella en el pleno sentido de la palabra, delicada de movimientos y de porte elegante. Por su vestimenta se hubiera dicho que procedía de una familia moderadamente acaudalada. Bajo la capota y a la altura de la nuca le asomaba un moño de castaña. La horquilla de carey con forma de mariposa que lo sujetaba resaltaba sobre el rubio de su melena. Moderna forma de peinarse comparada con la redecilla que sujetaba las coletas de las manoleteras de su alrededor, me dije. A falta de corpiño, llevaba un vestido de un tono albero descolorido y demasiado recatado para su edad. Mientras me acercaba vi que, agarrándose una esquina del mandil, se apretaba con él la hemorragia. Pensé que podría ser francesa y no tardé en corroborar mi suposición.
Cuando todos se dieron cuenta de que yo había llegado, rápidamente se levantaron. Pero ella, débil y probablemente todavía asustada, no tardó en volver a sentarse en el bancal del comedor de servicio, para seguir soportando pacientemente la verborrea de la cocinera a la espera de que don Hilario Torres, el médico de la familia, la asistiese. Las excusas que el cochero me dirigió rompieron el momentáneo silencio:
—Señora, os juro que no la vi. Con tanto gentío es difícil salir del zaguán, y la atropellé…
Le hice un gesto sereno para que se calmara, pues lo había presenciado todo y sabía que aquel no había sido más que un lance desafortunado del que él no tenía mayor culpa, y, sentándome al lado de la muchacha, le aparté con cariño el arrebujado mandil para comprobar la profundidad de la herida.
—El cirujano está de camino —la tranquilicé—. No se preocupe ni por esto ni por lo que le robaron, porque todo se le restituirá. ¿Cuál es su nombre?, ¿a qué se dedica?
Con timidez me contestó:
—Me llamo Michelle Brayé. Soy peluquera y sombrerera.
Había estado en lo cierto, su marcado acento francés no dejaba lugar a más dudas. No sé si fue por mis pensamientos de hacía unos momentos o porque la intuición me decía que aquella joven merecía ser una de mis protegidas, pero las palabras manaron de mi boca sin pensarlo dos veces:
—Michelle, me encantaría ver lo que hace. Si todo tiene la distinción de esa mariposa que lleva en el moño, sin duda merecerá la pena. ¿Querría aceptar un encargo? Si me agrada, quién sabe, quizá pueda llegar a formar parte del servicio de esta casa.
Ruborizada, ella asintió.
—¿Lo ve, criatura? No hay mal que por bien no venga —la consolé—. Anímese, que el médico está por llegar.
—En efecto, excelencia, aquí estoy.
La voz del cirujano resonó a mi espalda y me vi obligada a interrumpir mi conversación para dejarle mi lugar. Con los anteojos sobre la punta de la nariz le tiró del pellejo de la ceja antes de dictaminar con despreocupación:
—Dos puntos y listo.
Cuando vi que el doctor comenzaba a enhebrar una aguja curva de su instrumental decidí marcharme. No deseaba por nada del mundo presenciar aquel grimoso zurcido. Sin embargo, antes me despedí de la sombrerera:
—Michelle, mañana la espero. El mismo Antonio, una vez que esté curada, la llevará al mercado para que compre todo lo que sea menester. Ascargorta, mi contable, le dará dinero para los gastos.
Dejé al cirujano desinfectando la aguja con la llama de una vela para regresar a mis aposentos, tranquila por haber cumplido con los dictámenes de mi conciencia. De pronto me di cuenta de que, sin comerlo ni beberlo, había acogido a otra artista, una más de los muchos a los que desinteresadamente ayudaba. Ahora solo necesitaba que mi proyecto de ampararlos y de ofrecerles un lugar tranquilo donde poder trabajar a sus anchas y sin interrupciones se hiciera por fin y plenamente realidad, y eso solo ocurriría cuando la construcción de ese lugar, iniciada ya hacía nueve años, alcanzara su final.
Y es que no podía considerarme completamente una mecenas sin ofrecerles un término donde el fluir de las musas los inspirase, donde todos sus sueños se hiciesen realidad.
Cuando planeé su creación decidí que en él reuniría a todos los músicos, cantantes, pintores, escultores y poetas ya conocidos o por conocer y les proporcionaría la paz que ansiaban para crear y las viandas para alimentar su inspiración. La casa tendría que estar en un lugar lo bastante alejado de la corte como para no contaminarse de sus puerilidades, pero sin llegar al aislamiento de un monasterio. ¡Qué más quisieran algunos para perderme de vista! Aquello era un gusto que no pensaba otorgarles. Además, si yo desapareciese, ¿a quién iban a copiar en usos, modas y costumbres con esa menguadita imaginación que los caracterizaba? ¿De quién hablarían? ¿A quién despellejarían o achacarían amantes?
Como soy mujer de rápida disposición y me animaba la fuerza de la juventud de que por aquel entonces aún disponía —por la época en que me decidí a llevar a cabo mi idea, allá por 1783, no contaba más que con treinta y tres años—, no tardé en ponerme en contacto con el conde de Priego para comprarle una pequeña finca que tenía en Canillejas y que me parecía perfecta para mis planes. Estaba a poco más de veinte leguas, o, lo que es lo mismo, a un paseo de hora y media a galope desde el centro de Madrid. Aquella folie sería el reflejo de mis futuros anhelos. Una alameda de antojos.
Allí plantaría un aristocrático jardín francés con tiznes de romanticismo inglés para casar, a través de arbustos, senderos y macizos, a las dos naciones enemigas desde siempre; construiría un paraíso donde las fuentes de ninfas, querubines y faunos rociasen con su manar el mágico entorno; erigiría estatuas más hermosas que la de la fuente de la Mariblanca en la Puerta del Sol o que el recién estrenado carro de la Cibeles; mandaría construir estanques de amarillentos reflejos y guaridas de nenúfares; trazaría zigzagueantes senderos que indujesen al paseante a perderse por entre los cromatismos de cada estación, a danzar al son del trinar de un millón de exóticos pájaros acompasados con el batir de las hojas de los centenarios álamos y con el arrullo relajante de un entramado de manantiales, ¡a soñar despierto arropado por los cuatro elementos de nuestro universo!
Aún recuerdo el día en que Domingo Ascargorta, mi contable mayor, me dio carta blanca para los presupuestos que todo aquello demandaba. Los legados que varios parientes me dejaron como única heredera de más de una decena de mayorazgos me lo permitían sin necesidad de tener que pedir una sola moneda a don Pedro de Alcántara y Téllez-Girón, duque de Osuna y esposo mío, ya que desde mi juventud mi carácter independiente y emprendedor me había llevado a creer firmemente que, cuando se trataba de conseguir o llevar a cabo mis caprichos, era de justicia que yo misma, con mis propios medios, me los costeara. Lo cierto es que nunca me había caracterizado por derrochar, pero aquella anhelada ilusión bien lo merecería. Y lo haría de tal modo que mi familia al completo compartiese mi ilusión.
Recordando las aficiones de Pedro, pedí al arquitecto Manuel Machuca que trazase el plano del palacio donde residiríamos como si de un acogedor pabellón de caza se tratara.
En cuanto a mis hijos varones, para que se iniciasen en los juegos de la guerra, Antonio López Aguado proyectó la construcción, allá por 1787, año en que comenzaron las obras, de un fortín a pequeña escala de los que teníamos en la frontera con Portugal, para lo que reutilizaría los sillares de nuestro ruinoso castillo de la Alameda. No le faltó detalle: foso, puente levadizo, doce cañones de bronce como piezas de artillería, arquetas para la munición y estandartes de colores con nuestros escudos de armas para que ondearan al viento. Dentro, un muñeco vestido con el uniforme de las guardias del duque de Osuna velaría día y noche por la seguridad de la batería. ¡Fue la alegría de Paquito y Pedro!
Para las niñas decidí aprovechar otro recoveco del parque para trazar una pista de croquet, otra de badminton, otra de petanca y un juego de la sortija donde podrían dar vueltas hasta marearse sobre los caballos y las cestas de globo o balancearse en el columpio con forma de barca que compré al mejor juguetero de París.
¡Incluso quise contentar al ermitaño! Fray Arsenio era un hombre al que un día descubrimos agazapado entre la maleza mientras se dedicaba a desbrozarla. Fui incapaz de echarlo, ya que vivía prácticamente enraizado en la cueva que le servía de hogar. Opté por arreglar la ruinosa ermita a la que acudía a diario para rezar, y el tramoyista milanés Ángel María Tadey recibió el encargo de pintar su fachada con trampantojos de adobes resquebrajados y escarchados musgos. En su altar se labraría una hornacina donde poder colocar un erosionado cristo, despojo de un antiguo cruceiro al que tenía particular devoción.
A pocos metros de la ermita, las diferentes rías del jardín convergían en un pequeño lago artificial donde se alzaba una casa de cañas a modo de embarcadero cuyo interior el mismo Tadey decidió pintar con ricos cortinajes, para hacer así más suntuosas las meriendas y desayunos ocasionales.
Como colofón, se tomó también la decisión de arreglar otra casa de labranza prácticamente derruida igual a las que la decapitada María Antonieta tenía en Versalles. Para ella encargué dos autómatas que, a diferencia del soldado del fortín, se movían, y es que otra de mis intenciones fue que ninguna construcción pareciese abandonada. De este modo, una vieja hilandera y un labrador sorprendían, por su realismo, a todo al que a ella se allegase. En aquella finca, ¡hasta las abejas zumbaban de flor en flor fabricando la más exquisita miel en su particular palacio colmena!
No pude elegir otro nombre para ella que El Capricho. Era la palabra que una y otra vez me venía a la mente cuando me refería al lugar donde todos mis deseos, sueños y anhelos se hicieron tangibles.